Por: Karen Gritz RoitmanCuando Deivinson López llegó a Bogotá, luego de un viaje de dos días y medio en bus, no pudo contener las lágrimas al ver las estanterías llenas de pan. En la tierra que dejó atrás –Aragua, Venezuela- estos locales solo anuncian su escasez con inmensos letreros que gritan “aquí no hay harina ni pan”. Por eso decidió decirles adiós a su hijo de un año y medio, a sus hermanos y a la mujer que lo hace sonrojar: todo con tal de volverles a gastar el ‘panecito de las diez’.No viajó solo. Su cuñado Michael Maluenga y su hermano Wilkenson lo acompañaron en aquel camino que tenía como destino final Cúcuta. Trazaron la ruta hace dos años: pasaron por San Cristobal, San Antonio, Cúcuta y terminaron por casualidad en los límites rojos del barrio Santa Fe, en la capital colombiana. Allí los tres mosqueteros encontraron un cuarto para dormir, una cama sencilla para compartir y un pan diario para sobrevivir.Ninguno planeaba ir a ver al papa, pero aun así estuvieron desde temprano en la calle 26 esperando su llegada. Todos traían un manojo de banderas de Colombia y el Vaticano para la venta, gorras, y unas ojeras que hablaban del turno que hicieron la noche anterior en el autolavado que los empleó hace meses.Por el jabón y el agua fría tienen las manos resecas y quemadas. Trabajan todas las noches en la carrera 30 con calle 3 limpiando uno que otro carro y fue ahí donde conocieron al señor que les encargó vender las banderas en el histórico 6 de septiembre. Esos pesos extra serían los de mandar a Venezuela; sin embargo, las ventas de aquel primer día no superaron los 20.000 pesos.Con cada bocado que se lleva a la boca, Michael recuerda a su esposa y a sus dos hijos y no puede evitar sentir culpa: “me cuesta comer y pensar en que ellos están pasando hambre”, dice. Sin embargo, esas ganas de volverlos a ver y de llevarlos al río cada fin de semana es lo que lo mantiene firme en la ciudad que ya no le resulta tan desconocida.Ahora todos viven en el barrio San Francisco, en una casa en la que no les golpean la puerta del baño cuando tardan más de diez minutos. Tienen su propia cocina y hasta un equipo de sonido. Y por eso se sumó al grupo Junior Rodríguez, a quien se le aguan los ojos con solo recordar lo que fue alguna vez su tierra venezolana: “éramos felices y no lo sabíamos”, recalca el cuarto mosquetero.Son una familia joven: ninguno supera los 30 años de edad. No fuman, comparten cada papa que hay en un paquete, ríen por los mismos chistes y tienen un único sueño: reencontrarse con su gente y ver por las calles de su tierra los perros gordos que se pasean por aquí.