Don Enrique Rodríguez tiene los ojos grandes. Y no es para menos: una pena incesante se le anidó en ellos desde las 11:40 de la mañana del 6 de noviembre de 1985. Ya hará veinte años de ese día en que 35 guerrilleros irrumpieron en el corazón de la república y ocasionaron el macabro genocidio del que fueron víctimas alrededor de cien colombianos y un extranjero. Cien muertos mal inventariados, como el grueso de ese suceso. Pero con todo y el modo siniestro de sus muertes, y el desconocimiento del número exacto de éstos, con suertes menos desventuradas para la posteridad que la corrida por 11 inocentes víctimas a las que “ha sido imposible encontrar vivas o muertas. De ahí su denominación de desaparecidos”[i], personas de las cuales existen irrefutables constancias de que se hallaban en el improvisado patíbulo a la hora de la toma. De ellos los honorables congresistas de la época sugirieron que “se esfumaron”, y a partir de entonces a ese grupo alado que la desgracia convocó se le ha llamado “Los desaparecidos del Palacio de Justicia”. Carlos Augusto Rodríguez Vera, el hijo menor de Enrique Rodríguez Hernández, es uno de ellos. Para el momento de la toma se desempeñaba desde hacía cuatro meses como administrador de la cafetería-restaurante ubicada en la primera planta del Palacio de Justicia. Era de contextura robusta, como su padre, y tenía a la sazón 29 años de edad y una hija llamada Alejandra, de 32 días de nacida; su esposa, Cecilia Saturia Cabrera Guerra, que colaboraba en el negocio como cajera, se hallaba el día de la toma en licencia por motivo del alumbramiento. Ella fue, a pesar de su estado convaleciente y de los anillos de seguridad y las restricciones oficiales en la zona, uno de los pocos particulares que lograron ingresar al Palacio luego de haber sido consumada la hecatombe. Entró el 9 de noviembre alrededor de las 10 de la mañana. Iba, como es buena costumbre de las mujeres, en busca de su esposo. Pero lo único que encontró referente a él –detrás de una cortina, en el baño del primer piso– fue la llave de seguridad de la caja registradora y, en el piso, junto a ésta, un documento en el cual constaba que Carlos Augusto trabajaba en la cafetería. “Todo quemado”, eso significa la palabra de origen griego Holocausto (olos, todo; kauso, quemar) y así fue como terminaron el Palacio y el compendio de archivos allí consignados, excepto el de la Sección Tercera de la Sala Contenciosa Administrativa y el archivo muerto de la Corte y del Consejo de Estado en el sótano del edificio, además de la cafetería. Llama la atención particularmente el relativo buen estado en que se encontró la cafetería: las sillas del salón principal estaban “en su orden de costumbre”, como solían estar dispuestas para servir los almuerzos al medio día, sobre algunas incluso reposaban aún solícitos pocillos de café y vasos de jugo. Cecilia encontró la caja saqueada al igual que los bolsos de las empleadas, sin ningún documento de éstas. Las gaseosas –aproximadamente 400–, gelatinas, bebidas lácteas y cervezas habían sido consumidas, pero no se observaban manchas de sangre o indicios de violencia diferente al saqueo mencionando. Carlos Augusto y Cecilia se habían conocido en Pasto, donde desde muy joven él trabajó ocupando diferentes puestos en corporaciones bancarias. Cecilia, por su parte, era economista titulada. Decidieron trasladarse a Bogotá con el ánimo de mejorar su situación laboral. En la capital, ocupada entonces por un poco más de cuatro millones de habitantes, estaba establecido don Enrique en ejercicio de su profesión de abogado y fue por intermedio de él que Julio Efraín Meneses Franco, quien tenía adjudicada la cafetería desde 1984, le propuso al joven matrimonio la gerencia del negocio. Aceptaron. Y Carlos, a la par que administraba el negocio, cursaba el segundo año de estudios de derecho en la Universidad Libre. En el momento de la toma además de él trabajaban en la cafetería siete empleados más, todas personas humildes, de esas a las que se refiere el poeta Antonio Machado en una tarde reunidas: “Son buenas gentes que viven, /laboran, pasan y sueñan, /y un día como tantos, /descansan bajo la tierra”. El hijo de María de Jesús Hernández se llamó Bernardo Beltrán Hernández. “Pequeña María”, la llamó él cuando le contó que después de superar los dos meses de prueba le habían concedido oficialmente el puesto de mesero en el Palacio. Se había formado para este oficio cursando durante un año el programa de bar y restaurante en el Sena, y lo había alegrado mucho la reciente vinculación a la planta de la cafetería del Palacio, pues le agradaba trabajar donde asistieran personalidades. La familia Beltrán Hernández vivía al occidente de la ciudad, en Fontibón; de allá partió Bernardo, de 23 años y sobre las 8 de la mañana de ese aciago 6 de noviembre. Fue la última vez que su madre lo vio “vestido con un pantalón de pana beige, camisa manga corta de cuadros pequeños, saco color verde manzana, medias blancas, zapatos negros y su morral de lona donde llevaba una camisa blanca, primorosamente planchada por él mismo; listo para cambiarse en el trabajo”[ii]. Así son las madres, ellas no tiene hijos sino ilusiones. Del extremo sur de Bogotá, y un poco más temprano, salió hacia su desdichado sino Héctor Jaime Beltrán Fuentes. Vivía en Soacha rodeado de mujeres: cuatro pequeñas hijas; su esposa, Pilar Navarrete, y su suegra, “Mamá Teíta”. Veinte años tenía Pilar aquella mañana cuando despidió por última vez a Jimmy, como le llamaban en casa; él era diez años mayor. Obra el amor ciertas situaciones en contravía de la sensatez, de tal calibre fue su matrimonio celebrado hacía cuatro años: ella siendo una quinceañera, él sobre unos zapatos que le impidieron arrodillarse en los momentos reverenciales de la ceremonia a merced de ocultar las abolladuras en las plantas. Jimmy, al igual que Bernardo, servía como mesero en la cafetería. Cristina del Pilar Guarín Cortés tenía un futuro prometedor. Con 26 años era licenciada en Historia y Geografía de la Universidad Pedagógica, y dado el carácter hacendoso que la distinguía, había aceptado trabajar temporalmente como cajera en reemplazo de Cecilia, la esposa del administrador; entre tanto adelantaba diligencias en el Icetex para lograr una beca que le permitiera cursar una especialización en España. Amaba la lectura, la literatura en particular, y gustaba del inglés y el francés, idiomas que estudió. Le auguraba un futuro menos promisorio a Luz Mary Portela León, aunque ambas compartieron el azar de estar en la mala hora en reemplazo de otras. Luz Mary, una joven de 26 años –nadie se podía imaginar que el 6 de noviembre no convendría rondar esa edad– estaba en el Palacio sustituyendo a su madre, Rosalbina, que yacía enferma en casa. Su labor en la cafetería era la de lavar los platos. Luz adelantó estudios hasta quinto de bachillerato; en casa era como una mamá para sus hermanos menores, quienes la añoran como “a la madre que los crió y que un día se fue sin razón y por voluntad ajena”[iii]. La cocina estaba a cargo del chef David Suspes Celis, que laboraba en la cafetería del Palacio desde las 8 de la mañana hasta las 4 de la tarde, y luego, una hora más tarde, atendía otro puesto en la sección delikattessen del almacén Carulla, hasta las 11 de la noche. Rutina que cumplía por igual sábados y domingos. Era un hombre consagrado al esfuerzo a fin de asegurar un grato porvenir para su familia. La esposa de David, Luz Dary Samper, de 24 años entonces, había sido desde los 15 su novia. Ella no había tenido en la vida otro novio, otro amor. Tenían una pequeña hija a la que, producto de un imperfecto anagrama surgido del nombre de su esposa, David llamó Ludy Esmeralda. Dado que a la pequeña Ludy le aquejaba entonces una desviación ocular, que requería de constante cuidado y tratamiento, el chef del Palacio había acordado con su esposa que ella abandonaría por un año su trabajo y sus planes de estudio para atender tiempo completo a la niña. También trabajaba en la cocina, como auxiliar, Ana Rosa Castiblanco, que para entonces tenía siete meses de embarazo. Ella deseaba tener una niña para así quedar con una parejita, ya que era madre de Raúl Oswaldo Lozano, un niño de cuatro años. Convivía en unión libre con Luis Carlos Quintero, su compañero desde hacía algunos años. El padre de Ana Rosa, que vivía en Anolaima, no supo de la desaparición de su hija sino al cabo de un mes de ocurrida, pues la familia se lo ocultó ese tiempo, en procura de que no experimentara emociones fuertes, ya que sufría de trombosis. Dos meses de penosa vida le restaron al señor Castiblanco, luego de enterarse de la terrible noticia. Como consecuencia de un ataque murió el 2 de febrero de 1986. Además de compañera de trabajo, Gloria Stella Lizarazo Figueroa era una gran amiga de Ana Rosa. Se la llevaban muy bien e incluso cuando se presentaba la oportunidad iban juntas a Anolaima a visitar los padres de ésta. Dura brega le correspondió por vida a Gloria Stella. Con 15 años de edad ya había sido abandonada por el que tuvo por esposo y que le duró apenas un año; dos años más tarde dio con Carlos Ospina, convivieron un largo período el cual fue nutrido por cuatro hijos: tres niñas y un niño; luego, él “se desvinculó totalmente del hogar”. Dependían entonces exclusivamente del trabajo de Gloria Stella sus cuatro hijos, ella era la encargada del autoservicio de la cafetería y llevaba trabajando allí cerca de tres años, era de las más antiguas. En ocasiones, Gloria Stella contaba con la colaboración de su madre, que cuidaba de los niños mientras ella trabajaba. Cuando su abuela no los acompañaba, los niños se quedaban solos y al medio día calentaban y servían el almuerzo que su madre les dejaba listo. A las 6 de la mañana tenía