En junio del año pasado, Angélica Bello, la activista de derechos humanos que murió este fin de semana, habló con María Jimena Duzán sobre los abusos a los que fue sometida junto con su familia, de lo que ella consideró la inoperancia de la justicia para denunciar los vejámenes de los que fue víctima, entre otros temas. Su muerte ocurrió en Codazzi, Cesar. Aunque se trabaja en la teoría de que se quitó la vida, pocos entienden cómo una líder de los derechos de la mujer tendría razones para hacerlo. Y que, además, lo hiciera luego de haber compartido una velada con una de sus hijas. Este es el texto de la conversación: María Jimena Duzán: Angélica, antes que todo, muchas gracias por esta entrevista. Sé que es difícil poner el nombre y la cara para contar una historia dolorosa que infortunadamente es la historia de muchas mujeres en Colombia, víctimas a diario del abuso sexual. ¿Qué fue lo que les pasó a usted y a sus hijas? Angélica Bello: Fui criada en un medio activista y desde muy joven me convertí en defensora de derechos humanos y sí… soy de izquierda. Todo comenzó en el año 96 cuando a mí y a mis cuatro hijos nos tocó salir de Saravena, Arauca, debido a las amenazas que estaba recibiendo mi familia, que era de la UP. Llegamos de improviso a Bogotá, pero luego, a los dos años, me fui para Villanueva, Casanare, con mis cuatro hijos. Tengo tres mujeres y un varón. M.J.D.: ¿Y su esposo? A.B.: No está conmigo. Soy, desde hace rato, madre cabeza de familia. M.J.D.: ¿Qué pasó cuando llegó a Casanare? A.A.: Pues que empiezo a trabajar en un vivero hasta que mi hija Brigitte, que en ese entonces tenía 9 años y pertenecía a los patrulleritos de la Policía, y Luisa Fernanda, la mayor, de 14 años, que era bombero voluntaria, son reclutadas por el bloque Centauros que dirigía Martín Llanos y que en esa zona operaba en cabeza de El Tigre. M.J.D.: ¿Cómo fueron reclutadas? A.B.: Ese día yo llegué de mi trabajo y me informaron que a mis hijas las habían subido a una camioneta. En Villanueva todo el mundo sabía que esa camioneta la manejaba El Tigre. Entré en un estado como de inconsciencia. Mi meta era encontrar a mis hijas. Yo sabía a lo que se estaban exponiendo, sobre todo mi hija mayor. Uno como madre presiente cosas. Inicié una búsqueda titánica que duró 25 días. Hablé con todo el mundo. Con la Policía, con la Defensoría, con el Bienestar Familiar, con el alcalde, con los concejales. Me fui a los botaderos, que es donde los paras botaban a la gente cuando la mataban, hasta que logré, no sé cómo, entrevistarme con Martín Llanos. M.J.D.: ¿Y no le dio susto enfrentarse con Martín Llanos, siendo usted dirigente de izquierda? A.B.: No sentí miedo. Por el contrario: me le arrodillé y le supliqué que me devolviera a mis hijas. Le dije que yo sabía que El Tigre las tenía. Digamos que él fue gentilmente déspota: me dijo que iba a averiguar. Y que si El Tigre las tenía, pues que me las daban. Discúlpeme si a veces no me salen las palabras, pero es que me cuesta trabajo contar estas cosas. (Mientras me hace esa aclaración la primera lágrima recorre su rostro). M.J.D.: ¿En ese momento pensó que sus hijas estaban muertas? A.B.: Yo solo le dije: mire, si están muertas o vivas, de todas maneras entréguemelas. Como a los dos días, unos tipos llegaron a mi casa en moto, me llevaron a una vereda por una carretera destapada y allí llegué a donde había dos carros: un Mitsubishi y un Montero. De las cajuelas me bajaron a las niñas y me las botaron al suelo y me dijeron que tenía una hora para salir del pueblo. En ese momento no calculé tiempos ni nada. Solo reaccioné y me acordé que tenía dos hijos más. Salí con ellas hasta Villanueva, pero cuando fui a ver, no me vendían tiquetes ni en La Macarena ni en La Sugamuxi. M.J.D.: ¿Tuvo tiempo de saber si sus hijas estaban bien? A.B.: La verdad es que no quise verles la cara. Me bastaba con saber que estaban vivas y que no me las había entregado muertas, que fue para lo que yo me preparé. No me preparé para verlas vivas. Pero cuando vi que no habían muerto, entendí que tenía que salir de allí rápido. No pensé ni en empacar ni en nada por el estilo. Agarré a caminar con mis cuatro hijos. Caminamos muchas horas, hasta que nos recogió un camión que nos dejó en Villavicencio. Al llegar a esa ciudad, me metí en la iglesia con mis hijos a rezar. Me le arrodillé a mi Dios porque ese día pensé en suicidarme con mis hijos. M.J.D.: ¿Y cómo logró sacar de su cabeza ese pensamiento? A.B.: Era la segunda vez que me tocaba salir sin nada y no tenía qué darle a mis hijos. No tenía un techo donde meterlos… No tenía nada. Y sí: pensé en suicidarme con ellos. Me arrodillé, recé el rosario; pasó la misa y yo seguía allí en la iglesia llorando. Le pedía a Dios la fortaleza para la decisión que iba a tomar y su bendición y que me perdonara por lo que iba a hacer. Cuando el padre William terminó la misa y vio a mis niños sentados, se nos acercó. Me preguntó que por qué lloraba tanto. Le respondí que mis hijos tenían hambre. El padre los entró a la vicaría, les dio sopa y me