Después de que por iniciativa del presidente Santos el congreso hundió la reforma a la Justicia, se presentó la inevitable polémica: si la forma como fue solucionado el problema había sido una nueva interpretación jurídica o un golpe de opinión. El gobierno mantiene lo primero y el 90 por ciento de los columnistas de prensa lo segundo. En lo que todo el mundo está de acuerdo es en que, independientemente de la legitimidad jurídica, la decisión adoptada le convino al país. En otras palabras, se aplicó la doctrina del mal menor. La expresión ‘mal menor’ es un eufemismo que se utiliza para describir las coyunturas históricas en que se ha recurrido a fórmulas extraconstitucionales para solucionar graves crisis institucionales. Y desde la mitad del siglo pasado esto ha sucedido tres veces: 1) En el plebiscito de 1957, después de la caída de Rojas Pinilla. 2) Para crear la Constitución de 1991 y 3) para matar el orangután de la reforma a la Justicia este año. De los tres, el más respetable es el episodio de 1957. Mariano Ospina Pérez había cerrado el Congreso en 1949, por un decreto de Estado de Sitio, cuando el Partido Liberal trató de abrirle un juicio político para destituirlo. De ahí siguieron los gobiernos de Laureano Gómez, Roberto Urdaneta y el golpe de Estado de Rojas Pinilla, que no contaron con el andamiaje democrático, ya fuera por ausencia de la Rama Legislativa o por el boicot del Partido Liberal. Con la caída de la dictadura de Rojas, el 10 de Mayo de 1957, Colombia entró en un limbo jurídico en el que era necesario restablecer institucionalmente al país. Estaba vigente la Constitución de 1886, que no contemplaba la figura del plebiscito para reformas constitucionales. Estas se podían tramitar solamente por vía del Congreso, pero no había Congreso. Por eso, Alberto Lleras Camargo y Laureano Gómez se pusieron de acuerdo en acudir al constituyente primario para crear las instituciones que conformaron el Frente Nacional. El plebiscito para refrendar este revolcón estaba por fuera de la Constitución por las razones anotadas anteriormente. Sin embargo, dado el prestigio de los dos jefes políticos, el consenso nacional fue casi unánime. La única oposición seria que se presentó fue la del dirigente conservador Gilberto Álzate Avendaño, quien consideraba que cualquier formula supraconstitucional era un salto al vacío. Para que no se pudiera posteriormente en tentaciones autoritarias, esta reforma hizo la salvedad de que en adelante nunca se podría recurrir al plebiscito de nuevo y las reformas constitucionales solo las podía hacer el Congreso. A partir de ese momento las reformas constitucionales no quedaron bloqueadas, pero sí sujetas al filtro del Congreso en el cual, por representar tantos intereses, era prácticamente imposible llegar a un acuerdo. De ahí surgió en 1990 el invento de la Séptima Papeleta, producto de la creatividad jurídica de Fernando Carrillo, que entonces era un profesor de Derecho y un líder juvenil. La Séptima Papeleta sería un voto de origen popular para convocar a una Asamblea Constituyente, el cual se depositaría en forma paralela en las urnas en las elecciones para Congreso del 11 de marzo de 1990. La teoría detrás de esta era que, ante las dificultades para reformar el Estado a través del Congreso, había que acudir al constituyente primario para crear un hecho político extraconstitucional que solucionara ese cuello de botella. Ese fue el origen de la Constitución de 1991. Sin embargo, a diferencia de 1957, no había ningún vacío o limbo jurídico. Era simplemente una forma de saltarse al Congreso justificada en el apoyo masivo de los colombianos. Dada la impopularidad de la Rama Legislativa, la iniciativa fue acogida por la opinión pública, aunque horrorizó a no pocos constitucionalistas. Para ellos, el hecho de que el Parlamento fuera un inconveniente no justificaba darle un golpe de Estado a la Constitución. Se creó el mito de millones de votos de la Séptima Papeleta que habrían sido la expresión de la voluntad incontenible del pueblo. Para la juventud que impulsaba esa iniciativa, un golpe de opinión de esas dimensiones adquiría legitimidad propia. La realidad es que, como lo certificó la Registraduría en 1991, la papeleta ni siquiera llegó a escrutarse “por no haber norma legal que estableciera su contabilización”. Por lo tanto, la medición del constituyente primario, que era el único sustento de ese golpe de opinión, nunca se hizo. Y, dada la irregularidad del proceso, aunque se hubiera hecho, era difícil determinar cuál era el umbral o la cifra mágica para hacer válida la eliminación de la constitución centenaria de 1886. ¿Serían suficientes 2 millones de votos? ¿5 millones habrían aplacado a los críticos? Nunca se sabrá. La única forma de evitar el colapso jurídico de esa iniciativa juvenil era aplicar la formula del mal menor. Para eso fue necesario diseñar una ingeniería jurídica de mucha