A comienzos de 1991, los fríos números daban cuenta del asesinato de al menos 550 policías, principalmente en las calles de Medellín. Para Pablo Escobar, las vidas de esos colombianos eran eso, cifras. Por cada agente pagaba dos millones de pesos, y por cada oficial, cuatro millones. Esa repartija era la respuesta a la muerte de su primo y socio Gustavo Gaviria, abatido por el Cuerpo Élite de la Policía en agosto del año anterior. Escobar completaba casi una década de guerra contra el Estado colombiano, que ofrecía una recompensa de 2.700 millones de pesos por él.
Su filosofía de “plata o plomo” se había extendido por todo el país y su nombre producía escozor. Aunque sus enemigos solían tener nombre y apellido, había uno al que no le daba tregua: la extradición. Por años se ha dicho que esa idea de pagar cárcel en Estados Unidos pudo ser la razón por la cual Escobar supuestamente patrocinó la sangrienta toma del Palacio de Justicia en 1985, mandó asesinar a Luis Carlos Galán, quien sí creía en este mecanismo, y atemorizaba a los miembros de la Asamblea Nacional Constituyente.
En 1990, tras un año de una cruenta guerra del Estado contra los llamados Extraditables, César Gaviria expidió el decreto 2047 de sometimiento a la justicia, con el que ofreció garantías y rebaja de penas a los narcos que se entregaran, confesaran sus delitos y colaboraran con la justicia. Con ese marco jurídico, socios de Pablo Escobar como los hermanos Fabio, Jorge Luis y Juan David Ochoa Vásquez fueron recluidos con ciertos lujos en la cárcel de máxima seguridad de Itagüí. Escobar abrió la puerta de su entrega en los primeros meses de 1991, cuando había perdido el apoyo de los extraditables y veía cómo sus hombres de confianza caían en los cercos policiales. Además, libraba una batalla contra el cartel de Cali, capaz de bombardear el edificio Mónaco, donde vivía su familia.
En abril, cuando Maruja Pachón y Pacho Santos eran los últimos dos secuestrados en poder de Escobar, una persona, cuya identidad nunca ha sido revelada, buscó al padre Rafael García Herreros, famoso por su programa de televisión El minuto de Dios, y le confesó que la única posibilidad para la entrega del jefe del cartel de Medellín era con la mediación del sacerdote. “Nunca supe quién fue esa persona. Él (padre García Herreros) fue muy discreto. Tuvo una reunión en Bogotá, en una finca, y ahí alguien lo abordó para decirle que trabajara en un bien mayor para que Pablo Escobar se entregara. Hasta donde yo sé, es un secreto. He visto papeles y documentos, pero no hay mención concreta de quién fue esa persona”, le dijo a SEMANA el padre Diego Jaramillo, quien asumió la dirección del Minuto de Dios tras la muerte de García Herreros.
Por eso, en la noche del jueves 4 de abril, el padre de la ruana blanca pronunció la famosa oración al mar de Coveñas. “Tú que guardas los secretos, quisiera hablar con Pablo Escobar, a la orilla del mar, aquí mismo, sentados los dos en esta playa. Me han dicho que quiere entregarse. Me han dicho que quiere hablar conmigo. ¡Oh, mar!, oh, mar de Coveñas a las cinco de la tarde, cuando el sol está cayendo. ¿Qué debo hacer? Me dicen que él está cansado de su vida y con su bregar, y no puedo contárselo a nadie, mi secreto. Sin embargo, me está ahogando interiormente…”. Pablo Escobar, que tenía como rutina ver los dos noticieros de las siete de la noche, escuchó el mensaje de García Herreros antes de que este encomendara en manos de Dios “el día que ya pasó y la noche que llega”.
El padre no se quedó a la espera de una respuesta del capo, por lo que decidió viajar a Medellín para entrevistarse con Fabio Ochoa, el patriarca de ese clan. Don Fabio, como lo llamaban, llevó al sacerdote a la cárcel de Itagüí para presentarles a sus hijos. “Quiero hablar con Pablo”, y con su puño y letra, el padre escribió un mensaje que Escobar respondió, también en un manuscrito de cuatro páginas, en el que manifestó su confianza en el cura y planteó varias exigencias al Gobierno para entregarse. Entre ellas, que se sancionara a los miembros del Cuerpo Élite que habían abatido a su primo Gustavo Gaviria, a quien –según Escobar– se le habían violado los derechos humanos en el operativo que acabó con su vida.
