Ocho hamacas están colgadas en los muros externos del estadio Yaquirana, en San José del Guaviare. Más de 15 indígenas nukaks completan una semana durmiendo allí. Desde lejos se escucha una sinfonía que angustia. Niños, mujeres y hombres no paran de toser, los más pequeños lloran y los otros se quejan de dolor de cabeza, garganta y pecho.
En ese lugar se halla Ester, acostada con su niño de año y medio. Hace dos días tuvo un aborto espontáneo. “Mi niña morir. Yo triste”, da a entender con su poco español. Calcula que tenía tres meses de gestación cuando sintió un dolor en el vientre bajo, no se hizo ecografías ni controles prenatales porque no está afiliada al sistema de salud. Sin embargo, estaba convencida de que era una niña. No lo pudo constatar, solo recuerda una gran mancha de sangre entre sus piernas mientras estaba en la sala de espera del hospital. “Doctor dijo bebé ya no estar”, relata, mientras señala su vientre.
Vive a tres días a pie del casco urbano. Su asentamiento, Puerto Flórez, está en medio de la selva del Guaviare. Llegó al centro de salud por coincidencia. Luz Dary, una joven de su comunidad, tiene tuberculosis y por su tratamiento la Nueva EPS envió un carro para recogerla. El conductor, al percatarse del mal estado de salud en el que se encontraba Ester, decidió llevarla para evitar lo que vivió otra nukak días atrás: una mamá con 35 semanas de gestación, luego de dar a luz, entró a cuidados intensivos por una tuberculosis; su niño está en la incubadora con sospecha de la enfermedad. Cuando los nukaks llegan a un hospital, es porque ya están muy débiles y no encuentran otra opción, por eso algunos mueren.
La historia de Ester y su gente refleja la frustración que se vive alrededor de la comunidad nukak, la misma que fue sensación tres décadas atrás, cuando por primera vez aparecieron en el municipio de Calamar, Guaviare. Todos se tomaban fotos con ellos, mientras aparecían en las portadas de los medios de comunicación más importantes del mundo. Se veían desnudos, con pintura roja en la cara, cerbatanas de tres metros de largo y dardos venenosos con los que sobrevivían en la selva, pero a quienes grupos criminales cercaron con su violencia dirigiéndose a la civilización.
No hay cifras exactas de cuántos nukaks existen en Colombia. Edwin Useche, secretario de Gobierno del departamento, dice que pueden ser entre 1.200 o 1.500, de los cuales 286 están afiliados al sistema de salud. SEMANA se internó en la selva para identificar cuáles son las problemáticas que atraviesan. Lo primero, no habitan toda la extensa selva del Guaviare, desde hace siete años existen 13 asentamientos nukaks definidos.
Los indígenas sí se mueven de un lado para otro, pero entre esos mismos lugares que ocupan transitoriamente, mientras el Gobierno nacional les restituye su territorio garantizándoles que las disidencias de las Farc y otros grupos armados no serán una amenaza.
Tras recorrer casi 300 kilómetros de trochas, surge el asentamiento Mata Tigre. Apenas sintieron el carro, mujeres vestidas de harapos y niños desnudos corrieron para recibir a los visitantes y decían: “El niño fiebre, no dormir en la noche. Mamá muy enferma. Doler cabeza. Sangre por nariz”, mientras guiaban a donde estaban cerca de diez personas enfermas. En cada choza había hamacas, ollas en el piso, algunas pepas de batabá, perros desnutridos con heridas, aves, micos. Los indígenas piden medicamento que les facilite respirar.
No se trata de la covid. Ellos pelean contra una pandemia peor, la indiferencia que ha llevado a que esta comunidad no se sienta protegida por el Estado, pues a pesar de los esfuerzos que dice realizar no ofrece estrategias efectivas para garantizar que su población no se muera de enfermedades prevenibles, como la tuberculosis, la malaria, el dengue, la escabiosis. En los asentamientos se ven correr niños con micos sobre su cabeza, los animales tienen llagas en el cuerpo, y los niños, también. Actualmente, hay un brote de escabiosis, conocida popularmente como sarna de humanos.
