La caravana de la muerte atraviesa al anochecer las trochas de Puerto Guzmán, Putumayo. Nadie conoce a los asesinos, pero ellos se mueven como si esa tierra les perteneciera. Se bajan de sus motos, tocan las puertas y llaman a sus víctimas con nombre propio. Se trata de líderes sociales o de campesinos que abandonaron el cultivo de la coca. Cuando el sentenciado sale a atenderlos, los motoristas disparan sin decir una palabra. Luego vuelven a la carretera, y siguen su camino mortal. Así ya van al menos seis muertos en tres semanas. Otros pocos pudieron escapar por entre el monte para contar su historia.

Dos de esas motos le pasaron frente a Arturo Tovar a las 5:30 de la tarde del 8 de enero. Su nombre aparecía en la lista de los que tenían que morir. El campesino estaba en la tienda de víveres que montó en su finca de la vereda Buena Esperanza, cuando escuchó el ruido de los motores. Milena Galeano, la esposa de Arturo, estaba en la cocina y por la ventana alcanzó a ver a los extraños que venían subiendo por la carretera destapada. No reconoció el rostro de ninguno de los tres aunque lo llevaban descubierto. Al otro no le pudo ver la cara porque tenía un casco. Este hombre inquietó a Milena cuando señaló la casa, como diciéndoles a sus cómplices “aquí es”. Pero no pararon. Las motos desaparecieron en la carretera. Arturo cerró la tienda, y los esposos se juntaron con sus dos hijos sin darle atención especial al episodio. Diez minutos después, los desconocidos llegaron al sitio en el que la carretera se bifurca y tomaron la dirección hacia la vereda Caño Sábalo. Eran más o menos las seis cuando se detuvieron frente a la modesta casa en la que vivía un hombre callado, de esos que, dicen quienes lo conocieron, rara vez se toman un trago y nunca causan alboroto. Un campesino inscrito en el programa de sustitución de cultivos ilícitos y afiliado a la junta de su vereda. Los extraños gritaron su nombre: Óscar Quintero. Pero su esposa salió a atender. Desprevenida, les dijo que él estaba en el potrero encerrando el ganado, muy cerca del lugar. Los hombres se fueron a buscarlo. Óscar corrió unos 50 metros, luego sonaron los tiros y cayó sobre el pasto. Su esposa, desde la casa, lo vio todo. La caravana volvió a la carretera sin prisa. Se devolvieron hasta el punto donde se divide la vía y tomaron el otro camino, el que conduce a la vereda Los Mangos. En Puerto Guzmán ya empezaba a oscurecer. Sobre las 6:30, las motos se detuvieron de nuevo. Esta vez en la casa de Gentil Hernández, un jornalero que cortaba tablas para ganarse el sustento. Al igual que Óscar, estaba inscrito en la junta de su vereda y había erradicado la coca de su finca en el programa de sustitución de cultivos ilícitos. Los desconocidos tocaron en la casa, donde funcionaba una pequeña tienda, y la esposa de Gentil atendió. Le pidieron unas cervezas, y la mujer se fue a la cocina a buscarlas. Mientras tanto, llamaron por el nombre a Gentil Hernández, que estaba viendo televisión junto a su hija. El campesino se asomó por una ventana y recibió el primer tiro en la mano. Luego lo remataron. Esta crisis parece tener su origen en la llegada de una alianza criminal autodenominada Mafia Sinaloa. Para ese momento, Arturo Tovar ya había olvidado el episodio de las motos extrañas que pasaron por su casa. El hombre había tenido un día duro, al fumigar un potrero junto a su hijo de 15 años. Solo les había faltado rociar un pedazo del terrero porque les ganó el cansancio. Arturo le dijo a su muchacho que terminarían al otro día. La tarea quedaría pendiente para siempre. Los desconocidos habían retomado la carretera, de nuevo hacia la casa de esa familia. Puerto Guzmán parece vivir la continuación de una matanza que comenzó en la madrugada del 13 de septiembre. Ese dia, decenas de hombres armados entraron al pueblo en camionetas y asesinaron a tres personas en la vereda La Perla. Luego reunieron a los pobladores, se identificaron como la mafia Sinaloa y dijeron que habían llegado para quedarse. Según las alertas de la Defensoría del Pueblo, este grupo resultó una mezcla perversa: miembros de la banda criminal La Constru, disidentes de los frentes 32 y 49 de las Farc, y grupos residuales de la desmovilización paramilitar. Estos habrían llegado a disputar el control del narcotráfico con las disidencias de los frentes 1 y 48, que se habrían aliado para enfrentar a la mafia bajo el nombre Frente Carolina Ramírez.