por costumbre salir para el trabajo Gloria Stella, llegaba ya de noche y se ocupaba entonces de los quehaceres domésticos. A partir del 6 de noviembre, nada de ello volvió a ocurrir así nunca más. A los empleados formales de la cafetería hay que agregar otras tres desgraciadas personas, que también constituyen el ominoso grupo de inocentes víctimas civiles desaparecidas. Una es la proveedora de tortas y pasteles del establecimiento, Norma Constanza Esguerra. Se trataba de una mujer de talante emprendedor y gran belleza. Con estudios en derecho internacional y diplomacia, recientemente había aventurado crear su propia empresa de pastelería, industria casera que germinaba con el apoyo de familiares. El cumplimiento de un pedido la llevó al desdichado teatro de la desgracia, lo que significó, a la postre, para su pequeña hija Débora, su ausencia definitiva, y para sí, además de eso, la jamás realización de la idealizada Pastelería NEF. Lucy Amparo Oviedo de Arias, casada y con dos hijos pequeños, hacía parte de los 380.000 desempleados que deambulaban por Colombia, siendo este país de 30 millones de habitantes, ese 6 de noviembre. Lucy fue al Palacio para cumplir una cita relacionada con la posibilidad de encontrar empleo; dado que tenía tal convicción de que pronto encontraría un buen cargo, recientemente había adquirido la adjudicación de una vivienda en la urbanización Techo y planeaba iniciar la carrera de abogacía en la Universidad Externado de Colombia, proyectos para siempre truncados por la ausencia de la protagonista. Con 30 años, Gloria Anzola de Lanao ya había realizado esos planes: era reconocida por su título y su vocación en abogacía, carrera que ejercía, aunque desde hacía un año ésta había pasado al segundo plano de su vida, pues el más distinguido había sido ocupado por su hijo Juan Francisco. Gloria, como lo hizo el acicate de la desgracia, entró al Palacio por el sótano ya que acostumbraba guardar allí su vehículo. El automóvil de la prestante abogada fue encontrado, debidamente estacionado y cerrado con llave, en el parqueadero del Palacio, como ella solía dejarlo. Un pequeño saco del bebé de Gloria reposó dentro del carro mientras afuera, “en la convulsa vida de los colombianos”, inciertas acechanzas envolvieron a ésta junto a diez más, y despojó a todos por igual de los extremos de su ser: su dignidad humana y su esencia material. El misterio de los empleados de la cafetería se inicia desde los primeros momentos de la sangrienta toma, dado que algunos guerrilleros, para copar pronto todo el edificio, ascendieron por la escalera interna con que contaba el establecimiento. Dicha escalinata comunicaba el primer piso, donde funcionaba el negocio, con el sótano y con el segundo y el tercer piso del Palacio. Por medio de la escalera se ingresaban desde el sótano los elementos de consumo y se atendían los requerimientos de alimentación que los magistrados solicitaran a sus oficinas. La fracción mayoritaria del comando guerrillero que ejecutó la toma se desplazó por la carrera octava virando violentamente hacia los parqueaderos internos del Palacio. Irrumpieron por la puerta vehicular que da acceso al sótano; ingresaron en tres vehículos ejecutando una rápida acción plenamente calculada. Desde ese momento, el traqueteo constante de una tremenda balacera y las detonaciones monótonas fueron llenando todos los ámbitos del majestuoso edificio. En el momento del ingreso, fueron asesinados los vigilantes Eulogio Blanco y Gerardo Díaz Arbeláez, simples empleados de la firma Cobasec Ltda., contratista de la vigilancia. Los asaltantes, inmediatamente descargaron el copioso armamento, procedieron a ocupar posiciones estratégicas. Sincrónicamente actuaron otros insurgentes que, haciéndose pasar por abogados diligentes, habían ingresado previamente al Palacio. Con las primeras detonaciones procedentes del sótano éstos desenfundaron las armas cortas que secretamente portaban e intimidaron y redujeron a los presentes. En la parte exterior de la entrada de la cafetería se hallaba en ese momento Eduardo Matzon Ospino, aguardando allí a que su compañera, Yolanda Santodomingo, entrara al baño del establecimiento; ambos eran estudiantes de derecho en la Universidad Externado de Colombia y se dirigían hacia la oficina del doctor Urrego. “En ese momento –narró Eduardo– del interior de la cafetería se oyó el comienzo de la balacera, y una mujer vestida de traje sastre azul, que se hallaba dentro de la cafetería, sacó un revólver e intimidando a quienes nos encontrábamos dentro o cerca de la cafetería, dijo: ‘Contra la pared todo el mundo…’ como a unas 12 o 15 personas que habíamos allí… llegó en ese momento cerca a nosotros un guerrillero que nos dijo: ‘Tranquilos, muchachos, que no les va a pasar nada, somos del M-19 y nos vamos a tomar el Palacio’ ”[iv]. Yolanda, despavorida con la situación, salió asustada y entonces Eduardo la jaló del brazo y juntos corrieron hacia el segundo piso, sintiendo que la guerrillera vestida de traje les disparaba una y otra vez sin lograr impactarlos. Los guerrilleros del Movimiento 19 de Abril ubicaron poderosas armas en puntos privilegiados como el acceso por la entrada principal que daba a la Plaza de Bolívar y en los entre-pisos y el sótano, con lo que impidieron el pronto ingreso de la fuerza pública, que reaccionó inmediatamente y enfrentó a los insurgentes, en un primer momento desde el exterior y al poco tiempo ganando espacios dificultosamente y a gran costo. Los subversivos en acción decían corresponder a la compañía ‘Iván Mariano Ospina’, comandada por Luis Otero Cifuentes, antropólogo de profesión; él, junto con sus pares Andrés Almarales y Alfonso Jacquin, recorrió diversas oficinas en busca del presidente de la Corte Suprema de Justicia, Alfonso Reyes Echandía. Entretanto, los otros guerrilleros procuraban concentrar a todos los rehenes en un par de grandes grupos al tiempo que enfrentaban con fiereza al Ejército, el cual, aunque desordenadamente, avanzaba con firmeza en desarrollo de lo que llamaban la contratoma. Las unidades del Ejército y la Policía que intentaban penetrar al Palacio recibían “nutrido fuego” que provenía, mayoritariamente, de los puntos estratégicos en los que la guerrilla había emplazado las vigorosas armas automáticas con que lograban golpear y contener el ingreso de las fuerzas del orden. Por ello prontamente el Ejército habría de optar por penetrar con los vehículos blindados, que hacían presencia sobre la Plaza de Bolívar desde antes de la 1 de la tarde. A esa hora ya también los diversos informativos cubrían el contorno y los costados aledaños del lugar, y transmitían en vivo a sus audiencias el desarrollo del suceso. Igualmente a esa hora arribó allí el comandante de la XIII Brigada y de la Unidad Operativa, el general Jesús Armando Arias Cabrales, quien decidió dirigir las acciones de la tropa desde la histórica Casa del Florero. En esas condiciones le fue comunicada a Arias Cabrales la definitoria orden presidencial de avanzar en la contratoma del Palacio. Dicha orden fue a su vez transmitida por éste al teniente coronel Alfonso Plazas Vega, comandante de la escuela de caballería, quien determinó el ingreso de cuatro tanques por la entrada principal del Palacio, en lo que él mismo llamó “sorpresa estratégica”. La histórica escena de los vehículos blindados ingresando al Palacio por el costado frontal, y a su paso derribando “la majestuosa e imponente puerta”, fue el comienzo de uno de los más cruentos momentos de toda la toma. En el sótano, simultáneamente, se libraba un terrorífico enfrentamiento entre la resistencia subversiva y el Ejército que penetraba custodiado por tanquetas blindadas, apenas el flash de las poderosas explosiones iluminaba por segundos aquel campo de batalla que se encontraba sumido en la oscuridad. Antes de que el Ejército obtuviera el control completo del primer piso se sacrificaron allí, de parte y parte, muchas vidas que cayeron en el fragor de la refriega, entre el ir y venir de las ráfagas. Avanzado el combate los subversivos tuvieron que replegarse hacia los pisos superiores donde mantenían a los principales rehenes, que eran alrededor de 90, y el Presidente de la Corte Suprema de Justicia el más distinguido de esos. Fue entonces recuperado el primer piso al igual que el sótano. Gracias a ello pudo salir un primer grupo de rescatados, en su mayoría personas que permanecieron ocultas en oficinas y recodos que fueron conducidas a la Casa del Florero para ser reseñadas. Con el control de estos sectores el general Cabrales trasladó su puesto de mando al primer nivel del Palacio. Cuando la comandancia guerrillera, encabezada por Luis Otero, halló en el cuarto piso al presidente de la Corte Suprema de Justicia, Alfonso Reyes Echandía, se presentaron ante éste como la “Operación Antonio Nariño, por los Derechos del Hombre”, lo sumaron al grupo de “rehenes fundamentales” de ese piso y le informaron que estaban allí para entablar una demanda armada, y que reclamaban por intermedio de él, entre otras exigencias, la presencia del Presidente de la República en persona, o a través de un representante, a fin de someterlo allí a un juicio público por el supuesto incumplimiento de los acuerdos de paz pactados con el M-19. Para entonces todo el Palacio era un polvorín ardiendo. Y el presidente de la República, Belisario Betancur Cuartas (1982-1986), ya había dicho “no hay nada qué aceptar, no hay nada qué negociar”, seguidamente había dado la orden expresa de continuar el contraataque, todo esto luego de escuchar una grabación que contenía las exigencias del M-19, la cual había sido enviada al noticiero 24 Horas. Alfonso Reyes Echandía, entre el estrépito de las ráfagas y las explosiones, y en su calidad de presidente de la Corte