Desde el primer día se dijo que se negociaría bajo el fuego. En octubre de 2012, cuando se conoció la agenda pactada durante la etapa exploratoria entre las FARC y el gobierno, estaba claro que no habría ceses al fuego ni despejes de territorio, y que nada de lo que ocurriera en el campo de batalla tendría efecto en la Mesa de La Habana. Esta era una premisa difícil de sostener y que se rompió en noviembre pasado cuando el gobierno suspendió los diálogos hasta que la guerrilla liberara al general Rubén Darío Alzate, que había sido secuestrado en Chocó. Pocos días después las FARC decretaron un cese unilateral al fuego, que duró 153 días y que fue levantado este viernes, luego de que 26 de sus hombres fueran dados de baja en un estremecedor bombardeo. La tregua quedó rota y el proceso de paz, herido. Lo que no se sabe es si herido de muerte. Aunque a primera vista se diga que lo sucedido no es más que un regreso al punto de partida, que consistía en negociar en medio del combate, la verdad es que el proceso ha llegado a un momento crítico que de no manejarse con cabeza fría podría desembocar en su ruptura y en un nuevo e impredecible ciclo de guerra y de muerte. “Estamos cada vez más cerca del abismo”, dijo uno de los veteranos guerrilleros que hace parte de la delegación de las FARC en Cuba. El bombardeo conjunto de Ejército, Fuerza Aérea y Policía contra el frente 29 en Guapi, Cauca, se convirtió en la estocada final a la intención que tenían tanto la guerrilla como el gobierno de desescalar el conflicto. Ambas partes confiaban en que se acercaba la etapa final del proceso que desembocaría en la firma de un acuerdo definitivo. El 20 de diciembre pasado la guerrilla se jugó la carta de decretar un cese unilateral indefinido que tenía como propósito no solo avanzar en el desescalamiento sino ponerle presión a Santos para que, como gesto de reciprocidad, se decidiera por una tregua bilateral. Para Santos eso era prematuro, sin embargo, en marzo dio un primer paso al ordenar la suspensión de bombardeos por un mes, a pesar de que medio país se le vino encima. La medida fue prorrogada al final de ese término pero vino la debacle. El 14 de abril una columna de las FARC del Cauca atacó a una patrulla de soldados profesionales de la Fuerza de Tarea Apolo, mató a 11 uniformados y dejó gravemente heridos a otros 20. Ese hecho destruyó la poca confianza que la opinión pública tenía en el proceso y en la propia tregua. A la torpeza del golpe de mano se sumó que los comandantes de las FARC desde La Habana nunca reconocieron su error. Santos ordenó entonces que se reanudaran los bombardeos, lo cual tarde o temprano tenía que desembocar en lo que sucedió la semana pasada. La respuesta de las FARC fue echar para atrás su cese unilateral. Una decisión que aunque trágica para el país tiene sentido desde su perspectiva. Es evidente que el cese había debilitado la autoridad de los comandantes sobre sus tropas. Mientras los negociadores de La Habana no enfrentan problemas de seguridad, los guerrilleros rasos en el monte tenían la orden de quedarse quietos mientras los operativos del Ejército seguían. El episodio del Cauca demostró que no todos estaban dispuestos a seguir las orientaciones del secretariado, si estas los ponían en condición de desventaja militar. Por esto existe un riesgo real de que haya resquebrajamientos internos en las FARC, que históricamente siempre ha sido una organización monolítica. La encrucijada Por todo lo anterior, desde que comenzó el proceso de paz no se había presentado una encrucijada como esta. Hoy la negociación solo tiene dos alternativas: o colapsar o enderezarse y dar un salto cualitativo. La posibilidad de que ocurra lo primero es alta. Fundamentalmente porque las FARC al anunciar el fin de su tregua unilateral tratarán de demostrar fuerza con golpes al Ejército, que solo debilitarían aún más el proceso. Y si acuden al terrorismo urbano, que aunque es remoto no es descartable, Santos tendría que pararse de la Mesa. En el peor de los casos, fuerzas oscuras también podrían cometer un acto de estos para endilgarlo a la guerrilla y echar por la borda los diálogos. Una circunstancia