El guardia indígena Euliquio Pascal Rodríguez murió abaleado cuando regresaba de tomar un baño, cuentan las personas que recogieron su cadáver al pie del río que pasa por el sector La Brava, en el corregimiento de Espriella, zona rural de Tumaco. Al diminuto hombre de ojos rasgados y aproximadamente 42 años le dispararon en cuatro ocasiones. Seguramente no alcanzó a ver con claridad a sus asesinos, porque cuando ellos aparecieron se escondía el sol del miércoles 7 de octubre de 2020.
El cuerpo de Euliquio amaneció envuelto en costales a un lado de su casa de madera. Ninguno de los indígenas awás de ese resguardo se atrevió a emprender camino en la noche hacia Medicina Legal de Tumaco. En los 39 kilómetros que separan a ese corregimiento del casco urbano, hay presencia de al menos cuatro grupos armados que les declararon la guerra. No en vano, durante la pandemia de covid-19 han asesinado a 17 comuneros indígenas en varios sectores rurales de este municipio, según un subregistro que lleva la Unidad Indígena del Pueblo Awá (Unipa).
Desde ya hablan de un genocidio contra ese pueblo ancestral, que ha denunciado la presencia de actores armados en sus territorios. Según inteligencia militar, el lugar donde asesinaron a Euliquio queda muy cerca al corregimiento de Llorente, un paso estratégico que conecta por tierra a Tumaco con Ecuador y municipios del centroccidente de Nariño, como Samaniego y Túquerres.
Disputan la zona las disidencias de las Farc Oliver Sinisterra y Guerrillas Unidas del Pacífico, así como dos bandas que nacieron directamente en el narcotráfico: la FOU y los Contadores, esta última creada por José Albeiro Arrigui, alias Contador, un sanguinario narcotraficante, capturado en febrero cuando se movilizaba con 14 hombres rumbo a Caquetá. De Contador se sabe poco. Tiene 29 años y estuvo involucrado con el inicio de las disidencias Oliver Sinisterra y Guerrillas Unidas del Pacífico como financiador de la lucha para proteger su negocio ilegal. Hombre de pocas palabras, tras algunos malentendidos con los cabecillas de estas disidencias decidió conformar su propia estructura armada y plantarles cara. Se presume que los Contadores tienen más de 300 hombres bien armados y apoyados por carteles mexicanos.
Entre enero y febrero, junto con la Oliver Sinisterra, protagonizaron violentos combates en la subregión del triángulo del Telembí (Barbacoas, Magüí Payán y Roberto Payán). También, en el Consejo Comunitario del Río Chagüí, en Tumaco, y dejaron alrededor de 3.500 personas desplazadas, desaparecidos y un número sin determinar de muertos. En esas zonas se encuentran cultivos ilícitos, grandes cocinas en medio de la selva para convertir la hoja de coca en cocaína, fábricas de semisumergibles con los que sacan la droga a Centroamérica, vías fluviales y terrestres, y un total abandono estatal. Quien controla estos territorios controla el negocio. Y la disputa armada se reduce a una confrontación narcotraficante: para los grupos emergentes no hay ideologías políticas o sociales, solo los mueve ganar dinero.
En medio de esa lucha, quedan personas como Euliquio Pascal y los resguardos de indígenas awás, líderes sociales y defensores de derechos humanos, que quisieron mostrarle a Colombia lo que ocurre en el ala suroccidental del país. Pero sus gritos les costaron la vida.
Tres semanas antes de la muerte de Euliquio, asesinaron al líder social y profesor indígena Juan Pablo Prado, de 34 años, en el resguardo Piguambi Palangala, corregimiento de Llorente. Por esos mismos días, un enfrentamiento en las puertas del resguardo Inda Sabaleta dejó cinco indígenas muertos, tres más desaparecidos y amago de desplazamiento de 500 personas. La violencia gana cada vez más terreno en Tumaco.
Tregua de papel
A pesar de la crudeza de los enfrentamientos y asesinatos selectivos de civiles en zonas rurales de Tumaco, aún la violencia no llega a su punto máximo. Entre diciembre y enero, hubo más de 35 disputas armadas registradas, de hasta tres días, que dejaron a la población confinada y desplazaron a más de 4.000 personas. Por esos días, el horror se apoderó de veredas enteras: la comunidad revivió los momentos de miedo que marcaron esta parte del país entre 2001 y 2003 con la incursión de los paramilitares y la puja armada con las antiguas Farc. La cifra de desplazados es incierta, pero las secuelas aún son visibles. En el costado suroriental de Tumaco, se ubica el barrio Nuevo Amanecer. Un gran lote de casas en madera que parecen flotar sobre un mar de basura que traen las olas. Más de 7.000 personas que huyeron de la guerra hoy viven en pobreza extrema.
Los líderes sociales de este puerto nariñense advierten que, de no haber una rápida intervención, la espiral de violencia los golpeará de nuevo. “Eso es lo que no queremos repetir. Estamos en un ciclo de violencia que cada tanto deja muertos, desplazados y mucho dolor. Pedimos a los grupos armados que respeten la tregua”, explica un defensor de derechos humanos. Él y tres líderes viajaron en enero hasta la zona rural y lograron reunir a los cabecillas de las principales estructuras armadas. Les propusieron una tregua y delimitaron territorios para evitar nuevos enfrentamientos: la disidencia Oliver Sinisterra se quedó con el oriente, plena frontera marítima con Ecuador; los Contadores operan en el occidente, en el río Chagüí; y la FOU tiene hombres cerca al triángulo del Telembí. La zona urbana quedó exenta de cualquier dominio criminal.
“El pacto era no asesinar más en Tumaco ni extorsionar a los comerciantes”. Han cumplido la última parte a regañadientes, pero la delimitación del territorio en zonas rurales es insostenible. Los Contadores trataron de ocupar territorios de la disidencia Oliver Sinisterra y viceversa. Los hombres se movilizan por caseríos indígenas y pequeñas comunidades afros, que deben prestar sus viviendas y terrenos para que los criminales descansen. Quienes se niegan o denuncian se convierten en objetivos militares. Los indígenas awás están en esta última lista por su negativa a recibir a quienes llevan armas.
Las muertes de Euliquio, Juan Pablo y la lideresa Ana Lucía Bisbicús García –en Barbacoas– son un mensaje de miedo para disipar cualquier proceso comunitario. “Nosotros vemos que aún hay una esperanza para detener esta nueva guerra; nosotros somos cuatro líderes que tenemos toda la voluntad de ir hasta donde ellos nos digan y volver a reunirnos”, agrega el defensor de derechos humanos. Piden a la administración municipal y departamental recursos para llegar hasta los territorios afectados. Ellos tienen una fe ciega en que los violentos escucharán sus peticiones. Plantean el diálogo como último cartucho para mantener una paz imperfecta, que, por lo menos, les ahorre los muertos.