Suprema y de rehén principal, intentó comunicarse con el Presidente de la República en diversas oportunidades; lo llamó directamente y a través de otros, y obtuvo siempre por respuesta un angustiante silencio sepulcral. No pretendía Reyes disuadir a Betancur de que cumpliera con las exigencias presentadas por el M-19, lo único que solicitaba era un cese al fuego que permitiera el diálogo a fin de preservar la supervivencia de los rehenes. Esa fue la única petición que el país entero le oyó a través de la radio en esos momentos de convulsión nacional. La situación vivida en ese cuarto piso no era menos que dramáticamente tenebrosa, pues los rehenes, unos 30 aproximadamente, percibían cómo los guerrilleros, además del combate contra las avanzadas del Ejército que buscaban acceder a los pisos superiores, enfrentaban también a los agentes especializados en rescate que dos unidades helicoportadas habían consignado en la terraza. Este comando intentaba abrirse paso hacia el interior del edificio escurriéndose por las claraboyas y las canaletas de ventilación y detonando explosivos donde encontraba que el acceso se topaba bloqueado. En estas circunstancias, la nunca producida respuesta del Presidente corroía de pesadumbre cada segundo de padecimiento que compartieron en el trance de la muerte, quienes se encontraban en aquel cuarto piso. Además de Reyes y algunos guerrilleros cabecillas de la toma, a través de la radio hablaron muchas otras personas que se hallaban en el interior del Palacio, ya fuera ocultos en las oficinas o en calidad de rehenes. “Nunca le digan a sus hijos ‘no’, denle la vuelta a la respuesta y piensen en una que el niño entienda sin que sea tan negativa”[v], es el noble consejo que Belisario Betancur compartió al comenzar su período presidencial, el 7 de agosto de 1982. Y quizá por ser consecuente con ello fue que el Presidente mintió al decir que el teléfono donde Reyes Echandía se encontraba, suplicándole comunicación, “al parecer estaba desconectado, porque allí no contestaban”[vi]. Pero era falso porque él nunca atendió los clamores, ni mucho menos llamó por su cuenta al doctor Reyes Echandía; en ese sentido Betancur no movió ni uno de los 20 dedos con que había nacido 62 años atrás en Amagá, Antioquia. En cambio sí lo hizo, aunque en otro sentido, pasado el medio día de aquel 6 de noviembre, luego de que escuchó en la radio al consejero de Estado Julio César Uribe, quien desde su oficina en el tercer piso del Palacio concedía para un noticiero una entrevista “de corte Lutherkiano”. En tal entrevista le preguntaron a Uribe si estaba sintiendo miedo y él dijo que no, y argumentó su respuesta con pasajes del texto La fuerza de amar de Martín Luther King, libro que estaba leyendo guarecido en su oficina desde que se inició el asalto y del cual tomó la frase que fue su parámetro de conducta: “El miedo tocó a la puerta, la fe fue a abrir y no había nadie”. Betancur, conmovido por esas palabras, se ocupó de establecer comunicación personal con el consejero de Estado. “El Presidente me escuchó desde Palacio y entonces me llamó y me dijo que le había gustado mucho la entrevista, que si la repetía, que él deseaba que yo la repitiera para la audiencia, yo le dije que no tenía ningún inconveniente. Eso puede empatar con la crítica o censura que se le ha hecho al presidente Betancur en el sentido de que a él lo llamó muchas veces el presidente de la Corte Suprema de Justicia, el doctor Reyes Echandía, y que el Presidente no le respondió, en cambio a mí me llamó de oficio para que repitiera la entrevista”[vii]. Veinte años después, el ex consejero de Estado y ahora director de posgrado en la Universidad Católica de Colombia, reflexiona sin lograr entender aún el proceder del presidente Belisario Betancur: “Él es un poeta, y tal vez mis declaraciones tenían mucho de poesía, eso le pudo tal vez interesar; pero yo siempre me he preguntado por qué me llamó a mí, que no tenía jerarquía en el Consejo de Estado –era un consejero más–, y no atendió los llamados del doctor Reyes. Dejemos eso como anécdota”. En razón de que las súplicas de Reyes Echandía no encontraban dolientes en el Palacio de Nariño, su hijo, Yesid Reyes, en constante comunicación con él, buscó al periodista Juan Guillermo Ríos, quien había servido como eslabón entre el Gobierno y el M-19 en los tiempos en que Álvaro Fayad, máximo comandante del grupo guerrillero, aún no había determinado que no quedaba más que “irse a los tiros”. En la misma tónica pensó el comandante de la toma Luis Otero, que llamó al periodista cuando Yesid ya estaba con él. Ríos, al comprender que tampoco el Gobierno le escucharía, propuso que el presidente de la Corte Suprema hablara a través de la radio, y le proporcionó algunos números telefónicos para tal efecto. De ese modo fue como toda la Nación escuchó la petición aún vigente de Alfonso Reyes Echandía: “Por favor, que nos ayuden, que cese el fuego”[viii]. Lo que cesó inmediatamente fue la libertad de prensa. Acuciosa, la ministra de comunicaciones, Noemí Sanín Posada, llamó al noticiero radial Todelar y le comunicó al joven director de ese espacio, el periodista Germán Salgado Morales, la prohibición de la transmisión en directo de hechos y comunicados relacionados con la toma al Palacio. Seguido de que la ministra hizo extensivo el anuncio a otras cadenas, en la televisión nacional apareció con llamativos aspavientos el anuncio: “¡Atención colombianos! Se transmitirá el partido de fútbol Millonarios-Unión Magdalena y luego el clásico América-Nacional”. Eran los octogonales por el título 1985, casi nada. Pero en el cuarto piso del Palacio ya poco importaría eso porque aún cuando los medios no hubieran sido amordazados, a las personas allí confinadas les restaban exiguos minutos de clamores. Pasadas las 4 de la tarde se escuchó el último pronunciamiento público del presidente de la Corte Constitucional. A esa hora comenzó a llover. Durante el consejo de ministros que se adelantaba en el Palacio de Nariño, el ministro de Justicia, Enrique Parejo González, hacía ingentes esfuerzos por disuadir frente al Presidente la postura de los militares de acometer pronto y con toda fuerza contra los subversivos a fin de resolver la situación sin dilaciones. Parejo, que conocía de Ciénaga, Magdalena, al ex parlamentario, sindicalista y segundo al mando de la operación subversiva, Andrés Almarales Manga, propuso intentar diálogo con él. Aprobado ese procedimiento, el Ministro ordenó al director general de la Policía, general Víctor Delgado Mallarino, que hasta hablar con Almarales se detuviera el avance de los agentes que usando dinamita estaban a punto de penetrar al cuarto piso. Procedió Parejo a intentar comunicación realizando varias llamadas, pero no logró su cometido, y en esto el director general de la Policía retornó a sus instancias para anunciarle que sus hombres se habían tomado el cuarto piso. Furioso, el Ministro explotó en cólera frente al gabinete al entender que sus órdenes no fueron atendidas, y entonces Delgado Mallarino agregó falazmente que no se encontró allí a nadie ni vivo ni muerto. “Alka-Seltzer” llamaban sus compañeros de armas a Víctor Delgado Mallarino “por su efervescencia y por la forma como tomaba decisiones rápidas e inconsultas”[ix]. El reducto guerrillero del cuarto piso, integrado por 17 combatientes, ocupó como refugio final el Salón de Conferencias. Con éstos se encontraban, como rehenes, ocho magistrados incluido Reyes Echandía. La batalla que ultimó a todo este personal comenzó alrededor de las 6 de la tarde. Desconociendo la ubicación del presidente de la Corte, los agentes especializados de la Policía dirigidos por Delgado Mallarino, que habían venido trabajando en el ingreso por la terraza, colocaron poderosas cargas explosivas en el techo del Salón de Conferencias. Por otra parte, desde el patio central del primer piso, los tanques del teniente Plazas Vega lanzaron contra el cuarto nivel seis disparos de rockets, de 6:30 a 8 de la noche. A las 7:30 de la noche el diario El Tiempo recibió la llamada póstuma de Reyes Echandía: “Estamos a punto de morir”[x], dijo. Y no pasó mucho de ahí a la detonación fatal de “cuatro cargas de 40 libras de TNT y dos cargas de 15 libras, cada una, en el techo encima del Salón de Conferencias”[xi], con lo cual se abrió un boquete por donde entraron del exterior complementarias granadas y disparos. Poco antes de eso, pasadas las 7 de la noche, cuando el consejero de Estado Julio César Uribe miró hacia el exterior por la ventana de su oficina en el tercer piso, donde había estado oculto leyendo a Luther King desde el comienzo de la toma, vio que afuera en la calle séptima el almacén Tía estaba ardiendo abrasado en llamas. Se cumplía así el presupuesto del interventor Germán Lozano, que al concebir el proyecto de la monumental obra del Palacio de Justicia previó que en las noches el edificio proyectara su iluminación hacia el exterior. Lo que realmente Uribe veía era el reflejo de las llamas del edificio tomado sobre los cristales del Tía. La construcción de la sede de la justicia se había planeado bajo el segundo gobierno del presidente liberal Alberto Lleras Camargo (1958-1962), no obstante, su construcción se inició apenas en 1969, y se prolongó por siete años, hasta su inauguración en 1976. Prontamente Uribe entendió la situación, cuando inquieto abrió la puerta de su oficina y vio “algo” lanzado desde el costado oriental que avivó las llamas, observó el piso de fuego que empezaba a brotar en la madera de los pasillos y las nubes de humo y allá en el entreoscuro, la proximidad de la muerte. “En ese momento, sin vacilarlo, tomé la decisión de salir de la oficina, y suelo decir que salvé mi vida seleccionando la forma de morir: yo no quería morir incinerado y