La violencia desatada no solo afecta a Puerto Guzmán, sino a todo Putumayo. En el tercer departamento con más coca sembrada, según la ONU, hay muchas zonas a las que la fuerza pública no se atreve a entrar. Putumayo es territorio estratégico porque conecta con las fronteras de Perú y Ecuador, y está en medio de un corredor que une llanos, la Amazonia y el Pacífico. Las armas, la droga, todo puede moverse por un entramado de grandes ríos como el Caquetá y el Putumayo. “Ahí viene bajando esa gente”, le dijo Milena a Arturo cuando volvieron a escuchar las motos que, esta vez, sí se detuvieron frente a su casa de tablas y zinc. “Buenas”, dijeron los desconocidos más o menos a las siete de la noche. Milena, con un mal presentimiento, dijo que ella los atendía. Dejó la loza a un lado, se secó las manos y salió a la puerta. Apenas asomó medio cuerpo para contestar: “Buenas, a la orden”. “¿Usted me puede prestar una llave número 10?”, le preguntó uno de ellos sin bajarse de la moto, y agregó que tenían problemas mecánicos. “No tengo, pregunte donde el vecino”, contestó ella. Entonces el desconocido insistió en que le facilitara al menos un alicate. “No, señor, no tengo”, dijo Milena y cerró la puerta. La mujer se quedó espiándolos por las brechas de las tablas.

Un hombre alto, gordo, moreno y con la cara marcada por el acné se acercó a la casa. “Salga, Arturo, que necesitamos hablar con usted”, dijo. En ese momento, sin que el desconocido lo advirtiera, Milena descubrió que llevaba una pistola. Corrió a rogarle a su esposo que por nada del mundo fuera a salir. Pero Arturo pensó que si se quedaba adentro, podrían tirarles una granada y matar a toda su familia. Entonces se puso las botas, se encintó el machete y agarró una escopeta de fisto que solía usar para espantar los zorros lejos de sus gallinas, o a los pájaros que acechaban a los peces de su pozo. Milena hizo que sus hijos se arrodillaran con ella y se pusieron a rezar. Arturo apagó las luces interiores y dejó encendidas las de la fachada. Montó la escopeta, un arma hechiza a la que apenas le cabe un tiro, y que muchas veces no funcionaba. Salió sigiloso por la puerta trasera. Arturo Tovar y Milena Galeano se conocieron en los noventa en Caquetá, de donde la guerra los sacó corriendo hacia Ecuador. Estuvieron allá hasta que, en 2012, compraron la finca en Puerto Guzmán. Les gustó porque quedaba junto a una carretera y una escuela, en donde podían estudiar sus hijos. Con los años, Arturo se convirtió en un vocero importante de la comunidad, tanto que lo eligieron para representar a un núcleo de 14 veredas. Desde ahí lideraba proyectos para desplazados y también la sustitución de la coca. El año pasado denunció irregularidades en contratos de la alcaldía, y recibió algunas amenazas. Sin embargo, es difícil creer que ese hecho puntual haya desatado este recorrido de la muerte que no solo lo incluía a él. Arturo pensó que si se quedaba adentro, podrían tirarles una granada y matar a toda su familia. Entonces se puso las botas, se encintó el machete y agarró una escopeta de fisto que solía usar para espantar los zorros lejos de sus gallinas. Arturo apenas había dado unos pasos al salir por la puerta trasera cuando se encontró de frente con uno de los matones que pretendía rodear la casa. Era un hombre, a ojo, de unos 20 años. Mediano, de tez clara y con mechones de pelo pintados de dorado. Arturo le apuntó con la escopeta en el pecho y, mirándolo a los ojos, le preguntó: “¿Qué necesita?”. El desconocido arrancó a correr hacia donde estaban sus secuaces. Arturo volvió a entrar a su casa, trancó la puerta con un hierro y se asomó por una ventana, con la escopeta cargada. La familia Tovar escuchó el ruido de las motos que se alejaban, pero sabían que el peligro no había cesado. Arturo llamó a la Policía, para que interceptaran las motos en el sector de Santa Lucía, un paso obligado para salir de esa vereda. Pero los uniformados le contestaron que eso era zona roja y que no tenían permiso para ir. Entonces se atrincheró en su casa.

