Una de las preguntas más difíciles que tendrá que resolver la sociedad colombiana es si la verdad que está saliendo a flote en distintos escenarios va a permitirle al país cerrar las heridas que siguen abiertas o si, por el contrario, esa verdad va a convertirse en la semilla de nuevos odios que pueden perpetuar la violencia.

Esta semana, varios protagonistas le han dado la cara al país y se han confrontado a sus más crudas verdades. Las Farc, en una carta con profundo significado simbólico, por fin pidió perdón por haber secuestrado a miles de colombianos y haberlos condenado a tanto sufrimiento. Íngrid Betancourt, en una sobrecogedora charla ante la Comisión de la Verdad, habló sobre la crueldad del secuestro y la valentía del arrepentimiento. Íngrid se refirió a una ‘crisis de la verdad’ y lamentó que antes había que probar los hechos y ahora todo el mundo pregona lo que quiere sin que nadie sepa si es mentira o no.

Por otro lado, la JEP decidió levantar la reserva que cobijaba las versiones libres sobre los expedientes de reclutamiento y utilización de menores en el conflicto. Y es probable que con los demás macrocasos, los de agentes del Estado y de terceros, pase lo mismo. Eso podría significar que el país esté ad portas de conocer los más escabrosos relatos de la guerra, aun antes de que los procesos de justicia transicional vayan en etapa avanzada.

Por otra parte, los jefes paramilitares como Salvatore Mancuso y Jorge 40 anunciaron desde Estados Unidos que quieren contribuir con sus versiones sobre lo que ocurrió en el conflicto colombiano. Hasta el propio expresidente Álvaro Uribe decidió hace unas semanas que su expediente fuera público para que no hubiera manipulaciones. Estas declaraciones, cartas, expedientes y testimonios que saltan a los titulares de los medios como grandes chivas son pinceladas que van dibujando el aterrador cuadro de nuestra convulsionada historia reciente. Claro, son versiones muchas veces incompletas, confusas y hasta contradictorias. Pero, en su conjunto, nos ponen de cara a una dramática realidad de sufrimiento, de derramamiento de sangre y odio político, en la que las víctimas se vuelven victimarios y los victimarios terminan de víctimas, en una interminable espiral de violencia.

Basta constatar que son muy pocos los que han liderado la democracia colombiana –o los que la han puesto en jaque– que no han sido víctimas directas del fuego cruzado de nuestras guerras. Las historias de Uribe o de Cepeda, de Mancuso o de Timochenko, no importa si son de izquierda o de derecha, si viven en la legalidad o en la ilegalidad, tienen ese denominador común. Más aún, precisamente por ese sino trágico de nuestro violento acontecer, todos ellos –y muchos más– terminaron como grandes protagonistas de la vida nacional.

Políticos cuyos familiares más cercanos fueron asesinados por los actores ilegales. Militares que han puesto el pecho en el conflicto contra todo tipo de amenazas, pero que en la lógica demencial de la guerra muchos terminaron cometiendo los peores crímenes contra la población civil, ejecutando jóvenes campesinos para hacerlos pasar por guerrilleros muertos en combate. Jefes guerrilleros que se rebelaron contra un régimen excluyente y que terminaron cometiendo delitos de lesa humanidad, como el secuestro o el reclutamiento de niños, en aras de luchar por un supuesto ideal revolucionario. Jefes paramilitares que se armaron como grupos de autodefensa para defenderse de la guerrilla y que terminaron llevando a sus tropas a los peores actos de barbarie contra la población. Y, también, capos y traquetos cuyo tentáculo corruptor y gatillo fácil han terminado infiltrando la política o dejando regueros de cadáveres en sus vendettas por controlar el negocio de la droga.

Y entre todas esas violencias y contraviolencias, hay vasos comunicantes e historias que se superponen. Guerrilleros que terminan de paras, paras que terminan en el narcotráfico, narcos en la política y viceversa. Todos reivindicando, vaya ironía, su lucha por una mejor Colombia: más justa, menos corrupta y libre de violencia. Y, como telón de fondo, la pobreza, la falta de Estado y la ilegalidad.

Hoy, cuando muchas verdades empiezan a emerger de las cenizas y el país trata de entender qué pasó, cabe preguntarse cómo se van a asimilar. Y qué tan reparadoras serán en un proceso de reconciliación o, al menos, que tanto van a contribuir en el difícil intento de pasar la página. La justicia transicional que abandera la JEP tiene a la verdad como eje central de su justicia restaurativa hacia las víctimas. Y la Comisión de la Verdad busca construir un relato de lo que ha sido nuestra dolorosa historia del último medio siglo, a través de los testimonios de sus protagonistas. Una verdad histórica, edificada por múltiples voces, contextos y sufrimientos, como una manera de mirarnos al espejo de nuestro pasado con un criterio más ecuánime y un espíritu desarmado y así poderlo superar.

