La muerte de la gobernadora indígena Liliana Peña Chocué fue como ella lo pronosticó: “A mí me van a matar, pero ustedes no se rindan”, dijo cuando tuvo en las manos el último panfleto amenazante, una semana antes de que pistoleros en moto le dispararan el martes 20 de abril en la vía Pescador-Siberia, en el municipio de Caldono, Cauca.
La amenaza venía de cocaleros y fue ejecutada por la disidencia Dagoberto Ramos, temible estructura que cuida los cultivos y tiene arrodillada, a sangre y fuego, gran parte del norte del Cauca.
Liliana Peña era su objetivo militar, como se vio en dos panfletos: uno fechado el 6 de marzo y el otro el 13 de abril. La Defensoría del Pueblo trató de evitar que las amenazas se cumplieran y emitió tres alertas tempranas dirigidas a la Alcaldía de Caldono, a la Gobernación del Cauca y a la Presidencia de la República. Nadie la protegió y los violentos cumplieron su palabra.
El ataque fue certero. Liliana había salido de su casa con el guardia indígena Aurelio Ull, encargado de transportarla en moto desde que ella se convirtió en gobernadora del resguardo Siberia-Laguna, en diciembre pasado. Eran las siete de la mañana cuando iban camino a la sede del cabildo para informar cómo marchaba el proceso de control territorial, con el que buscaban erradicar de su territorio los cultivos ilícitos. Pero dos sicarios en moto los alcanzaron 500 metros antes de llegar a la vía Panamericana y les dispararon. Liliana llegó herida hasta el cruce de Pescador y murió en plena vía Panamericana, donde hay una tropa permanente del Ejército que no vio ni escuchó nada. Aurelio sobrevivió, pero su pronóstico es reservado.
“A ella la mataron los narcos”, dice una de sus familiares en el velorio. Recuerda que Liliana era la primera gobernadora indígena de la familia Peña Chocué y su legado –eso quería– era dejar limpio de coca y marihuana el territorio. A principios de abril encaró a los cocaleros, les dijo que en asamblea extraordinaria la comunidad había decidido expulsarlos y quemar los cultivos; hubo un enfrentamiento de palabras que no pasó a mayores en ese momento.
“A veces era muy impulsiva y decía las cosas sin adorno, como le iban saliendo de la mente”, dice una de sus primas. Liliana no le tenía miedo a la muerte, temía más que con ello lograran intimidar a su comunidad, por eso dejó una especie de manifiesto para cuando no estuviera: “No se rindan, por favor”, repetía insistentemente.
Hay una conmoción contenida en su sepelio. Las personas se detienen sobre el féretro y dibujan una cruz con una vela blanca encendida que sostienen en la mano derecha; la cara de Liliana apenas se puede ver entre la cera que se derrama sobre el vidrio. El ataúd atravesado en la sala de su casa, como ella siempre quiso que fueran sus últimos instantes, se convierte en un confesionario de palabras no dichas, en un símbolo de rabia y dolor.
Clímaco Peña, su padre de 76 años, no se moverá del mismo punto: sentado en la esquina derecha de la casa, en un letargo extendido que escasamente le permite llorar sin ruido. “Siempre quiso ser gobernadora para ayudar a nuestra gente, pero vea lo que les pasa a las buenas personas”, dice.
Afuera están sus dos hijas, una pequeña de 6 años y otra de 13 que por momentos entran a mirar el cuerpo de su madre inmóvil en el ataúd. Liliana tenía 35 años, era madre soltera, desde muy temprano inició un proceso de liderazgo en la vereda Laguna, zona rural de Caloto, fue guardia indígena, luego consejera del Consejo Regional Indígena del Cauca (Cric), vocera de las comunidades nativas y desde diciembre, gobernadora de su resguardo.
Sus últimos días los dedicó a visitar fincas cocaleras para anunciar que esa práctica debía acabar, cinco días antes de su asesinato viajó a Bogotá a plantear el problema que afrontaban, hizo un informe de lo que halló, pero no lo alcanzó a socializar con el seno del cabildo, porque el día en que iba a hacerlo la mataron. En manos de quienes hicieron el levantamiento de su cadáver quedaron los documentos. En ellos decía que en las veredas Laguna, Siberia y Caimito, todas de Caldono, hay una fuerte presión de narcos ajenos a la zona para que campesinos les vendan o alquilen sus fincas para sembrar coca.