filigrana que volviera legal lo que era ilegal. El presidente Barco expidió un decreto de Estado de Sitio por el cual ordenó a la organización electoral contabilizar una nueva papeleta en las elecciones siguientes. Aunque este no era totalmente ortodoxo, la Corte Suprema de Justicia prefirió no ir en contra de la opinión pública y lo declaró exequible. Poco tiempo después fue elegido presidente César Gaviria y expidió otro decreto, también en Estado de Sitio, para convocar una constituyente. Para la Corte crear una nueva constitución por un decreto de Estado de Sitio era un sapo nada fácil de tragar. Gaviria y su ministro Humberto de la Calle lograron neutralizarla con el argumento de que la reforma del Estado era necesaria para que Colombia lograra la paz. Después de una votación muy reñida, en la que la oposición perdió a último momento la mayoría, los magistrados votaron 14 a 12 a favor de la constituyente. El tercer caso fue el de la reforma a la Justicia de hace tres semanas. En ese episodio no se trataba de llevar a cabo una transformación sino de evitar una debacle. La creatividad jurídica provino también esta vez de Fernando Carrillo, apoyado por el ministro de Justicia, Juan Carlos Esguerra, el exmagistrado Manuel José Cepeda, y la secretaria jurídica de la Presidencia, Cristina Pardo. Crearon una ‘jurisprudencia’ con la que la gran mayoría de los constitucionalistas del país están en desacuerdo. Sin embargo, dada la gravedad de que el orangután se escapara de la jaula, casi todos en privado reconocen que para evitar un mal mayor es mejor pasar agachados. La controversia en este caso gira alrededor tanto de las objeciones presidenciales a la reforma como a su hundimiento en sesiones extraordinarias. Sobre lo primero, para que la interpretación de la Casa de Nariño tuviera validez era necesario hacer caso omiso de dos principios fundamentales del derecho. El primero es que el que puede lo más puede lo menos. Esto quiere decir que por analogía se podría deducir que los procedimientos que se aplican a un acto legislativo (reforma constitucional) se podrían aplicar a una ley ordinaria. La nueva ‘jurisprudencia’ ha interpretado que este principio se puede usar al revés: argumentan que si el presidente puede objetar las leyes ordinarias, por qué no va a poder objetar las reformas a la Constitución que son muchos más importantes. El otro principio que ha sido interpretado en forma novedosa es el de que los funcionarios públicos solo pueden hacer lo que está explícitamente permitido, mientras que los ciudadanos pueden hacer todo lo que no esté prohibido. Para tumbar la reforma con objeción presidencial fue necesario ampliar las facultades de los funcionarios públicos a las de los ciudadanos. En otras palabras, dar por hecho que el presidente puede objetar una reforma constitucional porque no existe una norma explícita en la normatividad jurídica que así lo prohíba. El otro punto polémico fue el hundimiento en sesiones extraordinarias del Congreso. La Constitución establece que los actos legislativos solo pueden ser “tramitados” en sesiones ordinarias. Frente a este obstáculo el malabar jurídico consistió en interpretar el verbo ‘tramitar’ como aplicable al voto para aprobar una reforma pero no al voto para hundirla. En la polarización que surgió entre los juristas alrededor de la nueva jurisprudencia para acabar con la reforma salieron a flote ejemplos extremos interesantes de cada una de las partes. Para convencer de la bondad de su causa, el gobierno esgrimió el argumento de qué pasaría si el Congreso decide restablecer la esclavitud a través de una reforma constitucional. ¿Tendría el presidente que quedarse con los brazos cruzados? Humberto de la Calle, con un ejemplo en sentido contrario, neutralizó ese raciocinio. Se preguntó qué pasaría si el Congreso aprueba una reforma constitucional que elimine la reelección presidencial. ¿Podría el presidente objetarla por inconveniencia? En las tres ocasiones en que se ha recurrido a la doctrina del mal menor, la mayoría de la opinión pública ha avalado el resultado final. En cuanto a las características excepcionales del procedimiento, el mayor consenso lo tuvo el plebiscito de 1957 y el menor el de la reforma a la Justicia de este mes. Pero aun en este caso no hay duda que los problemas que se hubieran presentado si la reforma hubiera sido promulgada habrían sido más graves que las reservas que ha generado el procedimiento utilizado. Lo preocupante no es tanto lo que ha sucedido en cada uno de los ejemplos analizados sino los precedentes que se crean. Ni Alberto Lleras, ni Laureano Gómez, ni Juan Manuel Santos tomarían decisiones que vayan en contravía de lo que ellos consideran los intereses del Estado. Pero nadie sabe quiénes y cómo serán los presidentes del futuro. Afortunadamente Colombia no ha sido un país propenso al ejercicio arbitrario de la autoridad como el de un Chávez.