Bogotá, 15 de julio de 1992, estadio El Campín. El empate sin goles entre Millonarios y Nacional se convirtió en la imagen que abrió los noticieros. Seguidores de ambos equipos se trenzaron en una batalla que estuvo a punto de ser a muerte en la tribuna de oriental general. En días en que al fútbol se iba en familia, con fiambre, e hinchas rivales aún podían compartir tribuna, las astas de las banderas que en ese momento se permitían ingresar se convirtieron en peligrosas armas de palo y PVC con las que algunos le dieron una “nueva visión” al fútbol. Desde entonces, el país comprobó que se podía llegar a matar por el color de la camiseta de un equipo.

Aunque no se registró un solo herido de gravedad, aquellas imágenes generaron tanto impacto como las registradas el pasado 3 de agosto, también en El Campín, esta vez en el medio tiempo de un juego en el que Santa Fe y Nacional solo disputaban tres puntos, y que además era el primer partido que albergaba público después de un año, cuatro meses y 22 días.

Tiempo en que, a causa de la pandemia, el fútbol no tuvo noticias que lamentar de las llamadas barras bravas, circunstancia que agarró en fuera de lugar a la alcaldesa Claudia López y, sobre todo, al secretario de Gobierno, Luis Ernesto Gómez, exviceministro del Interior del Gobierno de Juan Manuel Santos. A ellos no solo les estalló una bomba en plena pandemia, sino que por su improvisación, o “buena fe” –dirán sus defensores–, comprobaron que la culebra de las barras bravas aún está viva.

Nacieron como la fiesta más emocionante que rodeó al fútbol, pero que, como muchas de las canciones que entonan sus integrantes, terminó “descontrolada” y convertida en la mayor amenaza, que como en una estructura mafiosa, no solo manejaba una poderosa economía basada en aportes de sus integrantes y porcentajes de boletería, sino también permeando a directivos y políticos locales.

En 1992 se creó la primera barra brava del país. La fiesta inicial terminó convertida en un “monstruo de mil cabezas”.

En ese 1992, y pocos días después de aquella gresca, se conformó la primera barra brava del país, en la tribuna norte de El Campín: Comandos Azules #13, inspirada en los partidos de Argentina que, en ese tiempo (no existía televisión por cable, solo parabólica), transmitía en diferido Señal Colombia –en ese entonces Cadena 3 o Canal 11–. Los Saltarines de Independiente Santa Fe y la barra del Búfalo de Millonarios empezaron a ir al estadio con camisetas y a ver el partido de pie, cantando y saltando los 90 minutos.

La nueva manera de vivir un partido se hizo moda y cautivó a hombres y mujeres de la más diversa condición social, que terminaron por apropiarse de las tribunas laterales, las más baratas en taquilla (en 1992, una boleta costaba 1.200 pesos).

Los del Sur (Nacional), Barón Rojo y Disturbio Rojo Bogotá (América), Guardia Albi-Roja Sur (Santa Fe), Lobo Sur (Pereira), Resistencia Norte (DIM) fueron las barras que se sumaron a la moda, pero al poco tiempo también se hicieron habituales en los titulares de prensa, más en las páginas judiciales que en las deportivas. Llevar una camiseta de un equipo se convirtió en una causa de mortalidad, y la violencia empezó a cobrar vidas de jóvenes en estadios, barrios y hasta carreteras del país.

Tras los recientes incidentes en El Campín, Gustavo Serpa, dirigente de Millonarios, sorprendió a muchos al denunciar que el Distrito ha sido el “principal opositor” de la disolución de las barras bravas. “Son 2.000 o 3.000 jóvenes, con todo tipo de vulnerabilidades, que de alguna manera ejercen una presión política, y si no la ejercen, los políticos de turno tratan de redimir y tenerlos como clientela política”, dijo en 6 AM, de Caracol Radio.

Bomba de tiempo

Los primeros años de las barras bravas fueron sinónimo de fiesta. En el caso de los Comandos Azules #13, según el relato de uno de sus principales líderes (ninguno de los entrevistados por SEMANA permitió mencionar su nombre por razones de seguridad), la barra era un fenómeno que integró a personas entre 15 y 40 años, de todos los estratos, unidos por la misma pasión. “Gomelos, estudiantes de colegios y universidades públicas y privadas, ñeros... Después de cada partido se parqueaban camionetas, con placas oficiales y escoltas, para recoger a muchos de los pelaos que iban a la popular”, dice.

Mateo, hijo de una de las más reconocidas actrices de la televisión colombiana, fue uno de los barristas más queridos por ricos y pobres, y su historia personal fue reflejo de las luces y sombras que supuso pertenecer a esa ola, que al país llegó con la fuerza de un tsunami. “Hacíamos reuniones multitudinarias”, recuerda uno de los ‘capos’, término con el que se denominaba a los líderes de cada ‘parche’, el cual se constituía dependiendo del barrio donde vivían sus integrantes. En ese entonces, los Comandos se dividían en 19 ‘parches’, en la actualidad son 31. “La barra estaba dividida en comités, uno se encargaba de los trapos, otro de las salidas, otro de los instrumentos y otro de los proyectos sociales en los barrios”.

Uno de los capos, incluso, llegó a la cúspide de la pirámide de los Comandos gracias a componer las canciones para alentar al equipo, y su banda de Ska sacó el primer disco de música futbolera de la que se tuvo noticia en el país. Eran finales de los años noventa. La moda se transformó en “un monstruo de mil cabezas”. Aunque los capos de la barra eran preparados, con título universitario, y algunos con dominio de dos idiomas, la masa era ingobernable y sus conductas se distanciaron de los principios de la organización.

