Ingrid Betancourt estremeció, a su manera, la campaña presidencial. Tras mucho tiempo de silencio y distancia, después de su liberación en la espectacular Operación Jaque, Ingrid apenas había retornado al país para intervenciones puntuales.
A pesar del inmenso dolor de su secuestro, en casi diez años apenas habló unas pocas veces para apoyar el proceso de paz con las Farc, pero también para recordar con vehemencia que no podía permitirse que sus verdugos tuvieran más peso que las víctimas. Por eso, su irrupción en el debate electoral sorprendió y sacudió de comienzo a fin la carrera a la Casa de Nariño.
Ingrid llegó al país el año pasado como uno de esos personajes que está por encima del bien y del mal. Combinaba la autoridad moral de quien ha vivido una de las experiencias más difíciles del conflicto armado y esa sabiduría que dan la distancia y el paso del tiempo.
La entonces naciente coalición de centro la adoptó como faro y le entregó en gran parte la vocería de esa apuesta. Paradójicamente, ella, que había llegado como amable componedora, terminó lanzándose al ruedo para jugar como candidata y convirtiéndose en la protagonista que dejó ver las enormes contradicciones de esa colectividad política.
La seguidilla de hechos que produjeron su salida de la llamada Centro Esperanza fueron la antesala de su estrepitosa derrota en las urnas en las consultas internas, en las que apenas lograron una escasa votación. El momento cumbre se vivió en el debate de SEMANA y El Tiempo, cuando sorpresivamente Ingrid se fue lanza en ristre contra Alejandro Gaviria y lo acusó de ser quien quería llevar los lobos al lugar donde se agrupaban las ovejas.
Para entonces, Gaviria –quien se había proclamado como una opción independiente– ya había sellado alianzas con líderes tradicionales del liberalismo y de Cambio Radical. Ingrid puso un ultimátum, nadie en la coalición la respaldó y decidió renunciar.
Como coletazo de esa telenovela política, su salida generó una situación sin antecedentes en el país que aún no se ha resuelto. Su partido tiene hoy dos congresistas: Humberto de la Calle y Daniel Carvalho. A pesar de que Ingrid era la líder de su partido, ambos le pidieron con vehemencia que retirara su candidatura.
Hay dos maneras de ver el papel que cumplió en esas toldas. Desde adentro, la culpan de la irrupción y el descalabro de la única propuesta que, según sus militantes, “alejaba a Colombia de los extremos”. Desde afuera, algunos elogiaron su carácter firme para criticar los movimientos internos de una apuesta que hacía aguas.
Al final, el derrumbe de la candidatura de Sergio Fajardo demostró que en algo tenía razón. A pesar de que nunca tuvo una real opción de ganar, Ingrid aportó mucho a la campaña presidencial. Comenzando porque fue la única mujer que se sostuvo casi hasta el final en la baraja de candidatos. Su agudeza y su particular mirada del país le dieron un cáliz distinto a los debates y discusiones electorales.
Las vueltas que dio la líder del Partido Verde Oxígeno levantaron enormes críticas, pero también dejaron ver que Colombia sigue siendo un país machista. Ninguna de sus movidas fue predecible, pero en cada una de ellas dejó algo muy claro: sigue siendo la misma mujer que en los años noventa les dio un batacazo a las maneras tradicionales de hacer política.
Su llegada en la recta final de la campaña al equipo de Rodolfo Hernández dejó claro que más que cálculo electoral o un uribismo escondido, llegó como una outsider dispuesta a quedarse y sin miedo a incomodar. ¿Tiene algún futuro político? ¿Se quedará a vivir en Colombia? Lo único claro hasta ahora es que sin importar el giro que tome, dará mucho de qué hablar.