que puede agravar estos posibles escenarios es la debilidad política del presidente Santos en la actualidad. Su popularidad está en 29 por ciento y puede decirse que buena parte de su bajón se debe al costo que le ha significado el proceso con las FARC, y en particular el golpe del Cauca. Porque en estos tres años el presidente no ha logrado darle credibilidad a los diálogos ni capitalizar los avances. La paz no está de un cacho pero nunca ha estado más cerca. Sin embargo, ese mensaje no ha llegado, mientras el de la oposición se ha posicionado en el imaginario colectivo. En la medida en que el progreso parece haberse estancado, Uribe ha tenido el espacio para sembrar dudas y hacer que sus prejuicios y temores se convirtieran en los prejuicios y temores de las mayorías. La credibilidad hoy está del lado de los uribistas, a pesar de que sus afirmaciones con frecuencia distorsionan la realidad. Por ejemplo, aunque la tregua de las FARC no fue perfecta, es injusto decir que era una farsa, como lo aseguran los voceros del Centro Democrático. A esto se suma que los militares también están impacientes y escépticos. El mensaje de Santos de que la paz no es una amenaza para sus instituciones sino un escenario de cambio necesario, no ha calado en el estamento castrense. Estos tres factores en contra –opinión, oposición y militares-, y el error imperdonable de las FARC en el Cauca, han dejado al presidente con muy poco margen de maniobra. Otro elemento que complica aún más esa encrucijada es el factor tiempo. La sensación de que el proceso no avanza es generalizada. Seguir conversando en Cuba, en medio de un baño de sangre, pudo ser aceptable al principio del proceso, pero es insostenible ahora. El estado de ánimo y el nivel de tolerancia de los colombianos ha cambiado. Por eso otra vez se cierne sobre este proceso de paz el fantasma de los anteriores fracasos que sin excepción se fueron al abismo por desconfianza entre las partes. ¿Qué caminos hay? Hay cosas que se valoran solo cuando se pierden, y posiblemente eso es lo que pasará con esta tregua. En el mundo urbano, tan lejano de la guerra rural que vive Colombia, no se captó la importancia que tuvieron estos cinco meses. Según la Fundación Paz y Reconciliación, se evitó la muerte o heridas de 614 combatientes y la intensidad de la guerra bajó en un 85 por ciento; y según el centro de estudios Cerac, se evitaron un 73 por ciento de las muertes de civiles y un 64 por ciento de las muertes de la fuerza pública. Pero tal vez más que las cifras, la consecuencia más grave de la ruptura del cese de las FARC es que el país vuelve a meterse en la lógica y la dinámica de la guerra. Todo lo anterior hace pensar que llegó el momento de darle un timonazo al proceso. Lo ideal sería una definición rápida del punto que ha tenido estancado el progreso en los últimos meses: la Justicia. Por tratarse de un tema tan espinoso, siempre se ha ido aplazando pero no puede ser eterno y hay que llegar a alguna fórmula aunque sea imperfecta. Si esto se logra, el otro punto pendiente, el del fin del conflicto, fluiría. Pero ante una crisis de la dimensión de la actual puede ser necesario apostarle a fórmulas más audaces. Así como un cese bilateral al fuego es imposible en las condiciones actuales, sí se pueden crear otras que lo hagan posible. Es indispensable que haya una concentración de la guerrilla en lugares verificables por el Estado o incluso por la comunidad internacional. Siempre se ha dicho que eso se presentaría al final del proceso, pero ante los riesgos de la reanudación de una guerra que nadie quiere, no hay que descartar salidas creativas más flexibles. Un viraje de esta naturaleza no solo le devolvería la confianza al proceso, sino que tranquilizaría a la oposición que siempre ha exigido medidas en esta dirección. Lo que sería una tragedia es que este proceso, en el cual se ha avanzado como nunca, acabe terminando como todos los experimentos fracasados del pasado. Vale la pena recordar la frase con la que se despidieron el gobierno y la guerrilla cuando se rompieron los diálogos en Tlaxcala, México, hace más de 20 años: “Nos vemos dentro de 10.000 muertos”.