La noche del miércoles 6 de mayo de 1998 marcó el punto de quiebre en la historia de las barras bravas en Bogotá, cuando, en un clásico Millonarios-Santa Fe, 43 personas resultaron heridas tras caer más de seis metros del segundo al primer piso de la tribuna norte. Aunque se crearon proyectos de integración social y laboral para los barristas, la imagen que conocía el país de estos colectivos era muy diferente.

Las autoridades distritales han recurrido a medidas para curar el principal cáncer del fútbol, pero no han trabajado en prevenirlo.

Empezaron las noticias de enfrentamientos, robos de trapos, batallas campales en barrios y carreteras. “Era la misma naturaleza de tener un rival. Midámonos los huevos y nos citábamos a darnos golpes, tirarnos piedra, pero todo cambió cuando empezaron los cuchillos y los disparos. Los capos teníamos que ser escoltados después de cada partido. Y con cada muerto había venganza”, recuerda uno de los líderes. Y más insólito, también se registraron peleas entre los integrantes de la misma barra. “Los niños ricos que iban dejaron de hacerlo. Empezaron a salir los primeros celulares y los ñeros se los robaban, les quitaban los tenis, las camisetas. La fiesta se dañó”.

El poder e intimidación de las barras pronto se tradujo en presión para los directivos de los equipos. En 2008, cerca de 70 barristas se tomaron la sede de Millonarios en protesta por los malos resultados deportivos. Luego, la sede de los entrenamientos. El entonces presidente del club y su director técnico llegaron a acuerdos con los líderes. “En principio nos pagaban diez tiquetes para acompañar al equipo, incluso en la Copa Suramericana de 2007 fuimos a Tacna (Perú), Santiago (Chile), São Paulo (Brasil), Ciudad de México por cuenta del club”.

En ese momento, recuerda el entrevistado, los Comandos manejaban jugosas sumas de dinero producto de aportes de sus integrantes, las cuales se incrementaron cuando los directivos empezaron a hacer los suyos. “Llegué a tener 7 millones de pesos en cada partido”. El propósito era que los dejaran trabajar, que idolatraran a jugadores promovidos de las divisiones menores para facilitar una venta al exterior. “Hasta nos ofrecieron un porcentaje de la boletería, 7.000 pesos por cada una de las 2.700”.

La relación entre los directivos de Millonarios de ese entonces con los capos de los Comandos fue tan estrecha que, según recuerda uno de ellos, había reuniones en las que se presentaban carpetas de jugadores que podían ser contratados. “A mí me preguntaron, ¿qué te parece Óscar Córdoba de arquero? Fue el único jugador que yo recuerde que contrataron después de habérmelo consultado”.

Además, cuando las autoridades prohibieron la pólvora en las tribunas del estadio, metían las bengalas, la sal de nitro, los volcanes en las tulas de los balones y la indumentaria del equipo. Y al final de cada temporada, toda la ropa de entrenamiento y competencia iba a los líderes de la barra, que las vendían y así tenían ingresos adicionales.

Ni los jugadores ni los técnicos se libraron del poder de la barra brava. Uno de los entrenadores, según recuerda un líder de la barra, “nos pasaba todas las semanas un sobre con el dinero que recogían con todos los jugadores. Esa plata era para los viajes. Nos decía qué jugadores no habían hecho la vaca, y a esos jugadores los puteábamos en los partidos”. Uno de los que se negó fue precisamente Óscar Córdoba, en la temporada en que se retiró del fútbol.

Aquel “monstruo de mil cabezas”, también alcanzó a la política local. Varios líderes incursionaron como candidatos al Concejo sin éxito, pero políticos profesionales sedujeron a la barra a cambio de votos. “Esa masa siempre ha generado la ambición de muchos candidatos. Nos regalaron bombos, trompetas, pero nosotros no nos dejamos comprar. Si vamos a vender votos que sea de verdad. Entonces pedimos una casa para tener nuestra sede, y lo que sí nos dieron fue un bus para los viajes. Ese bus existió, nos lo dio una concejal que se reeligió; luego ese bus se le vendió a un colegio”.

Gustavo Serpa también recordó cómo Millonarios expropió a la barra brava de la tribuna norte para convertirla en tribuna familiar. Pero según uno de los líderes de los Comandos, la administración distrital siempre se opuso. “Por seguridad, nos sirve tenerlos en el estadio y no afuera”, dijo al recordar las palabras de los funcionarios en reuniones de seguridad y convivencia.

Aunque han sido 30 años de decisiones para prevenir la violencia, como el cierre de fronteras y la restricción de ingreso a hinchas visitantes, las barras bravas están lejos de desaparecer. Muchos jóvenes con pocas oportunidades se sienten parte de un colectivo que los acoge por el color de una camiseta, pero que tiene muchas implicaciones. “Muchos piensan que para ser barra brava hay que ser vago, emborracharse, meter pepas y bazuco. Nadie los obliga. El que quiera consume, pero si usted ve a los demás haciéndolo seguramente lo va a hacer. Eso sí, que sea un foco de microtráfico y de extorsión es una exageración”, dice uno de los capos.

Tras más de un año de fútbol a puerta cerrada, muchas familias decidieron regresar al estadio y algunas conocerlo por primera vez, mientras que los futbolistas volvieron a escuchar el grito de gol. Pero la fiesta del regreso del fútbol se vio empañada, de nuevo, por lo que queda de las barras bravas, cuyos miembros parecen no haber tenido suficiente con la tragedia del coronavirus para darle un nuevo valor a la vida. De momento, en Colombia, aún hay quienes asumen que un partido de fútbol es un enfrentamiento a muerte. Y las autoridades, en lugar de prevenir, buscan la cura de un cáncer al que dejaron hacer metástasis.