Margarita, una asesora comercial que terminó enredada por un informante El rechinar de latas se escuchó cuando el vehículo se estacionó, cuando se abrió la puerta, cuando el conductor salió, cuando levantó la cajuela e hizo deslizar el ataúd sobre los rodillos, hasta dejar medio cuerpo afuera, de frente a la malla de seguridad. El cielo de Bogotá había amanecido revuelto, envilecido, y John Herber, que estaba haciendo fila desde las 3 de la mañana, que fue husmeado por un perro de la Policía que puso su hocico sobre la bolsa de comida que le había traído a Margarita, no entendía bien qué diablos hacía un carruaje mortuorio parqueado en la entrada de la cárcel de mujeres El Buen Pastor. Desde adentro, dos guardianas del Inpec caminaron hacia la malla, arrastrando del brazo a una mujer huida de sí misma, que lloraba a rabiar, casi hasta el desmayo y que se acercó todo lo que pudo al alambrado, detrás del cual le habían arrimado el cajón de madera para que lo despidiera. John Herber escuchó decir en la fila que en el ataúd había una niña de siete años de edad, otros decían que de ocho, el caso es que era una niña porque la cinta morada que colgaba sobre la carroza así lo sugería. Y si unos minutos antes el gentío que se amontonaba afuera de la cárcel era un nudo bullicioso, ahora se volvía una masa muda. Y sólo quedaron en el viento los gritos de la mujer, el llanto de esa reclusa anónima que gritaba “hija, hija, hija” y que se pegó de la malla como si hubiera perdido totalmente la cordura, como si ya nada peor en la vida le pudiera suceder. John Herber no conocía a esa mujer, pero su fatalidad lo hizo quebrar, lo hundió en un estado del que no logró reponerse. Y permaneció ahí, con la bolsa de comida en la mano, impasible, sin saber qué excusa inventarle a Margarita para justificar su cara de espanto. Una vez traspasó puertas, candados, rejas, una vez puso el revés de sus antebrazos para que lo marcaran con seis sellos de tinta, una vez hizo filas, fue testigo de peleas y estrujones por los puestos, pasó requisas, escuchó gritos y logró estar frente a Margarita, John dejó salir una sonrisa. No le contó a su esposa sobre el ataúd de una niña que había acabado de ver afuera, para no deprimirla más de lo que percibía en su cara, en sus ojeras. Suficiente era para ella no poder ver a Tomás, suficiente era que en los periódicos dijeran que ella era el cerebro de una organización dedicada veintiúnal lavado de activos. Ella, María Margarita Salinas Forero, la mujer con la que John había compartido 21 años de su vida, desde que era un adolescente, desde aquella primera vez que la invitó a comer crepes y a dar un paseo en la moto que ella le tenía miedo, aquel mismo día en que, de despedida, John le robó descaradamente un beso en la boca. —¿Cómo está mi bebé? ¿Por qué traes esa cara? ¿Te pasa algo? —preguntó Margarita. —Nada, no me pasa nada —musitó John. Un vendedor de plátanos que nunca pidió conocer la nieveUna mañana de diciembre del 2006, sentado en la cama de su celda, Ñoño recordó que uno de sus sueños de infancia era conocer la nieve. La Metropolitan Correctional Center, de Nueva York, había amanecido esa mañana cubierta por una capa de escarcha blanca y centelleante que se extendía a lo largo y ancho de Manhattan. Desde antes de las 6 de la mañana, Ñoño estuvo parado detrás de la reja, contando los minutos para que la abrieran. Un guardia puertorriqueño, que se volvió su amigo luego de pasar horas conversando sobre vallenatos, se le acercó a los barrotes y le dijo: —Oye, ¿estás ansioso? ¿qué te pasa? A Ñoño, acostumbrado al calor de Barranquilla donde su padre lo había levantado vendiendo plátanos en la plaza de mercado, le daba cierta pena reconocer el origen de su intranquilidad. Entonces levantó la mirada hacia ese hombre menudito, de gafas, que caminaba con un tembleque en una pierna, y le contestó: —Es que hoy voy a conocer la nieve. La celda se abrió a las 7 de la mañana. Ñoño desayunó lo más rápido que pudo y se fue a buscar a Edwin, su compañero de trabajo, para convencerlo de que, luego del conteo de las 9, se fueran juntos a la terraza. Edwin era una de las 34 personas que capturaron en la tan difundida operación Milenio, de agosto de 1999, en la que cayó Fabio Ochoa. Era un paisa de acento arrastrado que aprovechó sus días en la cárcel para aprender a hablar inglés con alguna suficiencia. Edwin se hizo amigo de Ñoño porque ambos fueron contratados por 12 dólares mensuales como los limpiadores oficiales de la sangre que corría dentro de la cárcel. Cada vez que había una pelea a puños en la Metropolitan Correctional Center, que generalmente era dos veces por semana, se encendía la sirena. Los guardias corrían hasta las celdas de Edwin y Ñoño y les entregaban un kit de guantes y desinfectantes para que dejaran los espacios nuevamente relucientes. Para llevar a cabo ese oficio, recibieron un par de cursos de entrenamiento. Los desmadres ocurrían casi siempre en las zonas comunes, donde estaban instaladas las salas de televisión. Ese mismo diciembre, por ejemplo, hubo una gresca que se demoró casi una hora en ser controlada. Se enfrentaron dos pandillas: una conformada por hombres casi todos afroamericanos, contra otra de muchachos de origen latino. A la sala había entrado un preso con un candado camuflado en la bota del overol. Lo tenía amarrado al tobillo. Con esa misma pierna agarró a patadas a otro interno, lo que devino en una batalla campal en la que volaron sillas, codazos, puños y agarrones. Ñoño no pudo ver el desarrollo completo de la trifulca. Pero sí sus sobras. Durante casi toda la tarde estuvo con Edwin fregando los pequeños manchones de sangre que quedaron esparcidos por los pisos y paredes, como si fuera la escena de una película de Tarantino. Pese a que la terraza estaba cubierta de nieve, los presos no perdieron oportunidad de ir en busca de algo de aire. Vista desde un ángulo cenital, la azotea de la cárcel se asemejaba a esos triángulos con los que se ordenan las bolas de jugar billar, pero cubierto por una malla, y reforzado en los costados con círculos hechos a base de alambres de púas electrificados. El espacio plano, que era aprovechado para jugar fútbol los fines de semana, había amanecido hecho un tapete blanco que Ñoño al principio miró pasmado. Luego, cuando hubo de tomarse algo de confianza, se puso a armar bolas de nieve y a estrellarlas contra la pared. —Oiste, Plátano, ¿vos es que sos güevón o qué? —le preguntó Edwin en tono burlón.Delante de los demás reclusos Ñoño se tiró al piso, se revolcó, acumuló pelotas de hielo que fue acomodando una sobre otra hasta armar un muñeco de anatomía desproporcionada, mientras Edwin se moría de la risa y le decía, con ese acento de los paisas: “¡Vos sí sos montañero, home!” ** Extraditados por error es un libro (editorial Planeta) escrito por José Guarnizo, periodista, corresponsal de SEMANA en Medellín, ganador del Premio Internacional de Periodismo Rey de España en el 2011. También es autor del libro La Patrona de Pablo Escobar, texto que fue adaptado a la televisión por RTI, en una serie llamada La viuda negra, transmitida en Estados Unidos por Univisión.