le confieso que salí a que me dieran un balazo si así tenía que ocurrir”. Entonces se despojó del saco “para tener facilidad de movimiento” y del calzado “para no hacer bulla”. Y a brincos, “pensando que si venía una bala de pronto podía yo eludirla saltando”, fue ganando terreno hasta lograr el anhelo de todos los que se encontraban en el edificio: salir del infierno. La central de alarma de los bomberos recibió la llamada oficial del incendio del Palacio de Justicia a las 7 de la noche. Media hora más tarde las primeras unidades de éstos accionaban sus mangueras desde el exterior. En el interior, a eso de las 8 de la noche, cuando el teniente coronel Plazas Vega vio desde el tanque cascabel que conducía que el incendio había tomado mucha fuerza, decidió salir del Palacio y una hora después ordenó la salida de los restantes vehículos. A los bomberos se les ordenó retirarse a las 9 de la noche, cuando los militares consideraron que la tarea de intentar controlar las llamas era muy peligrosa. El Palacio ardía. Formidables lengüetas de fuego se asomaban de cuando en cuando por las pilastras y una espesa nube de humo negro emanaba como diciendo “habemus guerra”. La vehemencia del calor fue tal, que a las 9 de la noche la totalidad de los miembros del Ejército tuvo que salir; posteriormente expertos, basados en “algunas manifestaciones (vidrios fundidos entre otras)”[xii] habrían de calcular la intensidad alcanzada por fuego entre 800 y 1.100 grados centígrados. Allí permanecía aún, sobrellevando malamente el sofocante tártaro, un grupo de 60 rehenes retenidos por el “último bolsón de resistencia” subversiva compuesta por ocho guerrilleros. Se encontraban confinados en un baño ubicado entre el cuarto y el tercer piso del sector noroccidental, posición que ofrecía particulares características que les habían permitido permanecer relativamente aislados del fuego y fuera del alcance de los cañonazos. Andrés Almarales, que capitaneaba este sobreviviente reducto final, ordenó cerca de la media noche, cuando el humo los estaba ahogando, el traslado general hacia el baño de los pisos segundo y tercero. “La seguridad de la muerte próxima nos impuso la obligación de ser dignos. Hasta los más humildes se compenetraron de ese sentimiento y actuaron a la altura que muchos quisieran para sí, aun en ocasiones de menos trascendencia”[xiii]. Así describió el magistrado Nemesio Camacho Rodríguez el talante que distinguió por igual al grupo variopinto de magistrados, aseadoras, auxiliares, choferes, secretarias, abogadas e incluso a los mismos guerrilleros, que en todo momento “reservaron tal compostura, que fueron escasos los gestos de desesperación” en el “infierno”, como llamaron categóricamente muchos testigos el recinto minúsculo que fue aquel baño de 20e metros cuadrados. Hacia las 2 de la madrugada, con el retorno de los hostigamientos del Ejército, se produjo otra fuerte refriega que obligó un nuevo ingreso de los vehículos blindados. A las 3 de la madrugada ya la voracidad del incendio se había atenuado considerablemente, y un poco más tarde, entre las sombras del alba, alrededor de las 5 de la mañana, “se mueve un tanque en el primer piso, que puede apuntar hacia el baño. Hay una serie de obstáculos de infraestructura, pero empieza a moverse para apuntar hacia el baño”[xiv]. María Nelfi Díaz Valencia, que se encontraba en aquel baño, era uno de los rehenes encerrados tempranamente allí. Había presenciado la toma desde los primeros momentos; cuando se encontraba en el sótano y vio desde su ascensor al comando guerrillero que ingresaba, alarmada se echó a correr procurando el sector sur del sótano bajo, “salí corriendo y me devolví por un perro de peluche que estaba rifando, el cual estaba en el ascensor”. Buscando dónde ocultarse, María Nelfi se encontró con un conductor desconcertado, “me preguntó qué pasó y yo le dije ‘se tomaron esta vaina’; seguí corriendo y me escondí detrás de una columna”[xv]. Allí permaneció sola y petrificada, rezando “todo lo que sabía”, por espacio de hora y media al cabo del cual un subversivo se aproximó anunciando que si allí se encontraba alguien, que salieran, “yo contesté ‘aquí estoy yo’, entonces el señor me dijo, ‘salga con las manos en alto’”. Una vez cayó en poder de los subversivos, la ascensorista empezó a ser interrogada, en esto se inició una balacera que obligó a todos a tenderse boca abajo; ella permaneció así, acompañada del conductor también capturado, y ambos junto a los guerrilleros que respondían a las primeras reacciones de policías que disparaban desde las bocas del sótano sobre la carrera octava. “Estuvimos los dos como media hora boca abajo, y bala por todos lados”. En medio de la balacera uno de los asaltantes dio la orden de cubrirlos y subirlos al tercer piso, así se cumplió y cuando estuvieron en el tercer nivel fueron introducidos en un pequeño cuarto de aseo ubicado al lado norte, costado derecho. Ahí se encontraban también otros rehenes y fueron llegando más, hasta que físicamente no cupieron y entonces fueron trasladados al baño ubicado en el descanso de las escaleras del entrepiso tercero-cuarto. Allí se encontraron con el doctor Gaona Cruz y tres conductores. Poco a poco al baño fueron conducidos otros tantos rehenes, y se alcanzaron así condiciones de hacinamiento más dramáticas que las anteriores. La ascensorista testimonió que se hallaban encerrados en ese baño cuando sobrevinieron gases lacrimógenos, “los guerrilleros nos dijeron que mojáramos trapos y nos los pusiéramos en la cara, entonces como no había trapos, nos quitamos las enaguas y las volvimos pedazos y nos las repartimos entre todos los compañeros; todos arrodillados con la cara al suelo porque ellos nos dijeron que mientras más bajito estuviéramos, menos nos afectaban los gases porque eso le da a uno lloradera, vómito y todo lo imaginable”. Cuando el conjunto de los 60 rehenes apenas empezaba a superar la opresión de los gases irritantes, sobrevino otro ahogo, si se quiere más agobiante, “Otra vez empezó la asfixia pero ahora por el humo de madera quemada, el baño quedó envuelto en humo y nosotros tosíamos y nos daba rebote, con una angustia muy terrible, algunos compañeros se desmayaban. El señor Páez sufría del corazón y le trató de dar ataque por la asfixia y yo le tiraba agua en la cara y le movía los brazos. Varios de los compañeros caían asfixiados, desmayados. Unos lloraban y otros desesperados (sic) al ver que íbamos a morir quemados y asfixiados»[xvi]. Fue en ese punto de tan tremenda situación cuando Almarales ordenó el traslado hacia el baño inmediatamente inferior, entre los pisos segundo y tercero. Los rehenes y combatientes malheridos también fueron llevados allá por los que conservaban aún condiciones. Allí permanecieron hasta el comienzo del amanecer, cuando se determinó el retornó al baño entre el tercero y el cuarto piso, recoveco en donde todos vivenciaron más horror y algunos toparon con la muerte. Ya para entonces, y desde hacía rato, el Palacio era un gigante derruido: la catástrofe se hacía evidente en todos sus niveles e incluso hacia el exterior la fachada se encontraba destrozada donde el Ejército la había impactado pretendiendo abrir un boquete por el cual pudieran salir el humo y los gases concentrados; adentro no había energía, la única luz era la malsana del fuego; no quedaba línea telefónica útil, y los captores les habían prohibido a los rehenes el consumo del agua, por temor, según decían, de que estuviera envenenada. Con la mañana tomó fuerza la iniciativa de buscar una intermediación que permitiera la entrega de los rehenes y la retirada de los guerrilleros a una embajada; los rehenes se turnaban para asomarse a la salida del baño y desde allí, con desesperados gritos, advertir de su presencia al Ejército. Los gritos imploraban el envío de un representante de la Cruz Roja. A cada clamor le siguió por respuesta una ráfaga puntual del Ejército, y así se fue dejando claro, una vez más, que a los ejércitos no se les puede hablar a los gritos. “Como a eso de las 11 del día decidimos tomar agua aunque nos muriéramos. Tomamos agua y vimos que nada nos pasó, y ellos nos decían que economizáramos el agua porque de pronto la cortaban; más o menos a las 12 del día parecía que estuviéramos en un sauna, nos echábamos el agua los unos a los otros y sentíamos que nos asfixiábamos”[xvii], afirmó la ascensorista María Nelfi. Cundida la angustia general, el abogado Carlos Horacio Urán, retenido allí, le propuso a Andrés Almarales que un rehén fuera comisionado para bajar y entrevistarse con el Presidente, y solicitarle un acuerdo poniéndolo al tanto de la situación y del número de retenidos, y que luego regresara con la respuesta del Gobierno. El propio Urán se ofreció a cumplir esa misión. Pero finalmente se optó por el magistrado Reynaldo Arciniegas. Se elaboró una lista con los nombres de los rehenes y Arciniegas la tomó y empezó a bajar secundado por el coro unísono de los rehenes. El vívido testimonio que la ascensorista entregó a la Procuraduría da cuenta de ello y del trágico final acaecido sobre las 2 de la tarde de aquel del 7 de noviembre: “Nosotros gritábamos que mandábamos al doctor Reynaldo Arciniegas, pero él no volvió. Gritábamos que qué pasó con el doctor Reynaldo Arciniegas cuando vimos pasar el tiempo y que él no aparecía con ninguna razón, pero el Ejército no nos contestaba y nos echaba más bala: mientras más rato, la situación era más desesperante. Todos pensábamos que nos íbamos a morir. Cada minuto que pasaba eran bombas y más bombas arrojadas por el Ejército, quedábamos sordos en el baño y asfixiados por la tierra y el humo. Los guerrilleros nos dijeron que abriéramos la boca, y yo después le pregunté a uno de ellos que para qué, y ellos nos dijeron que para