La presión la realizan por medio de la columna disidente Dagoberto Ramos, que es el perro rabioso de todo ese entramado criminal. Ellos custodian los cultivos y laboratorios, transportan la droga hasta el Pacífico caucano y libran enfrentamientos a muerte con otras estructuras como la también disidencia Segunda Marquetalia y el ELN por el control de la zona. Son amos y señores en los municipios de Miranda, Caloto, Toribío, Santander de Quilichao, Caldono, parte de la zona que colinda con Huila y Corinto. En este último explotaron un carrobomba el 26 de marzo, en inmediaciones de la Alcaldía; 24 personas resultaron heridas.
La Dagoberto Ramos hace parte del Comando Organizador de Occidente, una unión criminal que agrupa a por lo menos ocho disidencias de las Farc y está bajo el mando de Gentil Duarte e Iván Mordisco.
No es la primera vez que la Dagoberto Ramos atenta contra organizaciones indígenas. Datos de la Asociación de Cabildos del Norte del Cauca (Acin) indican que esta estructura ha sido la autora de más de 200 asesinatos contra comuneros y autoridades nativas desde 2016. Esta columna hace parte de ese brazo armado –y más radical– de las antiguas Farc que nunca se acogió al proceso de paz.
Inteligencia militar asegura que la Dagoberto Ramos recibe financiación de carteles mexicanos. Son despiadados y no tienen una línea de mando clara. No dialogan ni trazan reuniones en la selva como las extintas Farc, su comportamiento es más parecido a una gran banda de narcos con armas largas y conocimiento del territorio.
Los que mueren por el territorio
El asesinato de gobernadores indígenas no era algo común en el Cauca. El respeto por las autoridades ancestrales siempre fue un mandamiento inquebrantable para los grupos armados de antaño, pero la nueva violencia que se gesta en esta región del país no distingue entre bastones de mando, sino que dispara a matar a quien vaya en contravía del negocio ilegal, lo que demuestra que de las viejas estructuras no queda nada, todo es nuevo en esta tormenta de sangre.
Edwin Dagua, gobernador del resguardo Huellas de Caloto, fue el primero en advertir lo que se venía, quiso encarar a las nuevas disidencias para pedir el retiro de cultivos ilícitos, pero lo mataron el 7 de mayo de 2018.
En 2019, se inmortalizó en el Cauca la frase “si hablamos nos matan y si nos callamos también, entonces hablamos”, de la gobernadora indígena Cristina Bautista, que denunciaba permanente el naciente exterminio moderno de las comunidades ancestrales por oponerse al negocio del narcotráfico en sus territorios. A Cristina la mataron el 29 de octubre en zona rural del corregimiento Tacueyó, municipio de Toribío, junto a cuatro comuneros más. Una masacre que advertía lo que venía: plomo y más plomo para el que levante la cabeza en señal de protesta.
Los asesinatos no han parado desde ese momento. La gobernadora Liliana Peña lo sabía, pero no dudó en anticiparse a su destino cuando tuvo la segunda amenaza en las manos: “A mí me van a matar, pero ustedes no se rindan”.
Mientras el cuerpo de Liliana es velado, muy cerca a su casa se reúnen las 127 autoridades indígenas y diez pueblos que conforman el Cric para determinar qué hacer. La decisión final fue cumplir la misión de quienes ya no están, una minga hacia adentro para quemar todos los cultivos ilícitos. “Nos vamos de minga hacia adentro, el mensaje es claro: nos vinimos a quedar aquí; quien no vino preparado, pues prepárese, vamos a continuar el trabajo que dejó la gobernadora”, dice Hermes Pete, consejero del Cric, en medio de una multitudinaria asamblea extraordinaria.
Un día después llegarán a Caldono más de 20.000 indígenas de todos los rincones del Cauca. “En memoria de nuestra compañera se va a realizar el control territorial, solo los invitamos a que se pongan las botas y saquen sus peinillas, porque se prendió la minga hacia dentro”, dirá Pete.
En el primer control quemarán varios cultivos ilícitos en Caimito, a pesar de la resistencia de la Dagoberto Ramos, que recibirá a los indígenas con ráfagas de fusil, hiriendo a más de ocho comuneros. La minga apenas comienza.
La muerte de la gobernadora Liliana Peña rebosó la copa de un coctel de violencia que envenena al Cauca. Su asesinato, al parecer, es un punto de inflexión que podría desencadenar un baño de sangre si las autoridades no acompañan la cruzada indígena.