Había pasado media hora cuando la familia volvió a escuchar una moto que se acercaba hasta detenerse frente a la casa. Dos hombres se bajaron y tocaron la puerta. Arturo se alistó para enfrentarlos, pero cuando se asomó, los reconoció. Eran dos vecinos de la vereda Los Mangos que querían comprarle velas. Entonces le contaron que cuatro hombres acababan de asesinar a Gentil Hernández, y que la viuda estaba nerviosa y quería velarlo. Arturo supo de inmediato que quienes mataron a su vecino ahora vendrían por él. Luego pensó en Gentil, un viejo conocido, que solía parar en su tienda a conversar, mientras las hijas de los dos hombres jugaban alrededor. Los vecinos se fueron con sus velas y Arturo recibió una llamada. Era la Policía. Le advirtieron que se encerrara en su casa porque cuatro hombres acababan de matar a Óscar Quintero, a quien Arturo también conocía. Entonces supo que tenían que huir esa misma noche. La familia empacó sus pertenencias entre sábanas amarradas. Luego de varias llamadas, consiguieron que el Ejército llegara a sacarlos de allí. Se fueron en un camión rodeados de soldados. Atrás dejaron una finca de 51 hectáreas con vacas, gallinas, un caballo y un pozo con 700 alevinos de cachama y tilapia. El producto del trabajo duro de ocho años. En las primeras conversaciones, cuando aún estaban huyendo, la familia pensaba que solo Arturo tenía que irse. Pero él, al salir de la vereda, pudo conectarse a internet, y se enteró de que dos días antes habían asesinado a Gloria Ocampo, una lideresa que él solía encontrarse en las reuniones. “También están matando a las mujeres”, pensó, “tenemos que irnos todos”.

Lo de Gloria Ocampo, una líder de sustitución de cultivos y excandidata al Concejo de Puerto Guzmán, fue muy parecido. Cuando empezaba a anochecer, el 6 de enero, una moto –o tal vez más- paró frente a su casa. Fernando, su esposo, estaba acostado viendo televisión junto a su hija de 10 años. Gloria acababa de bañarse y se secaba el pelo, sentada al borde de la cama. La mujer salió a ver quién había llegado. Fernando lo escuchó todo desde la habitación: “¿Usted es la señora Gloría?”, preguntó un hombre. Ella respondió que sí y luego gritó: “Dios mío, Fernando, Fernando”. Su esposo se paró de un salto y agarró su vieja escopeta. Afuera sonaron tres disparos. Fernando agarró a su hija, que quería correr hacia su madre, y como pudo disparó hacia la calle. Luego escuchó más tiros afuera.

La lideresa Gloria Ocampo murió asesinada en Puerto Guzmán. Al pueblo se lo disputan por su posición estratégica, que incluye su cercanía con el río Caquetá. Cuando notó que la moto se iba, corrió y encontró a su esposa agonizando en el umbral de la puerta. Salió en su moto para buscar ayuda. Apenas había recorrido 50 metros cuando se tropezó con un cuerpo. Se acercó y reconoció a un anciano que vivía en la misma vereda. Al parecer, los desconocidos lo sacaron a la fuerza de su casa para que les indicara donde vivía Gloria, y una vez le dispararon a ella, también lo mataron a él.

“Es como una barrida para generar pánico”, dice Arturo Tovar, que ya decidió nunca volver a su finca. No solo los mencionados en este relato han muerto o han salido desplazados en los pocos dias transcurridos de este año. Al menos seis personas murieron asesinadas en Puerto Guzmán en las últimas tres semanas, la mayoría en circunstancias similares. Al menos otros tres hombres, además de Arturo, pudieron escapar de los matones que tocaron a sus puertas y los llamaron con nombre propio. Esas motos siguen como fantasmas por Puerto Guzmán, sin que las autoridades digan siquiera quiénes son. De momento, nadie parece capaz de detenerlas.