A mediados de agosto de 2017 Leidy Heredia empezó a tener un sueño inquietante y repetitivo. Una visión delirante que la terminaría vinculando con una momia que estaba expuesta en el mausoleo de San Bernardo, un pueblo de Colombia a miles de kilómetros de distancia de Niza, Francia, dónde ella vivía. La mujer de 36 años soñaba que estaba en el mercado de San Remo, en Italia, en una época distinta. El ambiente parecía una postal hippie de 1968. En ese sueño se encontraba con un hombre de unos 40 años, descalzo y sin camisa. Solo lo acompañaba un cigarrillo entre los labios que casi se caía cuando la veía y le sonreía. Después de acercarse a ella y conversar un rato le repetía: “Mi vida fue mi filosofía y mi manera de vivir”. Leidy despertaba con la sensación de haber hablado por mucho tiempo con ese hombre, pero no se acordaba de qué, solo de la última frase. También pensaba en lo mucho que ella se parecía a él. Fue así como se sintió empujada a buscar a su padre. Cuando Joyce Cruz, de 34 años, fue a la exhumación de su papá en 2012 se llevó una gran sorpresa. Tras 6 años de haber sido enterrado, su cuerpo todavía estaba intacto. Se veía como una porcelana, como si hubiera muerto hace muy poco tiempo. Estaba momificado. El sepulturero de San Bernardo, Cundinamarca, un pueblo donde los cuerpos se momifican sin ningún proceso químico, le sugirió que lo exhibiera en el mausoleo del cementerio, junto a otras momias. Ella se negó. Le parecía que exponer el cuerpo de su padre era exponer su dolor. Pidió que lo volvieran a inhumar y que le dejaran una abertura en su tumba para que su cuerpo se pudiera descomponer con el aire. Cinco años más tarde se repitió la exhumación. El ataúd estaba destruido pero el cuerpo de su padre no. Aunque se había deteriorado un poco todavía estaba completo. El sepulturero le insistió a Joyce que lo exhibiera, que si se había conservado era por algo, que quizá detrás de ese cuerpo había una historia que tenía que ser contada. Y sí que la había. Después de mucho pensar, ella aceptó exponerlo y hace un año descansa junto a otras cuatro momias.
Cuerpo de Jorge Cruz. Foto: Sergio Acero/SEMANA.
Joyce Cruz. Foto: Sergio Acero /SEMANA. El cementerio de San Bernardo es la razón por la que los turistas visitan ese pueblo. Al entrar se pueden ver decenas de osarios. Todas las lápidas tienen flores plásticas relucientes de colores vivos que espantan los mosquitos. Por un laberinto de pinos que emana un olor exquisito se llega al mausoleo. Es redondo y pequeño. Tiene dos pisos y está pintado de azul cerúleo. Los ventanales son tan grandes que las momias están expuestas al calor y la luz. En esas condiciones se van a descomponer pronto. No se sabe la razón por las que aparecen momias en San Bernardo. Según Edna Rocío Vergara, la guía del mausoleo, varios arqueólogos y científicos han hecho algunos estudios pero todavía no hay una explicación desde la ciencia. Algunos dicen que el fenómeno se da porque las personas han ingerido balú y guatila, alimentos reconocidos en el pueblo. Otros aseguran que es por el consumo de alcohol y otras sustancias psicoactivas, pero estas hipótesis han sido rebatidas porque también hay bebés momificados. La teoría más aceptada es que el suelo y el ambiente de San Bernardo hace que los cuerpos no se descompongan, ya que el 20 por ciento de la población sepultada en ese lugar se momifica. Pero como es una comunidad muy religiosa, son pocas las familias las que aceptan exponer los cuerpos. Desde 1963 hasta hoy se han encontrado 350 momias, de las que se exhiben 14.
