A los primeros niños los sacaron del aula de clases poco antes de las diez de la mañana del pasado miércoles. Un puñado de hombres armados, vestidos de fusil y con botas de caucho, interrumpieron la explicación del profesor de matemáticas en la única escuelita del resguardo indígena Huellas, zona rural de Caloto, norte del Cauca, y tras una corta inspección visual seleccionaron a cuatro niños, todos entre los 12 y 13 años, y se los llevaron. Quince minutos después regresaron por dos más.

En total fueron seis. Los menores, que a esa hora entraban del descanso, apenas pudieron abrir sus cuadernos y hacer un par de ejercicios de números, cuando los hombres armados irrumpieron desesperadamente y los señalaron, como quien escoge ganado: “Usted y usted, dejen todo ahí que se vienen con nosotros”, les dijeron.

El profesor, aterrado por la escena, se quedó inmóvil, mientras le apuntaban con un arma corta en la cabeza. Nadie dijo nada. Los niños se levantaron, dejaron los morrales tirados en el piso, pues para donde iban no los necesitaban. Todos sabían que se los estaban llevando para la guerra. Y aunque esas escenas de reclutamiento forzado han sido habituales en esa zona del país durante los últimos dos años, en esta ocasión hubo un lamento generalizado, un grito desgarrador que sacudió las montañas del Cauca y llegó a oídos de la guardia indígena: “Se los llevaron, se los llevaron”, se escuchaba en todos los rincones. La guardia indígena desplegó una acción rápida para impedir que los menores raptados llegaran a su destino final.

En total fueron seis menores raptados por las disidencias de las Farc.

Rápidamente, informaron a las autoridades del municipio El Tambo, sur del departamento, ubicado a tres horas en carro de Caloto. Las experiencias anteriores demostraron que los niños reclutados siempre terminan en esa zona, donde se libra una violenta guerra entre disidencias de las Farc y el frente José María Becerra del ELN. En efecto, los hombres armados llegaron a El Tambo tres horas después, la guardia indígena les hizo frente y logró rescatar a dos de los seis niños secuestrados. Los otros cuatro fueron conducidos a las montañas del cañón del Micay, límites con Argelia. De ellos no se supo nada más. Se los tragó la guerra.

Eduin Mauricio Lectamo, coordinador de Derechos Humanos de la Asociación de Cabildos Indígenas del Norte del Cauca (Acin), asegura que cuatro de los menores son indígenas, los otros dos, campesinos. “Conocemos sus identidades, pero por seguridad no las podemos revelar”, dice.

En sus registros hay números desalentadores de reclutamiento de menores de edad por disidencias de las Farc en el norte del Cauca. La Acin ha recibido denuncias de 272 raptos, en diferentes espacios, durante los últimos dos años. Lo que pasó el miércoles es solo la punta del iceberg de un problema mayor: a los niños de las zonas rurales del Cauca los sacan de las escuelas, de sus casas, de las fincas y de donde sea necesario.

El miedo de las familias caucanas es que los menores crezcan y desarrollen un cuerpo capaz de cargar un morral de guerra y un fusil repleto de balas, porque inmediatamente pueden ser reclutados por estructuras disidentes, como la Dagoberto Ramos o la Jaime Martínez. En el Cauca no hay vergüenza para ejecutar maniobras de violencia, mucho menos respeto por los derechos humanos. “La situación sería mucho más delicada que eso, porque creemos que la cifra de menores reclutados en los últimos meses es más alta y los fenómenos son mucho más graves de lo evidenciado”, reseña Lectamo.

A los menores secuestrados los llevan mayoritariamente al sur del departamento, donde reciben entrenamiento militar.

Confirma que los 272 casos de menores reclutados por las disidencias fueron recogidos en un rastreo hecho en las comunidades, pero advierte que hay sectores donde no pueden acceder por las complejas realidades de seguridad.