que si salíamos, no fuéramos a quedar sordos. Yo les preguntaba qué armas eran unas que sonaban con un estruendo horrible y ellos me decían que eran tanquetas, eso empezaba como a rumbar y todos clavábamos la cabeza en el piso y nos tapábamos con las manos en la cara: todo el jueves fue así desde las 5 de la mañana hasta cuando salimos… de los unos a los otros nos pasábamos poquitos de agua porque la sed era desesperante. Corría el sudor por la pared y de ese mismo sudor nos empapábamos la cara y rezábamos. Sentíamos que taladraban por encima de donde nosotros estábamos, sentíamos que taladraban por el techo, y balas por todas las esquinas, temblaba ese baño. Luego los guerrilleros nos dijeron que nos sentáramos y abriéramos las piernas, para acomodarnos así en hileras, unos entre las piernas de los otros; los doctores quedaron delante de nosotras y nosotras atrás; y ellos al frente, iban cuadrando sus heridos y en el descanso estaba el comandante de los guerrilleros y más heridos de ellos. Hartas armas sí tenían. Yo me cansé de estar con las piernas abiertas y me paré y me fui para el sanitario donde estaba el doctor Murcia; me paré allí, y de pronto escuchamos un estruendo aterrador y eso quedó iluminado. Yo fui de cabeza contra el piso y encima me quedaron más personas; se veía un chispero aterrador que dejaba el baño iluminado, creíamos que era la última hora. Entonces oímos la voz del comandante de los guerrilleros que gritó al ejército ‘cese el fuego que van a salir las mujeres rehenes’. Salimos varios, unos gritaban ‘yo estoy herido’; otros, ‘me estoy muriendo’; el comandante de los guerrilleros dijo ‘salga rápido todo el mundo’; eso no se veía sino la carrera y sálvese quien pueda, uno no se ponía a ver nada más. El piso del baño se desplomó un poquito y cada uno salía corriendo uno detrás de otro. Salimos por el descanso a la azotea por un arrume de vidrios; llegamos al piso por las escaleras, estaba supremamente oscuro… y nos llevaron a la Casa del Florero. Allá me dio histeria»[xviii]… Y así, conforme se ha ido desvaneciendo a lo largo de éstas líneas la atención sobre los desaparecidos, así se nos fueron ellos desdibujando “entre los invisibles átomos del aire”. Al principio fueron unas horas angustiantes, después se acumularon días de desasosiego, más adelante meses de incertidumbre, ausencia y tiempo y más tiempo, años, cuatro lustros: ‘siempre tiempo’. Un grueso banco de literatura contiene los sucesos relacionados con “las 28 horas que estremecieron a Colombia”; quien se dé a la tarea de conocer el episodio en detalle encontrará una decena de libros, registros audiovisuales, testimonios y artículos, amén de miles y miles de folios correspondientes a los procesos que de allí se derivaron. El estudio del compendio demanda innumerables horas de atenta lectura y observación. Quien se dispone a ello encontrará que las mentiras pululan, que estremecedores relatos describen la ignominia de unos y otros, y la prolijidad de nombres, cifras, fechas, números, registros, horas, testimonios de ayer y hoy le abrumarán hasta el cansancio; paralelamente entre todo esto, pero apenas de cuando en cuando, el asistente habrá de encontrar la acechanza de incongruencias, ciertas piezas que no encajan ni se desgastan, y que señalan, invariablemente, el cuestionamiento acerca de qué ocurrió con los desaparecidos del Palacio de Justicia. Dentro del vasto material existente sobre la toma, una pieza clave la constituye el Informe sobre el Holocausto del Palacio de Justicia, publicado en el Diario Oficial el 17 de junio de 1986 por el Tribunal Especial de Instrucción. Es un documento que abarca 64 extensas páginas del Diario –303 oficios–, redactado con la discreta precisión de un cirujano. Allí se intenta sintetizar todo el acervo probatorio existente hasta la fecha. El Tribunal Especial fue creado con la pérfida treta que se requiere para hacer pasar por legal y éticamente correcto un estrado que visto a la luz del Estado de Derecho resulta contrario a éste. El 13 noviembre de 1985, mediante facultades del Estado de Sitio, se creó el Tribunal Especial (Decreto 3300) con el objeto de “investigar los delitos cometidos con ocasión de la violenta toma del Palacio de Justicia de Bogotá”[xix]. Cinco días más tarde fueron posesionados Carlos Upegui Zapata y Jaime Serrano Rueda, los dos magistrados elegidos para dirigir y coordinar las tareas investigativas de las que se ocuparían los jueces de Instrucción dentro del marco legal ordinario del Código Penal vigente. Se dijo entonces, desde una providencia de la Corte emitida por conjueces, ya que los altos magistrados se declararon impedidos, que “los numerosos delitos perpetrados con motivo del asalto al Palacio de Justicia durante los días 6 y 7 de noviembre pasado, su gravedad, naturaleza, pluralidad de autores, la complejidad e íntima conexidad desbordan la organización y el funcionamiento de los Juzgados de Instrucción Criminal por cuanto se imponía por estas circunstancias, la creación de un investigador especial dentro del marco provisional del Estado de Sitio para que dirija, oriente y coordine la averiguación de esos graves acontecimientos”[xx]. Así se avaló el excepcional fenómeno al que los juristas llaman Tribunal ex post facto o ad hoc, es decir, aquel que es creado con posterioridad al hecho a juzgar, lo cual constituye un despropósito en cualquier Estado de Derecho. Pero frente a esto el Gobierno jugó un argumento sólido: el Tribunal Especial no tenía poder sancionatorio, su tarea, ya se ha dicho, estaba limitada a “dirigir y coordinar” las investigaciones que se llevarían a cabo por diversos jueces ordinarios. El sentido real del Tribunal Especial apuntaba a que su veredicto sería la versión de los sucesos sobre la que pesaría el fulgurante rótulo de Verdad Histórica[xxi]. En el minucioso informe de este tribunal, el personal de la cafetería y las tres visitantes se hacen evidentemente invisibles, ya que el capítulo que se ocupa del enigma de sus suertes es, en buena medida, uno de los más cortos, además de bastante escueto, y es a su vez éste uno de los asuntos que presentan mayores vacíos, incertidumbres e interrogantes sin resolver. No se desgastan allí los magistrados Upegui y Zapata en incluir o relacionar testimonios encontrados ni valiosas versiones que podrían conducir a una conclusión distinta a la presumida por ellos frente a este punto. Pero no porque no existieran tales testimonios e indicios, sino porque al parecer el halo traslúcido al que quedaron integradas las 11 personas envuelve también a sus familias y se adhiere sobre todos los asuntos relativos. Se lee en la página 61 del Informe Especial, en la última de sus conclusiones, la decimoséptima: “El Tribunal considera que existe prueba suficiente en el sumario para concluir en que tales personas fallecieron en el 4º piso, a donde fueron conducidas como rehenes en los primeros momentos de los hechos”. He aquí el tremendo poder del Estado, capaz de desaparecer a los desaparecidos; porque la ‘prueba suficiente’ es una y elemental: que se hallasen en el cuarto piso los cuerpos de esas 11 personas supuestamente fallecidas allí. Y la prueba suficiente no existe. Existen sí, indicios, insuficientes de cualquier modo, y en ellos el Tribunal Especial sustenta su aseveración. Según esa instancia, no existen desaparecidos, pues el destino de las 11 personas que no fueron encontradas “ni vivas ni muertas”, concluyó en el cuarto piso del Palacio, donde fueron hallados cuerpos completamente calcinados que posteriormente –como consecuencia de una cadena de yerros– terminaron depositados, sin haber sido identificados, en la fosa común del Cementerio Sur de la capital, donde, para mayor desgracia, ulteriormente también fueron a dar otros varios cuerpos de víctimas del desastre de Armero, acaecido días después, el 14 de noviembre de ese mismo año. Valida esa tesis el Tribunal con indicios tales como éstos, referidos a la proveedora de pasteles: “Junto a un cuerpo calcinado levantado en el cuarto piso se encontraron pertenencias de Norma Constanza Esguerra, reconocidas por sus familiares”[xxii]. Y que también en el cuarto piso se hallaron trozos de tortas o pasteles “indudablemente procedentes de los mismos suministros de la señorita Esguerra, los cuales debieron ser transportados por ella, o por los empleados o por los guerrilleros en el momento del traslado”[xxiii]. Además de otros indicios “motivos de certeza”, que no fueron relacionados en el informe “por razones fácilmente comprensibles”. Un año después de la toma, en el debate que con ocasión de ello se realizó en el Congreso de la República, el 19 de noviembre de 1986, se tenía una conclusión clara, la de que “Ni siquiera hay acuerdo sobre el número de víctimas: 115, según informó al Congreso el entonces Ministro de Defensa Nacional, general Miguel Vega Uribe. Noventa y cuatro de acuerdo con el informe del Instituto de Medicina Legal. Noventa y cinco de atenderse al acta de acusación presentada a la Cámara de Representantes por el Procurador Carlos Jiménez Gómez. Ochenta y nueve si se ciñe a las cuentas hechas por los magistrados Carlos Upegui Zapata y Enrique Serrano”[xxiv]. Tal como ésta, muchas otras vaguedades minan el episodio. Y fue en esa cosecha de incertidumbres donde se debió de plantar las investigaciones. El origen fundamental de la cadena de yerros que abruman las primeras indagaciones se halla en las horas posteriores al fin de la toma, el 7 de noviembre de 1985 alrededor de las 3 de la tarde. El Propio Tribunal Especial conceptuó al respecto: “Inexplicablemente, las autoridades militares no esperaron a que los competentes funcionarios de la investigación hicieran lo que legalmente les correspondía hacer, primero ordenaron la incautación de