Los carros bomba ya no eran un hecho aislado, sino una cosa de todos los días. Por las calles de las principales ciudades del país corría la sangre no solo de los colombianos del común que caían a manos de la violencia, sino de ministros, jueces, policías, periodistas, magistrados y de cuatro candidatos presidenciales. La andanada terrorista de los Extraditables no daba tregua; el secuestro selectivo se había convertido en el arma más poderosa de Pablo Escobar para arrinconar al Gobierno; los paramilitares exterminaban todo lo que sonara a ideologías de izquierda y, como si fuera poco, en el país operaban tantos grupos alzados en armas que ya era difícil identificarlos. A grandes rasgos, así recuerdan los colombianos el final de la década de los ochenta y el principio de la de los noventa. Y aun cuando de ese capítulo oscuro de la historia nacional tiene poco rescatable, un hecho histórico ocurrido el 9 de marzo de 1990 marcó un antes y un después en Colombia: la desmovilización final del M-19.
En ese entonces, cuando corría la presidencia de Virgilio Barco, Rafael Pardo Rueda era el jefe negociador del Gobierno para alcanzar la paz con esa guerrilla. El M-19 no se puede comparar con las organizaciones que existen hoy, pero llama la atención que los obstáculos de ese proceso de paz, relatados por Pardo, se parecen mucho a los que enfrentaron los que vinieron después. En la década de los noventa el país ya no daba más. La violencia atacaba por todos los flancos y cualquier esfuerzo para mitigarla contaba con un grado importante de aprobación popular.
Rafael Pardo Rueda desempeñó un papel protagónico en las conversaciones con la guerrilla del M-19, liderada por Carlos Pizarro. Luego del asesinato de este, Antonio Navarro Wolff pidió seguir insistiendo en el camino de la política y no en el de las armas. El M-19 había surgido de una alianza entre algunos desertores de las Farc, como Jaime Bateman, Iván Marino Ospina, Álvaro Fayad y Carlos Pizarro, entre otros, y la facción de la Anapo Socialista, una disidencia del partido dirigido por el general Gustavo Rojas Pinilla, la cual consideraba que a este le habían robado las elecciones del 19 de abril de 1970, pues a última hora Misael Pastrana había resultado sorpresivamente ganador por una diferencia mínima. Desde entonces ‘el M’, como le decían en la calle, se configuró como una guerrilla urbana, cercana a algunos intelectuales e interesada en ganar el favor de la opinión pública. Un grupo, en fin, que había decidido rebelarse contra el estado de las cosas. Esa guerrilla ganó reconocimiento por manejar hábilmente las cámaras y los micrófonos, y eso la llevó a alcanzar niveles de aceptación impensables para un grupo armado. Además, fue configurando su apoyo popular con acciones estratégicas como el robo de la espada de Bolívar, el saqueo por entre un túnel de las armas del Cantón Norte, la toma de la Embajada de República Dominicana, el asalto de camiones de leche que después repartían en barrios pobres, o el secuestro de Álvaro Gómez y el manejo político que le dio al mismo.
Sin embargo, ese respaldo de la gente se vino abajo cuando el M-19 cometió su peor error: la toma armada del Palacio de Justicia, que, sumada a una retoma militar muy mal manejada, acabó con la vida de buena parte de los magistrados de la Corte Suprema de Justicia. "Gracias a que Pardo, Pizarro y Navarro supieron sortear los vientos en contra, el país pudo pasar la página de esa guerra". No obstante, como la política es dinámica, un par de años después se reanudaron los acercamientos con el Gobierno, que habían comenzado en la presidencia de Belisario Betancur y se habían roto un poco antes de la toma del Palacio. Rafael Pardo cuenta en su libro que un joven que se identificó como Carlos Alonso Lucio hizo el primer acercamiento en el apartamento de la periodista Pilar Calderón. Ahí, en un azar del destino, Pardo terminó convertido en el hombre clave de la negociación que estaría por venir. En la otra orilla, representó los intereses de la guerrilla en esa negociación el comandante general del M-19, Carlos Pizarro, quien al poco tiempo de firmada la paz, cuando ya era candidato presidencial, murió asesinado en un vuelo de Avianca de Bogotá a Barranquilla. En su libro, Pardo hace un relato interesante no solo porque narra en primera persona quien estuvo entre los protagonistas de un capítulo fundamental de la historia de Colombia, sino porque, de alguna manera, muestra que los problemas en el país parecen congelados en el tiempo. Paradójicamente, en el libro queda claro que las diferencias entre guerrilla y Gobierno nunca fueron el mayor obstáculo para llegar a una negociación exitosa. Si bien entre los dos existían desacuerdos de fondo en cuanto a la concepción del Estado, también había coincidencias en conceptos como la transformación social que necesitaba el país. Tanto los representantes de Barco como los hombres de Pizarro estaban alineados en temas centrales como el acceso a la tierra para los campesinos, los mecanismos de participación política más abiertos o la necesidad de crear igualdad de oportunidades en los territorios.
Lo que pasó entonces no difiere mucho de lo que tuvo lugar años después, cuando en el plebiscito para refrendar los acuerdos con las Farc ganó el No. En efecto, Gobierno y guerrilla habían llegado a un acuerdo, pero la realidad política, las normas vigentes y las trabas leguleyas estaban dejando escapar la posibilidad del fin del conflicto. Cuando ya estaba listo el andamiaje jurídico para que el proceso llegara a buen término, Barco tuvo que hundir en el Congreso la reforma constitucional que les daba piso legal a los acuerdos, pues algunos congresistas le introdujeron un mico que ponía en riesgo la figura de la extradición. Y aunque se trató de un impasse de grueso calibre, las partes decidieron seguir adelante. Luego vinieron cuestionamientos de los enemigos del proceso que hoy suenan conocidos. Un sector importante de las fuerzas en el Capitolio no estaba de acuerdo con que los guerrilleros fueran amnistiados; tampoco aceptaban que les pagaran un salario básico transitorio para su sustento, y menos que quienes habían empuñado las armas pudieran participar en política. Después de decenas de reuniones en las selvas del Cauca y de toda suerte de encuentros improbables entre el Gobierno y la guerrilla, cuando el consejero Pardo tuvo noticia del asesinato de Pizarro llegó a pensar que todo el esfuerzo de paz se había venido abajo. Sin embargo, según cuenta en el libro, la actitud de Antonio Navarro salvó todo lo logrado. Navarro pidió al presidente un espacio en televisión y Barco accedió sin saber qué iba a decir. Entonces el dirigente del M-19 le dio al país un mensaje de esperanza y pidió, a pesar del asesinato del hombre que los guio a la paz, seguir insistiendo en el camino de la política y no en el de las armas.
Gracias a que tanto Pardo como Navarro y Pizarro supieron sortear los vientos en contra, al poco tiempo la Asamblea Constituyente redactó la Carta Política de 1991, en la que el M-19 se hizo a la tercera parte de los escaños, y el país pudo pasar la página de esa guerra. El relato de Rafael Pardo, además de ofrecer una lectura agradable y bien lograda, servirá como un documento atemporal para que los líderes del futuro aprendan de un proceso de paz que sí funcionó.