Los sueños robados

Las identidades de los menores están protegidas para no vulnerar sus derechos. Sin embargo, sus sueños sí quedaron al descubierto tras el rapto. En sus cuadernos, regados por los pasillos y el salón de clases, hay algunas claves: uno de ellos quiere ser ingeniero agrónomo, según el más reciente ejercicio realizado en su clase de Ética.

“Me gusta el campo, los animales y quisiera vivir toda mi vida aquí, a pesar de todo lo malo”, se lee en uno de los fragmentos. Quizás, nunca imaginó que “todo lo malo” lo tocaría tan pronto. “Quiero ser guardia indígena”, respondió al mismo ejercicio otro de los secuestrados. ¿Qué pasará con ellos? Hay varias hipótesis, todas desalentadoras: “Seguramente, estarán en una zona de difícil acceso.

Allí recibirán entrenamiento, adoctrinamiento y amenazas de que si abandonan las filas los asesinan a ellos y a sus familias. Luego les darán un arma y los acreditarán como miembros de la estructura Carlos Patiño, que es la que delinque en esa zona”, dice un líder social de Caloto, que prefiere omitir su identidad. La vida de estos niños ahora son cifras. Números más gruesos de menores reclutados, dígitos –en crecimiento– de combatientes de las disidencias y, muy probablemente, estadísticas de futuras bajas en combates, pues una vez los obliguen a calzar las botas y el uniforme para una parte de la sociedad colombiana merecerán la muerte.

¿Quiénes se los llevaron?

No hay duda de que los hombres armados que irrumpieron en la escuelita del resguardo indígena Huellas, de Caloto, son miembros de la disidencia Dagoberto Ramos. Esta columna criminal opera en el nororiente del Cauca y es una de las más sangrientas estructuras que integran el Comando Organizador de Occidente, al mando de Gentil Duarte e Iván Mordisco. La columna Dagoberto Ramos se ha hecho célebre por sus continuos atentados con explosivos en los cascos urbanos de Corinto, Caloto, Toribío y Miranda, esa zona que algunos llaman el Triángulo de la Marihuana.

Los niños reclutados son transportados en vehículos hasta la zona rural del cañón del Micay, según ha podido establecer el Cric. | Foto: GUILLERMO TORRES

Igualmente, esa estructura disidente es la culpable de asesinatos selectivos y masacres contra altos directivos del Consejo Regional Indígena del Cauca (Cric), como el caso de las gobernadoras Cristina Bautista y Sandra Liliana Peña. Su actuar es despiadado. No tienen mediaciones ni puntos medios. Solo toman lo que necesitan sin importar el precio. El control criminal en el nororiente del Cauca es total; sin embargo, en el sur, con la filial Carlos Patiño, aún hay una guerra por librar. El Comando Organizador de Occidente agrupa a ocho columnas y cuatro frentes disidentes. Sus tentáculos se han extendido en Caquetá, Putumayo, Valle del Cauca y Cauca, que es su principal fortín.

En este último departamento, ya tienen el control del norte, donde se produce la marihuana tipo creepy, la cual es sacada por la región del Naya, Pacífico caucano; pero en el sur, donde están los mayores sembradíos de coca, aún no han podido hacerse con el control total. El epicentro de la guerra en el sur es el cañón del Micay, un vasto territorio rural que conecta el Pacífico –por pasos porosos– con municipios como Argelia y El Tambo, donde también hay presencia del ELN y del Clan del Golfo.

La columna Dagoberto Ramos, que apoya al frente Carlos Patiño en este conflicto, suministra materia prima desde el norte del departamento para ganar la guerra en el sur. Por eso, las denuncias de reclutamiento de menores de edad se han triplicado en los últimos meses. La guerra creciente en esta región del país necesita más manos, más elementos, no importa si apenas tienen 13 años y están en un aula de clases. No importa si sueñan con ser profesionales o campesinos honrados que le sacan provecho a la tierra. No importa nada. En los ambientes hostiles, también los sueños son arrebatados.