las armas, provisiones y material de guerra, después la concentración de cadáveres en el primer piso, previo el despojo de sus prendas de vestir y de todas sus pertenencias. Algunos de estos cadáveres, no se sabe por qué, se sometieron a cuidadoso lavado. Con tal proceder se privó a los funcionarios encargados de las diligencias de los levantamientos de importantes detalles que a la postre dificultaron la identificación de los cadáveres y crearon el desorden y el caos. El punto de partida, por lo visto, innecesariamente fue contraproducente al buen manejo de la investigación”[xxv]. Pero la institución militar no sólo se arrogó el “derecho” a practicar los levantamientos. También asumió prontamente la competencia de la investigación, cuando el comandante de la contratoma, general Jesús Armando Arias Cabrales, pasó de eso a ser juez de primera instancia, a investigar inicialmente el operativo que él mismo había dirigido. Fue el abogado y defensor de los derechos humanos Eduardo Umaña Mendoza que actuó en el proceso como representante de los familiares de los desparecidos, quien sacó a la luz el proceder de la institución militar para lograr quedarse con parte del trámite investigativo. Explicó Umaña: “Los Decretos 1056 y 1058 de 1985, dictados al amparo del Estado de Sitio, entregaron a la justicia penal militar el conocimiento de los delitos de porte ilegal de armas de uso personal y de porte ilegal de armas de uso privativo de las Fuerzas Armadas. El soporte jurídico para que la instrucción hubiera sido adelantada por la justicia penal militar fue el que allí se configuró el delito de porte ilegal de armas”[xxvi]. Y agregó de continuo el jurista: “Pero lo que allí se dio fue el delito de rebelión, o de terrorismo, o de secuestro, o de homicidio, etc. –lo que ustedes quieran–, todos los delitos del código penal si fuera el caso. Pero lo que sí no hubo fue un simple porte ilegal de armas. Sin embargo, los militares utilizaron esos decretos de Estado de Sitio para efectuar las diligencias preliminares”[xxvii]. Un testimonio que dibuja con claridad algunos de los excesos de los militares en el episodio del Palacio de Justicia es el que entregó ante la Procuraduría la pareja de estudiantes de derecho Eduardo Matzon Ospino y Yolanda Santodomingo. A ellos los dejamos, líneas arriba, huyendo despavoridos al comienzo de la toma. Del umbral de la cafetería corrieron hacia el segundo piso, donde estuvieron ocultos hasta que un conato de incendio los obligó a buscar salida y entonces cayeron en poder del Ejército, que ya estaba plantado en el primer piso en pleno combate con tanques y demás. Los dos, acompañados de Julio Roberto Cepeda Tarazona, a quien los estudiantes identificaban como “un abogado de Legis”, evacuaron el Palacio con el rumor entre los militares de que los tres eran “especiales”. “Cuando salimos del Palacio un hombre del Ejército o de la Policía, no sé bien, sólo me di cuenta de que estaba uniformado, me tomó del pelo por detrás y me llevó hasta la Casa del Florero pasando en medio de una fila de militares que decían que éramos guerrilleros y nos tiraban golpes con la culata del arma; en ese momento quien me tenía del pelo me quitó la cadena de oro que llevaba puesta. Al entrarnos a la Casa del Florero, como decían que éramos guerrilleros, nos llevaron al segundo piso, la gente que había estado con nosotros en la Corte decía que no éramos guerrilleros, pero no les pusieron atención y nos entraron a un salón, mejor, era como un pasillo amplio, a Yolanda a mí y al abogado de Legis. Como nos tenían en cunclillas (sic) mirando a la pared y todo el que iba entrando nos pegaba patadas y nos cogía el pelo y nos decían ‘guerrilleros hijueputas…’ eran hombres principalmente de civil, no podría identificarlos porque me pegaban cuando trataba de voltearme. Allí me di cuenta cuando un agente de Policía uniformado, el que llevaba a Yolanda, disparó como a las piernas de ella un disparo y un oficial que estaba dentro, al parecer de mayor jerarquía de quien disparó, le dijo: ‘Guevón ¿qué le ocurrió, qué pasó?… y el agente respondió: ‘Fue que se me disparó’ y el oficial le dijo: ‘Eso no se dispara solo…’ y eso quedó así”. En su testimonio, Eduardo continúa dando cuenta de que un hombre de civil le revisó sus documentos personales y le dijeron que cerrara los ojos mientras fue conducido a otra instancia de aquel lugar, donde nuevamente fue interrogado sobre su familia y el motivo de su presencia en el Palacio, todo esto acompañado de más agresiones. “Me dejaron un rato tirado en el piso, al mismo tiempo yo oía que en un cuarto contiguo Yolanda gritaba: ‘Ay, no me peguen…’ y ellos, los militares, le decían: ‘Perra hijueputa’…, luego nos dijeron que nos paráramos y nos reunieron con Yolanda en una panel de la Policía y nos llevaron a la Dijín. Allí nos hicieron en una oficina la prueba del guantelete o de la parafina y recuerdo que uno de ellos decía que nos iba a cortar las manos y otro decía: ‘Déjemelos a mí, que yo sí los hago hablar, les pego un pepaso…”.[xxviii] “En la Dijín –continúa Yolanda– nos hicieron la prueba del guantelete y por cierto me hicieron quitar mis anillos y no me los devolvieron, lo mismo que dos cadenas de oro que tenía, después a pesar de que dijeron que nosotros no teníamos nada que ver por el resultado de la prueba, ellos nos tomaron huellas, fotos de varias posiciones y hasta uno preguntó: ‘¿sindicados de qué…?’ y yo le dije ‘de nada y de eso quiero que quede constancia’. Al parecer, todo estaba a órdenes de uno que le decían capitán, que estaba uniformado. De allí nos llevaron a un sitio por la salida a Villavicencio, íbamos en la panel con el capitán ese, un chofer y tres muchachos con uniforme como de colegio militar; allí se bajó el capitán y después de un rato nos vendaron a mí con un chaleco y hasta pedían unas tijeras para cortarme el pelo, nos tiraron al suelo y dentro de la camioneta prendieron algo que despedía mucho humo y nos asfixiaba, olía como a eucalipto y decían: ‘Póngale más trapo en la cara, para que cuando disparemos no se desfigure’. Además tenían como animadversión a los costeños, porque cuando intentaba decir algo, me decían: ‘Cállese costeña hijueputa’… Luego de un rato bajaron a Eduardo y después a mí, me esposaron y vendada me pusieron a oír un ruido de agua corriendo o cayendo, me pararon ahí y me dijeron que me iban a tirar a esa cascada desnuda; para ese momento ya estaba como loca de los nervios y todo. Después me hicieron subir unos peldaños y entré a un cuarto donde me apretaron fuerte las esposas en una mano y con el otro extremo lo agarraron a un tubo, creo. Entonces sentí sed, pues estaba casi deshidratada y no había probado nada desde las 9 de la mañana, me dieron agua y me mojé los labios porque me daba miedo que me dieran algo raro, después de lo que pasó en la camioneta, además que para ese momento creía que a Eduardo ya lo habían matado. Recuerdo que cuando comenté que nunca hubiera pensado que el preámbulo de mi muerte iba a ser así, uno de ellos dijo: ‘y además preñada…’. Después de un rato sentí la voz de Eduardo en otro cuarto y creo que entraron dos hombres que me pidieron excusas, yo aún estaba vendada y así me sacaron y nos dejaron con Eduardo en un lugar de la carrera décima, como a la una 1:00 a. m. y nos dijeron que al siguiente día a las 10:00 a. m. nos presentáramos con el coronel Sánchez en la brigada”.[xxix] A otra víctima rescatada del Palacio, y que estaba siendo reseñada en la Casa del Florero en los momentos en que los jóvenes afirmaron haber ingresado allí a manos de las autoridades, se le preguntó si recordaba haber escuchado detonaciones producidas por armas de fuego en el segundo piso de aquel lugar. Su nombre es Denis Darceth Durango Durango (no Dennis Garcés Durango D., como erróneamente aparece en el anexo número 3 del Informe Especial) y en su declaración dijo: “Oímos un disparo en el segundo piso, tanto fue así, que nos impresionamos mucho, tratamos de correr, pero nos manifestó el agente de la Policía que estaba en la entrada de la escalera que nos tranquilizáramos, que debió ser que a alguien se le disparó un arma, fue lo único que se escuchó”.[xxx] Una corriente de voces, ignorada pero constante, sostiene que los desaparecidos del Palacio de Justicia vivenciaron una suerte similar en su principio a la de los estudiantes Matzon y Santodomingo. Como fuere, es invencible la certeza de que les correspondió a los últimos un desenlace menos perverso. Don Enrique Rodríguez encabeza dicha corriente. Tiene 84 años y los 20 últimos los ha pasado averiguando y repitiendo lo que él considera que sucedió con su hijo: “Tengo la certidumbre de que lo llevaron a la Casa del Florero, de ahí lo llevaron al Cantón Norte del Ejercito y allí lo asesinó el propio general Plazas Vega. Sus restos fueron enterrados en un sector allá del mismo cuartel donde tenían el centro de polígono. Y luego cuando esto salió a la luz pública, cuando logré hacer resaltar ese hecho, tengo información de que el general fue e hizo desenterrar el cadáver de mi hijo y otros cadáveres que habían enterrado ahí, de otros casos, porque iba a entrar la justicia allá, y los desenterraron, y los incineraron”. José Guarín Ortiz, padre de Cristina del Pilar, la cajera temporal, narró su drama cumplidos dos años de la toma “Día a día nuestra vida es un calvario, nuestros hermanos colombianos ignoran nuestra tragedia. En cada amanecer renace nuestra esperanza en el regreso de nuestros hijos. En mi desesperación por encontrar a mi hija adorada he llegado a buscarla en los andenes donde suelen dormir los dementes que son abundantes en Bogotá, ya que se ha dicho que a los desaparecidos del Palacio pueden haberlos botado ya locos a la calle”.