¿Seremos capaces de lograrlo en medio de la pasión de las redes y la polarización política? ¿Es posible en el nuevo mundo de los algoritmos y los populismos entender que la verdad en Colombia no es blanca y negra, sino un abanico de grises? ¿Cómo lograr que un proceso de razonamiento y contexto –como lo es el de la verdad– encuentre la luz sin ser manipulado por la política, macartizado por la ideología, trivializado por los medios y falseado por las redes?

Porque, como hemos visto, el diálogo político se volvió una guerra de trincheras en la que todo el mundo dispara a lo primero que se mueva. La bruma –de las pasiones, los egos, los intereses y los dogmas– no deja ver qué se mueve, en qué dirección, con qué intención ni en qué contexto. Puede ser la carta del partido Farc pidiendo perdón, el proceso judicial de Uribe, el conmovedor testimonio de Íngrid... Qué importa, cuando se ve una sombra enemiga, se aprieta el gatillo: se trina al instante, se descalifica sin contexto, se opina sin información o todo se reduce a un hashtag en el que solo se puede escoger un bando. ¿Para qué entender si no da likes y no soy reconocido? La verdad, esa palabra tan vaga, tan necesaria y –al mismo tiempo– tan peligrosa, tendrá que abrirse camino en el fragor de la dura realidad colombiana. Y su búsqueda va a tener que librar varias batallas.

La primera, la del diálogo y el entendimiento. Y esa lucha será entre la razón y la pasión, entre el contexto y el prejuicio, entre el argumento y la descalificación, entre la inmediatez y la responsabilidad. La segunda es política: cómo evitar que la polarización y las lógicas electorales y los políticos de nuevo cuño utilicen la verdad como arma para deslegitimar al contrario. Y la tercera es el miedo. Cómo pueden surgir las voces en el posconflicto a contar verdades de las atrocidades que pasaron cuando la guerra se recrudece en muchos territorios. A primera vista, parece una batalla perdida. Pero en ningún país ha sido fácil tratar de depositar los odios y la violencia. Y la verdad siempre será parte central de ese complejo proceso de reconciliación. En Sudáfrica, que vivió una violencia racial sin precedentes durante más de un siglo, la comisión de la verdad y los juicios públicos por televisión fueron una catarsis colectiva para liberar la rabia y el resentimiento acumulados. Y tenían a uno de los grandes líderes del siglo XX, Nelson Mandela, sin cuyo liderazgo no se hubiera desarmado la sed de venganza de los sectores radicales. Pero siempre con la mirada hacia adelante. “Future First” fue la consigna que abanderó Mandela.

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Ese es, en el fondo, el gran dilema de Colombia: cómo honrar la memoria sin quedar atrapados en el pasado. Y qué tanto mirar hacia adelante sin olvidar lo que ocurrió. Ese equilibrio no tiene una fórmula mágica y cada país debe encontrar su rumbo. Porque la memoria construye identidad, pero también puede ser el vehículo para destruirla, como lo advierte David Rieff en su libro Contra la memoria. Rieff, cuando cubría como corresponsal de The New York Times las guerras de Bosnia, Ruanda o Afganistán, llegó a la conclusión de que la historia ha sido también un arsenal utilizado por algunos sectores para perpetuar el odio y la guerra. Y plantea que el olvido también debe ser una opción moral para superar un pasado violento.

Lo cierto es que hoy parece una tarea mucho más difícil que en el pasado. No ayuda el nuevo paradigma de disrupción tecnológica de los Facebook, Twitter y demás redes, en las que los valores universales sobre respeto, diversidad, pluralismo y derechos humanos quedan enjaulados en laberintos y algoritmos que solo refuerzan las creencias y los dogmas e impiden la confrontación de ideas. Si la búsqueda de la verdad no es un fin en sí mismo, sino un medio para construir confianza y que la sociedad pueda oírse en sus temores, frustraciones y aspiraciones, ¿podrá la política estar a la altura de ese desafío para crear las condiciones de ese diálogo?

Preocupa que las barras bravas de los extremos políticos, las de Petro y las de Uribe, reduzcan cada día más los espacios para ese entendimiento. Y el Gobierno –en cabeza del presidente–, quien es el llamado a liderar ese proceso, ha sido incapaz de asumirlo. Reconforta, eso sí, ver los innumerables actos de perdón y reconciliación de quienes más han sufrido la violencia a lo largo y ancho del territorio. Pero sus gestos de grandeza y humanidad han quedado asfixiados en medio de la algarabía de unos, el silencio de otros y la miopía de muchos de nuestros dirigentes. Por eso, la pregunta no es solo si Colombia está preparada para la verdad, sino si la verdad está preparada para Colombia.