Antes de viajar, los infectados no superaban los treinta. El coronavirus había entrado, sin duda, a territorio español, pero a nadie parecía preocuparle. Era la semana del 6 de marzo y las medidas preventivas empezaron en las residencias de ancianos. Nada más. El transporte público funcionaba con normalidad, las tiendas y bares estaban abiertas, las calles repletas de personas. La vida en Madrid pasaba con normalidad, casi como si se ignorara la realidad. Se recomendaba lavarse las manos y usar antibacterial, todo con una vaguedad extraña. Así, el 6 de marzo, en medio de una situación que todavía no parecía muy preocupante, llené una pequeña maleta con pocas cosas, estaría de viaje ocho días. Tenía la certeza —ahora me parece ridícula— de que volvería una semana después.    Caminé hasta la estación de metro rodeada de personas afanadas por llegar puntuales a su destino, las mismas de siempre por las calles de Madrid. El metro estaba en su hacinamiento normal y absoluto. El aeropuerto recibía sin parar personas de todo el mundo que iban de aquí allá, tal vez pensando que el virus no era más que una gripa moderada que en semanas pasaría al olvido universal. ¿Quién iba a imaginarse la mutación abrupta de Madrid en un pueblo fantasma de calles abandonadas, enmudecidas, apagadas?

La vida de los madrileños no se alteró hasta que llegó una leve distancia: en los vagones del metro —por fin— se obligó a mantener un espacio prudente entre los pasajeros, la gente empezaba a temerle a la proximidad, al contacto. Según aparecían noticias de contagios en Europa, crecía el uso de tapabocas, pero aún quienes los usaban eran bichos raros, motivo de burla. El día que viajé, yo misma llevaba uno, acaban de traérmelo desde Colombia porque en Europa eran imposibles de conseguir. Al principio sentí vergüenza, sentí todas las miradas. En el avión no éramos más de cinco los que teníamos tapabocas. Decidí viajar a Portugal porque no había alarma en España, todo estaba bien, bajo control. Sabía que volvería. Las cosas cambiaron en un segundo —porque la vida cambia en un segundo, precisamente—, en un fin de semana pasamos de la tranquilidad absoluta al  apocalipsis. Mientras viajaba en una realidad casi fabricada en la que aún no parecía existir una pandemia, en la que todavía éramos libres y salir a las calles no era delito, la verdad aparecía en Europa. Los casos aumentaron desmedidos y la normalidad española paró de inmediato, ya no se trataba de mantener distancia en el metro, todo se decantó en la categoría sentenciosa de la vida o la muerte.

Desde entonces todo empezó a caer. La covid-19 se convirtió en el único tema de los medios de comunicación, de las redes, de las conversaciones cotidianas. No había momento en el que no se hablara del virus, ha sido una canción pegajosa y molesta. *** Era un viaje de una semana. Oporto, Praga, Viena y Budapest. Llevábamos días planeándolo y como vivíamos en una normalidad que ahora es casi imposible de imaginar, no veíamos razón alguna para cancelarlo. El 6 de marzo me monté en un avión rumbo a Oporto, Portugal. Regresaría a Madrid el 14 de marzo. Allí, interrumpiendo nuestra fantasiosa realidad, las noticias nos bombardearon. Estábamos en Praga. Mi celular estaba lleno de mensajes sin leer, imágenes de las últimas noticias de España. Habían cancelado las clases. En un principio me reí de todo, parecían exageradas las medidas que estaban tomando para 30 casos de coronavirus, pero las cifras habían crecido con una rapidez imposible, ridícula.

