“¿Usted, cómo se cuida del coronavirus?”. “Ay, si no me ha matado la droga…”, contesta con indiferencia el hombre acostado en un andén, mientras carga una pipa de bazuco. No necesita decir más para dar a entender que lo tiene sin cuidado la pandemia que agobia al mundo, pero de la que poco hablan allí, a media cuadra de la llamada Carrillera, una de las ollas más viejas del centro de Bogotá. Se trata de una casa en ruinas, cuya puerta tapó del suelo al techo con toneles de tierra la policía durante una redada para clausurarla. Eso obligó a los jíbaros a perforar la pared, que ahora sirve de entrada, vigilada por dos campaneros. Los habitantes de calle no miran televisión ni escuchan radio, y los de esta zona, la más deprimida del barrio Santa Fe, afirman que por ahí tampoco ha ido ningún experto a contarles sobre la crisis global. La noticia del coronavirus les llegó a la mayoría por un golpe de realidad, porque, de repente, se quedaron solos en la calle; sin gente a quien ‘retacar’, como le dicen a pedir limosna.
El Halcón, un viejo cantante de salsa que en su época de gloria trabajó en la orquesta de Pacho Galán, lo supo porque ya no pudo volver a subirse a Transmilenio a cantar. Desde entonces, le ha costado reunir los 15.000 pesos diarios que paga por un cuarto. Ahora se para en una esquina de la desolada avenida Caracas a esperar a los escasos transeúntes. Para comer le ha tocado buscar en la basura. Se levanta la camisa y muestra que ya tiene la hebilla ajustada en el primer agujero del cinturón, y que aun así el pantalón le queda suelto. “Ya estoy muy desnutrido y apenas van dos semanas”. “¿Dónde se lava las manos un habitante de calle?”. El Mecánico dice que en la olla, y mira hacia Campos, como conocen a otra casona con un roto en la pared por puerta. Los habitantes de las calles del Santa Fe solo pueden decir sobre la crisis, en este viernes, día 11 de la cuarentena nacional, lo que han comentado entre ellos, el rumor de un rumor. “¿Qué es el coronavirus?”. El Mecánico, parado frente a su cambuche, piensa un rato y dice que “es algo mortal que nos puede afectar a todos”. “¿Cuáles son los síntomas?”. Hace cara de que no tiene ni idea. “¿Y cómo se cuida del coronavirus?”. “Hay que lavarse las manos”, contesta, y se mira sus manos cubiertas por una costra negra de suciedad.
“¿Dónde se lava las manos un habitante de calle?”. El Mecánico dice que en la olla, y mira hacia Campos, como conocen a otra casona con un roto en la pared por puerta. Queda a unas tres cuadras de la Carrilera, a mitad de la calle 20 con 13A. Pero para entrar a una de estas plazas de vicio o a cualquier otra debe comprar droga. Así que para lavarse las manos hay que consumir. Buena parte de los estupefacientes que venden en Bogotá llegan de los Llanos, por carretera. Pese a que las vías están restringidas, todavía encuentra y el precio sigue igual: “El bareto a 2.000, la papeleta de bazuco a 5.000, la pepa a 5.000 y el gramo de perico a 7.000”, explica alguien en la zona. Lo que subió de precio es el ‘chamber’, el licor de la calle, mezcla de saborizantes con el alcohol etílico que en estos días de asepsia extrema anda escaso y caro en las droguerías.
Un campanero con unos cuantos amigos en un espacio que les sirve de recepción vigila la entrada de Campos. Adentro, en la oscuridad, es necesario calcular los pasos para no caer entre las ruinas. El único lugar con electricidad queda en el segundo piso y allá venden la droga. En Campos opera un nuevo sistema que ahora funciona en varias ollas. El comprador ya no le ve la cara al jíbaro. Hay una pared con un hueco de unos 15 centímetros de diámetro donde el cliente se acerca y pide lo que quiere. Mete la mano por el agujero y entrega la plata. Y luego por ahí mismo sale otra mano y entrega la droga. Es imposible no imaginar que ese pequeño orificio en la pared, que tantas manos sucias tocan, es un foco ideal para la propagación del virus. Pero en la olla nadie piensa eso. El comprador ya no le ve la cara al jíbaro. Hay una pared con un hueco de unos 15 centímetros de diámetro donde el cliente se acerca y pide lo que quiere. Mete la mano por el agujero y entrega la plata. Después de la transacción, el cliente busca su rincón. Algunos compran velas afuera para no pasar el alucine en la penumbra. Se ubican en uno de los cuartos que también suelen servir de baños, donde defecan y orinan. Consumen en medio de gérmenes y posibles infecciones. A tres cuadras de Campos queda La Fortaleza, otra olla parecida, una casona de tres pisos, muros blancos rayados con grafitis y ventanas clausuradas con tablones. Allá decenas de personas entran y salen durante el día, se encierran, comparten el mismo aire viciado que no tiene por donde circular.