[xxxi] Aunque la entonces periodista del Noticiero Alerta Bogotá Julia Alba Navarrete –que cubrió por varios años el acontecer del Palacio– rindió testimonio ante diferentes instancias, su alegato no fue tenido en cuenta por el Tribunal Especial. Ella aseguró haber visto personal de la cafetería saliendo entre el primer grupo de rehenes. Interrogada al respecto aún hoy sostiene su versión así: “El día 6, cuando comenzaron a salir los primeros rehenes, yo me colé entre ellos y llegué hasta la Casa del Florero, que era donde estaban metiendo a toda la gente que sacaban del Palacio de Justicia; en la fila donde yo iba había dos personas de la cafetería, los reconocí porque yo todos los días tomaba tinto en la cafetería, dos de los meseros; los meseros eran todos muy jovencitos, con cara como de morenitos, como bien provincianos. Y a ellos los metieron a la Casa del Florero y cuando llegamos a la Casa del Florero, los militares iban separando, entonces decían: ‘Usted viene para acá, usted para acá’, cuando se dieron cuenta de que yo era periodista, me iban a quitar la grabadora, entonces yo peleé y dije: ‘No, yo soy periodista’, y me devolvieron, pero a los muchachos los subieron al segundo piso y después fue que se supo que ninguno apareció. Eso fue más o menos sobre la 1 y media de la tarde, cuando comenzaron a sacar los rehenes, que fue cuando sacaron a la esposa del ministro de gobierno”.[xxxii] En concordancia con lo que desde 1985 viene diciendo Enrique Rodríguez y lo atestiguado por Julia Navarrete, en 1989 Ricardo Gámez Mazuera, que por 12 años fue miembro de organismos de seguridad del Estado, presentó ante la Procuraduría una carta testimonial en la cual dijo: “Como partícipe activo en tareas de inteligencia durante los hechos del Palacio de Justicia, ocurridos los días 6 y 7 de noviembre de 1985, doy testimonio de lo siguiente: El señor Carlos Augusto Rodríguez Vera, administrador de la cafetería del Palacio de Justicia, salió del Palacio y fue llevado a la Casa del Florero sin ninguna lesión. De allí fue enviado a la Escuela de Caballería por orden del Coronel Alfonso Plazas Vega, quien dio las siguientes instrucciones: ‘Me lo llevan, me lo trabajan y cada dos horas me dan informe’. El coronel Plazas se basó en la hipótesis de que en la cafetería del Palacio se habían escondido armas previamente al asalto y por ello ordenó torturar al señor Rodríguez ‘por cómplice’. El señor Rodríguez fue sometido a torturas durante cuatro días, sin suministrársele ningún alimento ni bebida. Fue colgado varias veces de los pulgares y golpeado violentamente en los testículos mientras colgaba; le introdujeron agujas en las uñas y luego le arrancaron las uñas. Él siempre manifestó que no sabía nada de nada ni entendía lo que estaba ocurriendo. El señor Rodríguez murió durante las torturas. Su cadáver fue enterrado en secreto, probablemente en los “polvorines”, cerca al sitio donde se hacen prácticas de polígono, en la misma Escuela de Caballería de Usaquén”.[xxxiii] Además de éstos, otros testimonios también de poca publicidad serían indicios en contravía de la pretendida verdad histórica. El celador de la Casa del Florero, Francisco César de la Cruz, habló de la salida custodiada de “unas ocho personas más o menos el miércoles en las horas de la noche”.[xxxiv] Claudia Suspes Celis, hermana del incansable chef del Palacio, manifestó que “hasta las 3 de la tarde del día 6 de noviembre ellos estaban bien porque ellos se comunicaron con RCN y dijeron que estaban bien”.[xxxv] “¿De los rehenes que estuvieron con usted y salieron con vida del Palacio de Justicia recuerda alguno que posteriormente apareciera muerto?”, le preguntó el 29 de noviembre de 1985 la Procuraduría a Magalys María Arévalo Mejía, empleada de Serviaseo, y ella contestó: “A los conductores Medina y García”.[xxxvi] También se preguntó a sí mismo el abogado de los familiares desaparecidos Eduardo Umaña Mendoza, dos años después del holocausto: “¿Llegaremos a concluir algo contundente? No lo sé. Puede que no. Pero por lo menos se da la lucha y se guarda la esperanza, y eso es un motivo para vivir por parte de ellos. Si no se tuviera esa esperanza, los desaparecidos morirían en vida, que es más trágico que morir físicamente. Lo que ellos solicitan es algo tan elemental: que si alguien los mató, que aparezcan sus restos, porque es preferible ver el cadáver que estar en esta incertidumbre permanente de nunca saber qué pasó realmente con su más cercano ser”.[xxxvii] En los alegatos posteriores al fin de la toma, las fuerzas militares negaron cualquier responsabilidad respecto de los desaparecidos, y reconocieron simplemente que sí habían “retenido a seis sujetos”[xxxviii] que luego dejaron en libertad. No hay nada nuevo sobre el mundo y menos en el país de las sombras, donde hasta las perversiones son refritas. Allende los mares se dieron los más colosales precedentes a ésta ignominia nacional. La primera referencia proviene de Rusia en tiempos de las dictaduras de Lenin y Stalin donde se dio como práctica la desaparición de personas. Pero fue el 7 de diciembre de 1941 en la Alemania Nazi de Adolf Hitler, a través del decreto Nacht Und Nebel (noche y niebla), cuando se hizo sistemático el procedimiento. La ordenanza, ejecutada por el mariscal Wilhelm Keitel, comandante supremo de la Werhmacht, y dirigida a los movimientos de resistencias de los países ocupados por el fascismo en Europa Occidental, oficializaba que las personas detenidas por sospechas de poner en peligro la seguridad alemana, debían ser trasladadas a este país bajo el ‘amparo de la noche’ y en secreto. Los retenidos eran torturados se les hacía “esfumar” sin dejar rastro alguno, todo ello para evitar el surgimiento de mártires devenidos de las sentencias de muerte ordinarias. El método fue instrumentado por las dictaduras militares en Latinoamérica para adelantar el exterminio de los movimientos de izquierda, se dio en Guatemala, 1963; en Brasil, 1964; en Chile, 1973, y en Argentina durante 1976. Para Colombia, 1985, el año de la toma, es un período de espesa incertidumbre, pues el país es ya tierra fértil para el perverso delito de la desaparición, procedimiento que viene en constante escala desde su aparición en 1977, cuando se registró el primer caso del que se tenga noticia, el de Omaira Montoya Henao, bacterióloga con tres meses de embarazo. El cobarde accionar que generó un ambiente de pánico, plenamente consolidado en ese momento de mediados de la década de los 80, fue denunciado categóricamente por el procurador general de la Nación de la época, Carlos Jiménez Gómez. El alto funcionario se refería entonces a la “eutanasia social”. Y se planteaba para las víctimas el genérico rótulo de detenidos-desaparecidos, como señalaba, sin mayores rodeos, la explícita participación de los organismos de seguridad del Estado. Tan solo en 1984 se registraron 128 desapariciones, según balances del Procurador que también calculaba en total que a tal fecha se habían producido mil casos de ese tipo. Ante la prensa, Jiménez manifestó: “Hasta octubre del presente año [1985], oficialmente la Procuraduría tuvo conocimiento de la desaparición de 344 personas, en desarrollo de cuyas investigaciones fueron encontrados con vida 71; sin vida 67, desconociendo el paradero de 206 sobre los cuales se continúa investigando. Los anteriores resultados arrojan un incremento de aproximadamente 129% de desaparecidos en relación con el informe rendido en octubre de 1984”.[xxxix] Asfaddes, la más representativa organización nacional en contra de la desaparición, coincide con este diagnóstico: “En la década de los 80 se incrementa este atroz delito, siendo responsables en su mayoría agentes estatales y grupos paramilitares que actúan con su apoyo o tolerancia. La desaparición forzada es considerada un crimen contra la humanidad en la Constitución, la ley y el derecho internacional. Se trata de sustraer una persona de su entorno familiar, social y laboral, con la intención de torturarla, obtener información, asesinarla y, finalmente, ocultar para siempre su cuerpo”.[xl] No obstante este prontuario, apenas en 1991 la Asamblea Constituyente incorporó la desaparición forzada, la tortura y los tratos crueles como prohibición constitucional, y su regulación en la legislación nacional no se dio sino en el año 2000, mediante la Ley 589. Pero junto a la normatividad campea la realidad: hasta el momento no hay ninguna persona privada de la libertad por los desaparecidos del Palacio. Eso, debido, según dice don Enrique, a que “en un Estado corrupto como éste, un Estado al que le importa un comino la justicia, que dizque para ganarse los bandidos. Aquí no ha habido una intención de hacer justicia de ninguna manera”. Y por eso mismo, sostiene él, ha tenido que buscar la justicia en otra parte. Lo hizo entablando una demanda contra el Estado ante la Comisión Interamericana de Derechos Humanos en 1990. “Colombia considera ofensivos para la dignidad nacional los términos y el contenido de la denuncia presentada ante la Comisión… reitera su rechazo a la denuncia materia de éste pronunciamiento, considera improcedente analizar sus términos y solicita respetuosamente que no sea admitida”[xli], respondió el Gobierno Nacional el 25 de julio ante la notificación que de la acción legal le hacía la Comisión. Sin embargo, luego de un cruce de comunicados la demanda fue acogida y está en proceso; en desarrollo de la misma debieron ir a Washington para hacer los descargos correspondientes el propio Enrique Rodríguez Hernández y el ex magistrado del Consejo de Estado Jorge Valencia, sobreviviente de la toma. Hijos, padres y hermanos de víctimas inocentes que desaparecieron del Palacio de Justicia, dejan aquí su testimonio de rabia y dolor para repudiar los actos de aquellos hombres que falsearon la belleza de los ideales para enfrentarse en una guerra donde los traidores vivirán tan solo para cargar el peso de su propia conciencia. Holocausto Nacional. Noviembre 6 y 7 de 1985.