Cuando muy pocos conocían aquel intercambio epistolar, García Herreros y el presidente Gaviria se encontraron por casualidad en un pabellón de Corferias, en plena Feria del Libro. Tras una breve mención, el padre se reunió, días más tarde, con Rafael Pardo, entonces consejero para la Seguridad, quien fue el primero en conocer el propósito del sacerdote para lograr “la pacificación del país”. Pardo solo se limitó a contarle a Gaviria la conversación que tuvo con el padre, pero no se comprometió con ningún resultado. A comienzos de mayo, García Herreros recibió un mensaje en el que reclamaban su presencia en la hacienda de Fabio Ochoa. Viajó en compañía de su contacto, y allí esperó la llamada de Escobar. “Tenía tanto miedo que tenía la esperanza de que no me contestara”, confesó el sacerdote en aquel momento a SEMANA.
El padre estaba recostado en una de las habitaciones cuando un joven llegó a recogerlo en una camioneta lujosa. Escobar le reiteró su deseo de entregarse, pero le dijo que temía ser asesinado en la cárcel, por lo que se negó a ser recluido en Itagüí, donde estaban presos sus socios, los Ochoa. El capo reveló que los secuestrados estaban bien y que pronto serían liberados, también aclaró que los asesinatos de los candidatos de izquierda Jaime Pardo Leal, Bernardo Jaramillo y Carlos Pizarro no los había ordenado. La conversación duró 45 minutos. A su término, García Herreros impartió una bendición a Escobar y a su séquito, quienes la recibieron de rodillas y con escapularios en la mano. La parábola del “pastor y la oveja negra” dividió al país.
De un lado, hubo quienes condenaron a García Herreros por tener contacto con el peor criminal del momento. De otro, lo aclamaban como candidato para el Nobel de Paz. La entrega se venía cocinando desde noviembre de 1990, pero los temores de seguridad de Escobar ya eran ampliamente conocidos. Por eso, el alcalde de Envigado, Jota Mario Rodríguez, ofreció su colaboración para el éxito de la entrega de los extraditables. Puso a disposición del Gobierno un terreno de tres hectáreas, situado en la vereda la Catedral, donde se construía el Claret, un centro de rehabilitación para drogadictos. El entonces viceministro de Justicia, Francisco Albeiro Zapata, visitó la construcción y le dio el aval.
En mayo, y a marchas forzadas, 60 obreros trabajaron en esos más de 1.800 metros cuadrados. El contrato que dio inicio a las obras tenía una cláusula bastante peculiar: “No tendrá acceso ninguna autoridad policial o militar a la parte interna del establecimiento carcelario...”. Escobar aseguró así estar detrás de la construcción de la Catedral. En lo más empinado de una colina, la cárcel estaba guarecida en su parte posterior por un monte de densa vegetación de pinos, que lo hacían inhóspito e infranqueable. Se llegaba por una empinada y angosta carretera de 14 kilómetros desde el casco urbano de Envigado, en un recorrido de 40 minutos en campero. El primer retén era una puerta de guardia enmallada, custodiada por la Policía Militar. La malla estaba electrificada con 4.000 voltios y cualquiera que la tocara se electrocutaba.
Se dispuso también un cordón de feroces perros antiexplosivos, cerco que custodiaban guardias del Inpec. El edificio, además, tenía un techo de acero para evitar bombardeos. Todo estaba dispuesto para que la entrega se produjera el 18 de mayo de 1991, pero dos episodios la frustraron. Primero, el origen del designado director de la Catedral, Jorge Pataquiva, oriundo de Girardot, y de sus guardianes, todos de Cundinamarca. El jefe del cartel de Medellín pretendía que todos sus custodios fueran antioqueños. Y segundo, el discurso que pronunció el padre García Herreros en El minuto de Dios del 7 de mayo, que dedicó un sermón para reprender a Escobar a quien, incluso, calificó de “lector de pornografía”. El capo entró en ira y revirtió su decisión. “Esa fue una equivocación. El padre empezó diciendo que no hablaría ni de Escobar ni de la entrega y siguió hablando de Dios y de lo malo de la pornografía, pero Escobar creyó que era un regaño para él. Eso casi daña la entrega. Después Escobar supo por el propio padre García que lo que se dijo en ese momento no era para él”, recordó a SEMANA el padre Jaramillo.