dio albergue. Duré allí como un mes. Luego, con la comunidad, él me consiguió ropa, unos camarotes, una casa donde vivir… Él fue el ángel en ese momento. M.J.D.: ¿Para entonces usted ya había hablado con sus hijas sobre lo que había sucedido durante su secuestro? A.B.: Mis hijas no me comentaban nada. Mi hija menor, Brigitte, quedó con las marcas en las muñecas porque de ahí la amarraron. Fue años después que me enteré que mi hija mayor, Luisa Fernanda, había sido víctima de abuso sexual. M.J.D.: ¿Y por qué se demoró tanto en contárselo? A.B.: Ella terminó contándomelo cuando a mí me pasó lo mismo. Solo en ese momento ella tuvo el valor de contarme lo que le había sucedido. M.J.D.: ¿Y es que también abusaron sexualmente de usted? A.B.: Eso me sucedió el 26 de noviembre de 2009, saliendo del Ministerio del Interior a las tres de la tarde. Ya para entonces era una reconocida líder de las mujeres desplazadas, había sido víctima de un atentado en 2003 y había enfrentado amenazas constantes. A la salida del Ministerio, dos tipos me interceptaron. Me subieron al taxi y me llevaron por la circunvalar hasta los puentes que hay cerca de la Universidad Manuela Beltrán. Me quitaron los papeles y mi celular. Me llevaron a un bosque pendiente. Me jalaron del pelo, me cogieron a patadas, me… uff… me… M.J.D.: Si quiere no seguimos… A.B.: Si me da un minuto. En ese bosque pendiente abusaron sexualmente de mí. Yo digo que fue una violación oral. Me tocaron los senos y luego me hicieron sexo oral, mientras uno de ellos me ponía una pistola en mi cabeza. Según ellos, no me iban a matar porque no me iban a hacer mártir, pero cuando me introducían su miembro en mi boca, decían que así era que me tenía que mantener: callada. Luego cogieron una botella de agua y me limpiaron. Me hicieron tomar grandes cantidades de agua. Después supe que esa era la forma en que ellos desaparecían sus huellas. Uno de ellos estaba tan confiado que se me puso enfrente y me dijo: mire esta cara porque se va a acordar de ella toda su vida. M.J.D.: ¿Por qué no fue a la Fiscalía a denunciar ese abuso, como lo ha hecho cada vez que le hacen amenazas? A.B.: Porque por primera vez en mi vida estaba realmente atemorizada. Ellos me dijeron que si denunciaba me iban a herir donde más me dolía, que eran mis hijas. Por eso decidí irme a La Guajira. Allí tenía una reunión con la Defensoría del Pueblo y me encontré con la doctora Pilar Reyes. Yo estaba toda amoratada, llena de golpes y ella notó que estaba mal. Me preguntó qué me pasaba. Le respondí que me había golpeado. Ella insistió y en ese momento yo ya no pude más y le conté todo. Al mes de haberme sucedido lo mío, ocurrió el abuso sexual de una de mis compañeras. Fueron dos meses bastante fuertes, pero decidí poner la denuncia a través de la Defensoría del Pueblo, gracias al acompañamiento de la doctora Pilar Reyes. M.J.D.: ¿Y su hija mayor cuándo le confesó que ella también había sido víctima de abuso sexual? A.B.: Oxfam había iniciado una campaña, 'Saquen el cuerpo de la mujer de la guerra', y me preguntaron si quería contar mi historia en El Tiempo. Yo accedí a hacerlo. En el fondo, sabía que esa era la forma de contarles a mis hijas lo que me había pasado. Yo llegué ese domingo a la casa y al comienzo no sabía cómo mostrarles el artículo. Finalmente se los di a leer. La que lo lee primero es mi hija Brigitte y luego mi hija mayor, Luisa Fernanda. En ese instante no me dicen nada, pero al cabo de unos días ellas me confiesan todo. M.J.D.: ¿Y qué les pasó? A.B.: Pues que mi hija mayor, que en ese momento tenía 14 años, fue violada por muchos hombres. Estuvo amarrada permanentemente y mientras la violaban su hermanita Brigitte veía todo. Fue una esclava sexual. M.J.D.: ¿En qué va la denuncia? A.B.: Pues fíjese que yo tengo unas amigas que venden colonias y cremas y duré 22 meses comprando una y otra hasta que di con la colonia de uno de mis agresores. Fui a la Justicia a dar la información, pero todavía ni siquiera me han llamado a hacer el retrato hablado. En cambio, sí me tocó llevarles el RUT, el certificado de Cámara de Comercio y llevarles las cartas de recomendación que demuestran que yo sí era activista de derechos humanos. ¿Qué quiere la Justicia?, ¿que sea yo la que vaya y encuentre a los tipos que me abusaron y se los entregue? ¿O será que tengo que tener palancas en las altas cortes para que el caso mío lo analicen? M.J.D.: ¿Por qué es tan difícil denunciar este tipo de abusos? A.B.: El solo hecho de ser víctima de abuso sexual es como si le apagaran a uno un botón. Sin ese botón uno no puede pensar ni movilizarse. Es también el miedo al escarnio público. Yo llegué a pensar, se lo digo honestamente, que yo me había buscado esto por bocona, por activista. Además, es muy difícil para las mujeres ir a denunciar. Antes de mi abuso sexual, acompañé a muchas mujeres víctimas de violencia intrafamiliar que eran violadas por sus mismos esposos y vi cómo era de vergonzoso llegar a contar lo que le había pasado a uno. Esto que hoy estoy haciendo aquí no es fácil hacerlo.