[xlii] Es el epígrafe grabado en la inmensa placa de origen desconocido que yacía sobre el terreno donde se cree fueron depositados cuerpos de personas muertas en el holocausto. La placa se fraccionó en cuatro partes el 5 de febrero de 1998 cuando la Fiscalía dio inicio al proceso de exhumación. Luego de 11 años del holocausto, en agosto de 1996, Eduardo Umaña había logrado la orden de exhumación de los cuerpos que reposaban en aquella fosa del Cementerio Sur, a fin de que se les practicara exámenes de ADN y se lograra establecer por fin si correspondían a las personas desaparecidas. No obstante, Umaña nunca pudo conocer los resultados de esa diligencia (que a la fecha no ha concluido), dado que la muerte, que tanto lo asedió, logró silenciarlo el 18 de abril de 1998. Ocurrió en horas de la mañana, dos sicarios haciéndose pasar por periodistas ingresaron a su oficina, amordazaron a su secretaria y le propinaron a él dos tiros mortales. Tenía 50 años y un lema propio: “Más vale morir por algo que vivir por nada”. En una caja de medio metro la familia Castiblanco recibió el 3 de noviembre de 2001 los restos de Ana Rosa, la auxiliar de cocina que tenía siete meses de embarazo cuando desapareció. Éste es hasta el momento el único resultado público y concreto de la exhumación realizada en el Cementerio Sur, ya hace siete años. Para el padre del administrador de la cafetería, este hallazgo, que concordaría con la versión del Tribunal Especial, no tiene credibilidad. “No hay prueba absoluta y evidente de que esos restos correspondan a ella. Encontraron alguna señal, alguna cosa parecida, e inmediatamente dijeron que ese es el cadáver de ella, pero no hay una prueba evidente; son unos huesos que dicen que pueden ser los de esta niña. Pero si es cierto, la razón es que Ana Rosa Castiblanco estaba a días de dar a luz, estaba embarazada. Entonces, a ella la sacaron detenida del Palacio de Justicia pero lo lógico es que ella por estar embarazada quedó aislada de los demás, a ella la separaron de los demás y posiblemente después fueron y echaron los huesos allá en la fosa, que era fosa de los entierros de los desaparecidos”. Según don Enrique, 20 años de impunidad se resumen en una falta de voluntad del Estado para aclarar lo sucedido, “todo ha sido en contra de nosotros y todo ha sido para buscar la manera de impedir que esto se investigue y se sancione”. Para las familias de los desaparecidos, el añejo y crónico debate acerca de si el narcotráfico financió económicamente la toma, o si la guerrilla ejecutó tal acción por su propia cuenta –disputa de comadres, agregada la prensa, a la que se ha reducido el trágico episodio– resulta tan absurdo como lo es el suponer que lo preocupante fuese simplemente establecer si habrá que llamarles ‘lobos’ o acaso ‘cuervos’, si la dignidad de los criminales es la de asesinos políticos o la de poderosos contrabandistas, y no el asunto esencial y lacerante y vigente de aclarar dónde están y qué fue de las personas arrancadas de la sociedad. El Holocausto logró, como ningún otro episodio de la vida nacional, mostrarnos lo que somos: “una sociedad donde la eficacia material de las armas se impone sobre la eficacia simbólica de la ley”, en justas palabras del politólogo Alejandro Bustamante. Y el destino, vaya uno a saber qué es eso, se ocupó de unir y emparejar la lucha vital de José Eduardo Umaña Mendoza con el sino de los desaparecidos, categoría tétrica y fantasmal, la llamó Ernesto Sábato. Ahora todos hacen parte de la única certeza de verdad histórica que el país ha forjado con empeño a lo largo y ancho, y desde donde alcance la memoria; esa realidad que todos acá compartimos, desde el más docto hasta los hijos que habrán de venir preguntándose dónde termina Colombia para ir un poco más allá. La verdad que gobierna cada uno de los 11 espacios y tiempos inhabitados; la verdad histórica que viene de atrás, que larga y lenta atraviesa dos décadas y sigue y está clavada impenitente en los ojos de don Enrique. La verdad de la injusticia. Riqueza excepcional de la nación, pues, a diferencia de las otras, la injusticia sí la hemos repartido equitativamente: correspondiéndoles mayor proporción a los más débiles y necesitados, y un poco menos para onerosos, que no son muchos. El agobio que acompaña a don Enrique se exalta y se hace algo parecido a la rabia cuando se le pregunta si perdonaría a los responsables de su desdicha: “Y qué les puedo yo perdonar si esos hijueputas ya deben estar quién sabe dónde; por ejemplo, a Belisario Betancur y al coronel ese Plazas Vega, yo no sería capaz de tocarles una uña, porque espero ¡carajo! que se pudran ¡carajo! y públicamente ¡carajo!, como ha ocurrido con otros vergajos”. Al poco rato se recompone y vuelve a sus ademanes de caballero, se sienta y continúa esperando y viviendo la verdad. NOTAS: [i] Serrano Rueda, Jaime y Upegui Zapata, Carlos. Tribunal Especial de Instrucción. Informe sobre el Holocausto del Palacio de Justicia (noviembre 6 y 7 de 1985). En: Diario Oficial-Edición Especial., Bogotá (17, Jun., 1986); p. 49. [ii] Familiares de los desaparecidos del Palacio de Justicia. Los desaparecidos del Palacio de Justicia. Folleto. Bogotá: 1986. p. 19. [iii] Ibíd. p.23. [iv] Herrera Barbosa, Benjamín. Magistrado Ponente. Sentencia del Tribunal Administrativo de Cundinamarca Sección Tercera. Referencia: Reparación directa. Expediente: Nº 87-D4082. Demandante: José María Guarín. Santafé de Bogotá. Julio 15 de 1993. p. 46 [v] El Espectador, Bogotá (7, Ago., 1982); p. 7-A. [vi] Serrano R. y Upegui Z., op cit., p. 23. [vii] Ésta y todas las intervenciones del personaje, corresponden a la entrevista personal del autor a Julio César Uribe Acosta, ex consejero de estado, realizada en Bogotá el 5 de julio de 2005. [viii] Entrevista personal del autor al periodista Germán Salgado Morales, coautor del reportaje radial Que cese el fuego – El Testimonio, realizada en Bogotá el 6 de julio de 2005. [ix] Anales del Congreso. Año XXIX Nº 141 Imprenta Nacional, 19 de noviembre de 1986. p. 8. [x] http://viaalterna.com.co/ El Conflicto Colombiano Debate sobre el Palacio de Justicia (continuación 5/7). [xi] Ibíd. [xii] Serrano R. y Upegui Z., op cit., p. 43. [xiii] Ibíd. p. 44. [xiv] http://viaalterna.com.co/, op cit., (continuación 6/7). [xv] Herrera B., op cit., p. 26. [xvi] Herrera B., op cit., p. 28. [xvii] Herrera B., op cit., p. 29. [xviii] Herrera B., op cit., p. 32. [xix] Serrano R. y Upegui Z., op cit., p. 1. [xx] Serrano R. y Upegui Z., op cit., p. 2. [xxi] El ex militante del M-19, Otty Patiño, dice en entrevista concedida al autor refiriéndose al Tribunal Especial: “Un fallo adverso en el sentido de que la toma del Palacio tuvo motivos distintos a los expuestos por el Comando hubiese sido grave porque junto a la tragedia que significó dicho acontecimiento, nos hubiesen endilgado, apoyados por esa verdad jurídica, motivaciones no políticas. Si en contra de la evidencia jurídica hay quienes mantienen la versión de que se trató de un mandato de los narcos para quemar unos archivos comprometedores ¿qué tal esa versión avalada por el Tribunal que investigó los hechos? Entonces el valor del fallo del Tribunal es que permite reconstruir la verdad histórica y eso puede ser más importante que los efectos jurídicos”. (22, Jul, 2005). [xxii] Serrano R. y Upegui Z., op cit., p. 61. [xxiii] Ibíd. [xxiv] Anales del Congreso. , op cit., p. 25. [xxv] Serrano R. y Upegui Z., op cit., p. 51 [xxvi] Umaña Mendoza, Eduardo. Palacio de Justicia: Proceso a una ingnominia. Colombia Hoy Informa, Año VII, Nº 46-47, Bogotá, 1986. Pág. 9. [xxvii] Ibíd. [xxviii] Herrera B., op cit., p. 49. [xxix] Ibíd. p. 54. [xxx] Ibíd. p. 58 [xxxi] El Mundo, Medellín (8, Nov., 1987); p. 5B. [xxxii] Entrevista personal del autor a Julia Alba Navarrete, periodista testigo de la salida de rehenes. Realizada en Bogotá el 8 de julio de 2005. [xxxiii] Gámez Mazuera, Ricardo. Carta testimonial ante el Procurador General de la Nación. Con sello de la notarial Diecisiete del Circuito de Bogotá del 1 de agosto de 1989, notario Darío Caicedo Trujillo. [xxxiv] Herrera B., op cit., p. 72. [xxxv] Ibíd. p. 94. [xxxvi] Ibíd. p. 68. [xxxvii] El Mundo, Medellín (8, Nov., 1987); p. 4B [xxxviii] Anales del Congreso. , op cit., p. 25. [xxxix] El Espectador, Bogotá (1, Nov., 1986); p. 3A [xl] Ávila Fonseca, Gladis (Secretaria General de la Asociación de Familiares de Detenidos y Desaparecidos, Asfaddes) Ponencia en Seminario Internacional de Alternatividad Penal en Procesos de Paz Parlamento de Catalunya. Barcelona, 27 y 28 de febrero de 2004. Pág. 1 http://www.pangea.org/unescopau/img/programas/colombia/seminario/seminario010.pdf [xli] Comisión Interamericana de Derechos Humanos. Organización de los Estados Americanos. Capítulo VII Derecho a la Vida. Caso 10738: Holocausto del Palacio de Justicia (94 muertos). http://www.cidhorg/countryrep/Colombia93sp/cap.7.htm [xlii] El Tiempo. Bogotá (6, Feb., 1998); p. 6A. BIBLIOGRAFÍA Jimeno, Ramón. Noche de lobos. Primera Edición. Bogotá: Editorial Presencia, 1989. 218 p. Procuraduría General de la Nación. El Palacio de Justicia y el Derecho de Gentes. Denuncia del Procurador ante la Cámara de Representantes. Documentos. Primera Edición. Bogotá: Printer Colombiana, 1986. 361 p. Defensoría del Pueblo. La tragedia del Palacio de Justicia 6 y 7 de noviembre 1985-1995. En: Su Defensor. Periódico de la Defensoría del Pueblo para la divulgación de los derechos humanos. Año 3 – Nº 28. Noviembre, 1995. 23 p. Iragorri, Juan Carlos; Navarro, Antonio. Mi guerra es la paz. Primera Edición. Bogotá: Planeta, 2004. 185 p.