Para superar el impasse se hizo una reunión en La Loma, una de las haciendas de Fabio Ochoa. Asistió el padre García Herreros, que le atribuyó el malentendido a una mala edición del programa. Escobar aceptó las disculpas y le exigió al padre que las hiciera públicas. Y el proceso de entrega de Escobar volvió a su cauce. En la segunda semana del mes de junio, dos de sus sicarios más cercanos, Popeye y el Mugre, se entregaron y fueron recluidos en la Catedral. Al mediodía del 19 de junio, la Asamblea Nacional Constituyente, tras una votación de 51 contra 13, decidió prohibir la extradición. Ese instrumento, instaurado desde 1983, fue abolido con dos argumentos: el ejercicio de la soberanía y el fortalecimiento de la justicia colombiana. “Unos pocos fletados, la mayoría por presión o por miedo, eso es cierto. De manera que en ese sentido, libérrimas no fueron como debieron haber sido y como lo fueron todas las demás decisiones que se tomaron en la asamblea”, recordó a SEMANA el exconstituyente Juan Carlos Esguerra.
Además, indicó que “las exposiciones que hacían, por ejemplo, quienes, filosófica y jurídicamente, estaban convencidos de que no debía haber extradición, que una persona no podía ser juzgada por jueces y conforme a leyes ajenas a las de su país. Me parece una postura respetable, fueron unos discursos muy serios y muy bien jalados”, dijo Esguerra.
Mientras los constituyentes adoptaban esa decisión, el negociador Alberto Villamizar y el padre García Herreros estaban en Medellín para coordinar la entrega de Escobar. Hacia las cuatro de la tarde, y por instrucción del Gobierno, el espacio aéreo del Valle de Aburrá fue cerrado. La decisión facilitó el sobrevuelo de un helicóptero que partió de la Gobernación de Antioquia hacia un paraje rural contiguo a la zona de El Poblado, en la capital antioqueña. Escobar había dicho que si a las 5:15 de la tarde no aterrizaba el helicóptero, se iba. Pero el itinerario se cumplió. A la hora prevista, Escobar subió a la aeronave, les dio la mano a Villamizar y al padre García Herreros y minutos después aterrizó en el interior de la Catedral.
Allí le entregó su arma a Pataquiva, se abrazó con su madre, Hermilda Gaviria, y su esposa, Victoria Henao, a quienes llevaba meses sin ver. Tras una charla de una hora con el periodista Alirio Calle, director del noticiero de Teleantioquia, Escobar quedó por fin tras las rejas. A las 9:30 de la noche leyó un comunicado que dio la vuelta al mundo. En la Casa de Nariño, el presidente Gaviria se convertía en un personaje internacional. Al filo de la medianoche concedió una entrevista al periodista Ted Koppel, de la cadena norteamericana ABC. Pasó también por Today Show, de la NBC. Se calcula que en el mundo entero 180 millones de televidentes vieron al presidente colombiano dar el parte de victoria tras llevar al temible narco a la cárcel.
Para muchos no era un hecho como para echar cohetes, pues consideraron que el que se había entregado no era Escobar, sino el Estado colombiano. Pero la conveniencia o no de que el Gobierno hubiera cedido solo podía medirse bajo un parámetro: el de los resultados. Y Escobar, tras una década de guerra declarada contra el Gobierno, por fin estaba tras las rejas. Rafael Pardo, exministro de Defensa y a quien le estalló el escándalo de la Catedral, le dijo a SEMANA que la entrega de Escobar fue “el triunfo de la política de sometimiento a la justicia”. Para Jorge Lara, hijo del ministro Lara Bonilla, uno de los primeros huérfanos que dejó la guerra de Escobar, la entrega del capo no fue más que “un simple falso positivo”, tal como se lo dijo en diálogo a esta revista, 30 años después de la noticia que vio en Suiza, junto a su madre, en pleno exilio.
Parecía que la pesadilla había terminado, pero solo se prolongó. Meses más tarde, quedó al descubierto la lujosa mansión que resultó ser la Catedral y todos los excesos y excentricidades que se permitían sus reclusos. El Patrón incluso asesinó allí a algunos de sus socios, sin el mayor reparo de la guardia. “Escobar usó al padre García Herreros y le mintió. El padre creía que Escobar, como todos los católicos, merecía una segunda oportunidad, pero se equivocó en creer tanto en Pablo Escobar, en pensar que iba a cambiar. El tiempo le demostró lo contrario”, considera, 30 años después, el padre Jaramillo.
Un año y un mes después de su entrega, y cuando el Gobierno decidió trasladarlo a una guarnición militar en Bogotá, Escobar y sus hombres de confianza escaparon de la Catedral, corriendo unos ladrillos, en la madrugada del 22 de julio de 1992. Ese capítulo, el de la cárcel de máxima seguridad de Envigado, aún tiene muchas preguntas sin resolver tres décadas después.