A estas calles, las más pesadas del Santa Fe, la pandemia ha traído calma. Alguien que conoce el sector explica que los habitantes de calle y hasta los jíbaros andan más tranquilos. Finalmente están solos, el barrio es de ellos. Tampoco se ven las habituales prostitutas que llenan las esquinas, ni los clientes que llegan a buscarlas en carros que transitan despacio por la vía, mientras sus conductores escogen. De vez en cuando, pasa alguna patrulla de la Policía, y casi siempre a gritos y amenazantes con sus motos, los agentes dispersan a los habitantes de calle. No les permiten deambular en grupo. Pero, en general, no hay nadie que los confronte tanto como están acostumbrados. Hay más tranquilidad, pero también más hambre, dice Patricia. En días normales, ella alcanza a recoger en el ‘retaque’ hasta 50.000 pesos que se gasta en comida, un cuarto y droga. Con la cuarentena, si le va bien, consigue 15.000, lo que emplea en bazuco. Y la pandemia no cambia las prioridades en la calle. Drogarse es la primera necesidad para satisfacer. Unos cuantos encontraron la forma de sacarle provecho a la anormalidad: se van a los barrios pudientes del norte, donde la cuarentena ha estimulado la caridad de muchos. De allá vuelven con mercado que venden para comprar droga. Y si queda algo, comen.
El techo es otro drama. Los que no duermen a la intemperie pagan cuartos por noche. En la calle 23 con 13 abundan estos lugares. En los pagadiarios cobran entre 15.000 y 20.000 por una habitación individual. En los camarotes piden 8.000 por el colchón y la cobija, y duermen en cuartos repletos hasta con 20 personas, en los que hay que caminar de lado por tanta estrechez. Ahora los inquilinos se ven obligados a pasar también el día en ese hacinamiento, porque cuando salen a la puerta la policía los obliga a entrar. Como muchos se han quedado sin pagar, empezaron los desalojos. Desde el comienzo del aislamiento ha habido varios, algunos incluso violentos. Tanto fue así que provocaron protestas en las localidades de Santa Fe y Los Mártires. El Distrito acordó cancelarles directamente a los arrendadores, pero ese proceso ha sido lento y algunos dicen que aún no les han dado nada. La Alcaldía también anunció esta semana que abrirá cinco albergues en varias localidades para recibir a la población vulnerable.
Los habitantes de calle no miran televisión ni escuchan radio. Muchos supieron del coronavirus por un golpe de realidad. Porque, de repente, se quedaron solos en la ciudad. Foto: Esteban Vega El Idipron y la Secretaría de Integración Social también tienen lugares de acogida, que no siempre alcanzan para los 9.538 habitantes de calle que hay en Bogotá, según el Dane. Además, muchos de ellos deciden no usar las ofertas del Distrito, entre otras cosas, porque les restringen el consumo de droga. La vulnerabilidad de los habitantes de calle es evidente. Con sus nulos hábitos de salubridad, las características de las ollas y el mal estado de salud de muchos, el coronavirus podría expandirse fácilmente entre ellos. Sin embargo, muchos de los que siguen deambulando por el centro van tranquilos. Tal vez porque están acostumbrados a las carencias y las dolencias. El Mecánico, por ejemplo, vive con una pierna rota desde hace meses, cuando se cayó mientras escapaba de la policía que lo iba a capturar cargado de droga. Y también los ocupan las preocupaciones inmediatas. Todos los días se dedican a conseguir la plata para su vicio, y si les alcanza, para la comida y el techo. El coronavirus queda al final de la lista de prioridades.
Por ahora, algunos hacen lo que está a su precario alcance para protegerse de la pandemia. En la misma cuadra de la olla de la Carrilera, en una bodega donde acopian reciclaje, pusieron un dispensador gigante de antibacterial casero. Unos cuantos reciclan los tapabocas que sacan de la basura. El Mecánico, por ejemplo, tiene dos pipas. Frente a una fogata en plena calle y al mediodía, fuma bazuco con un hombre y una mujer. A sus acompañantes les carga una pipa, y él se droga con otra que nunca le presta a nadie. Así se defiende del coronavirus.