Nukaks han muerto recientemente de esta enfermedad. El médico Fernando Carvajal, quien trabaja en Guaviare, así lo confirma. Esta infección, si no es tratada a tiempo, se riega por el cuerpo y afecta órganos vitales. La existencia del ácaro obliga a los indígenas a pringar o quemar todas sus pertenencias, hamacas, cobijas y ropa. Agua y jabón no son suficientes para acabar con el vector. Es tan preocupante que el Ministerio de Salud emitió hace poco unos lineamientos para tratar la enfermedad debido a que los medicamentos que se requieren, a pesar de ser económicos, no están en el Plan Obligatorio de Salud (POS).
En el asentamiento de Guanapalo, Walter, de 4 años, camina con dificultad. Alza su pie y se ven heridas causadas por niguas, organismos microscópicos que viven en pisos húmedos, como el de la selva. Se meten en los pies y producen huevos dentro del cuerpo humano. Los nukaks caminan descalzos, lo que los hace más propensos a enfermarse, sumado a la mala alimentación.
Por más que se maneje el discurso de que a los nukaks hay que protegerlos, como a todas las etnias indígenas, los hechos demuestran que es una tarea difícil de realizar. Están en un limbo, ni son de aquí ni son de allá. Las últimas generaciones han crecido en medio de una población que, por un lado, recomienda no acercarse a ellos para no colonizarlos y afectar sus costumbres, pero, por otro lado, los discriminan. En San José hay grupos en las redes sociales que alertan de la presencia de los nukaks. “El blanco nos dispara. Piensan que somos animales”, dice Hover, líder de Agua Bonita. Su tío hace unos días fue atacado cuando pasaba por una de las fincas del sector buscando comida.
La talla pequeña de los nukaks es el reflejo de los problemas alimenticios que por generaciones han presentado. La expectativa de vida es corta, los más viejos tienen 54 años.
En San José del Guaviare, durante lo corrido de este año, van más de 50 casos de niños con esta patología. “La mayoría de ellos, indígenas. Llegan con unas anemias tan álgidas que no las veo en otras zonas del país”, dice Germán Amézquita, pediatra de la región. La drogadicción y el alcoholismo es otro problema de salud pública. “Los que se acercan a los nukaks lo hacen para enseñar las malas costumbres, como robar y consumir, ellos repiten lo que ven”, dicen los sociólogos de la región, frustrados por la brecha en la comunicación.
Médicos y pacientes literalmente no hablan el mismo idioma, de nada sirve una fórmula médica si no saben leerla. La mayoría de los nukaks no están registrados, cada vez que van al médico se cambian de nombre, lo que dificulta tener una historia clínica. “A veces no sé si el paciente que se fue murió de camino”, cuestiona uno de los galenos. Ellos entierran a sus seres queridos sin dar aviso, abriendo un hueco en la selva.
Ester, cuando estaba hospitalizada por el aborto, se enteró de que su esposo y su hijo se encontraban en la calle con fiebre y brote en el cuerpo. Trató de pedir ayuda en su lengua, pero no la entendieron, así que se fugó. Hoy está con toda su familia en la calle, no tiene dinero ni fuerzas para devolverse a la selva.
Los nukaks viajan en grupos familiares, los mismos que se ven en indigencia. La secretaria de Salud del municipio, Martha Romero, es consciente de la necesidad de llevar promotores de salud a los asentamientos para que puedan hacer seguimiento y prevenir enfermedades, pero desde 2020 no tiene recursos. Anualmente, necesitaría 1.500 millones de pesos y voluntad política para sacar adelante el proyecto.
Mientras eso pasa, algunos de los nukaks que ven morir a sus familiares se deprimen, y, para frenar su agonía, se suicidan bebiendo barbasco, una planta tóxica que, según sus creencias, los ayudará a reunirse con su clan en el más allá.