La semana transcurrió como la planeamos. Llegamos a Viena, luego pasamos a Budapest. La situación no era muy lejana a como estaba todo antes de irme de Madrid. Gente en las calles, restaurantes abiertos y algunos extraños con tapabocas. Se hacía difícil creer la situación aterradora de Madrid cuando habitábamos un paraíso que ignoraba el virus y su muerte. Horas después, la realidad fue temible. Se hablaba de cierre de fronteras dentro de la Unión Europea, se especulaba sobre cuarentenas obligatorias e incluso toques de queda. Esa sensación absurda de que todo era un chiste pasó al olvido, tuve miedo, me llené de incertidumbre. Éramos tres, dos que  vivían en Toulouse, Francia, y yo que vivía en Madrid. Tres jóvenes que viajaban solos, el sueño moderno cumplido. Decidí, a pesar de la incertidumbre, tomar esa pequeña maleta, perder el vuelo a Madrid y refugiarme en Toulouse. Había leído teorías, tenías hipótesis, miedos, ansiedad y una certeza: no quería estar sola.    *** Es  17 de marzo, ha pasado una semana y hay  11.000 contagiados, tengo náuseas, un nudo en la garganta, me ahogo. Miro, casi incapaz de respirar, como Madrid cae ante la pandemia. En Francia parece estar un poco más controlado. Todos encerrados como perros furiosos, como perros bravos que han mordido y deben pagar por lo que hicieron. “¡Estamos en guerra!”, repetía Macron en su discurso. “¡Estamos en guerra!”. Con esas palabras resonando en mi cabeza le doy vueltas a la situación y, con ellas, pasan con agresividad las escenas de película de terror, las imágenes de los medios, las historias del coronavirus, me quitan los últimos rastros de tranquilidad. Todo apunta a lo mismo: el pánico colectivo, la soledad en las calles, los mercados desabastecidos, las lágrimas, los contagios imparables aumentando exponencialmente, las muertes. Las reglas —“estamos en guerra”— ahora son más drásticas. Solo se puede salir a mercar, a hacer ejercicio o a sacar al perro. No más lejos de un kilómetro de la casa, no más de una hora, no más de una persona. Salir también es una tortura: las calles vacías, ver la prueba de que el virus se tomó la vida del mundo. Todo lo cotidiano ahora es ilegal.

Pero toca, toca de vez en cuando pisar campo minado —“estamos en guerra”—, salir a la batalla. Toca mirar a todos los lados en la calle, como niños pequeños. Se mira con recelo cada esquina abandonada, siempre con miedo. ¿Miedo a qué? Ni siquiera sé a qué le tememos tanto, solo estamos espantados todo el tiempo. Entro al metro y es gratis. Se siente como una amenaza, un arma de doble filo que te deja sin alternativa. ¿En serio te atreves a entrar? Siento que me diría, burlón, si pudiera hablarme. El metro está solo. Hace poco empezó la primavera pero los días están grises, parece que vivimos en el frío del invierno. En la estación suena música. Seguro siempre había estado, pero antes el ruido del tumulto no dejaba escucharla. Hoy, en el silencio absoluto, es lo único que puedo oír. Aquí estamos, esperando. Antes, debíamos irnos a las últimas puertas para alcanzar a entrar. Ahora estamos solo nosotros, la música y el metro. *** Han pasado 30 días desde que salí. Es 8 de abril y voy por la cuarta semana de cuarentena. Los casos en Madrid aumentaron a 42.450 y las muertes a 5.586. En Colombia están cerradas las fronteras hasta finales de abril y yo sigo en Toulouse esperando. Siempre en una rutina, es como si viviera el mismo día, el mismo día que no deja de repetirse. Sin noción del tiempo, son las pastillas anticonceptivas las que me recuerdan el día de la semana. Permanezco en una lucha constante con los pensamientos negativos, con el miedo, con la ansiedad. Es una guerra conmigo misma, una guerra donde lo que está en juego es mi cordura. No es fácil esperar sin fecha límite, sin resultados, sin información. No es fácil esperar sin saber un rumbo, sin tener un plan. Nada cambia, nada mejora, los países se ahogan por culpa del caótico bicho, y no saben qué hacer. No saben qué hacer y yo tampoco, yo menos. Aquí me quedo, supongo. Aquí me quedo esperando. Hoy 8 de abril de 2020, en Toulouse Francia, lo único que sé con certeza es que mañana será el mismo día.