San Bernardo, Cundinamarca, un pueblo donde los cuerpos se momifican de forma natural. Foto: Sergio Acero / SEMANA. El cuerpo de Jorge Cruz, el padre de Joyce, está en el centro de la exposición y es el la momia más conservada. Su piel parece una hoja seca que empieza a ser consumida por hongos blancos. Está boca arriba, con la cabeza girada a la izquierda. Sus ojos están entre abiertos y su boca deja ver sus dientes. Sus órganos se descompusieron, por eso es liviano. Pero su piel y sus huesos se conservan. Se pueden ver sus músculos, sus dedos, sus uñas, sus pestañas… Está entero. Reposa sobre una sábana blanca. Tiene otra en la parte superior de la cabeza y una más que le cubre el tronco, los genitales y sus muslos. En su pecho tiene una cruz de madera. El cuerpo momificado de Jorge Cruz está entre los de Margarita Prieto y de Saturnina Torres. La primera ya tiene la piel blanca y está expuesta hace 50 años, la otra momia lleva 35. Sin ningún tratamiento, poco a poco, estas momias irán perdiendo más peso y su piel se volverá una lámina traslucida hasta que desaparezcan. Joyce visita el cementerio al menos una vez al año. Hasta hace muy pocos meses pensaba que ese iba a ser el final de la historia mágica con su padre.
El Mausoleo de Momias de San Bernardo no cuenta con dinero suficiente para hacer reformas que ayuden a preservar los cuerpos exhibidos. Foto: Sergio Acero/SEMANA. Videos: Son Callejero grupo de salsa de habitantes de calle Un encuentro increíble Leidy Heredia nació hace 36 años en Chía, Cundinamarca, pero creció junto a sus abuelos en Galapa, un municipio del Atlántico. Su madre la dejó con ellos y no volvió a aparecer. Después se supo que había formado otra familia y que vivía en Venezuela. A los 18 años Leidy viajó a Francia para encontrarse con una tía que le pagaría sus estudios. No regresó a Colombia en mucho tiempo. Aunque tenía la curiosidad de saber quién era su padre nunca se animó a buscarlo, quizá también la había abandonado. Y ahora que estaba casada y tenía el amor de sus dos hijos no se le pasaba por la mente buscarlo. Pero todo cambió con ese sueño premonitorio. Sus visiones fueron tan recurrentes que decidió contactar a su mamá para suplicarle que le dijera quién era su padre. Ella le dijo que se llamaba Jorge Cruz y que su familia vive en San Bernardo. Leidy revolcó Facebook hasta que dio con uno de los nueve hermanos de su padre. Este le dijo que el hombre que buscaba estaba muerto, pero que hablaría con Miriam, la hermana más cercana de Jorge en vida, para ver qué se podía hacer. Cuando Miriam se enteró no lo podía creer. Pensó que era una broma y después lloró de la conmoción. Miriam le dijo a Joyce que quizá tenía una hermana. Ella empapó su cara de lágrimas. Pensó que era menor y que quizá vivía en el horrible lugar donde su padre vivió mucho tiempo. Pero su Miriam le dijo que no, que era mayor que ella y que vivía en otro continente. Las mujeres conversaron y quedaron de hacerse una prueba de ADN cuando Leidy viniera a Colombia. Como si su destino fuera encontrarse, antes de enterarse de todo, Leidy ya había planeado un tour por varias ciudades de Colombia para noviembre de 2017. Además de vacacionar con su familia, quería que su abuela conociera a sus nietos.
Joyce y Leidy. Foto: Archivo particular. Los resultados del examen indicaron que tenían 99 por ciento de compatibilidad en el cromosoma X. Es decir, eran hijas del mismo padre. “Cuando la vi sabía que era mi hermana porque era muy parecida a mi papá. No tenía necesidad de más pruebas”, dijo Joyce. Ambas acordaron encontrarse de nuevo. Joyce le dijo que viajaran a San Bernardo, que solo estaba a cuatro horas de Bogotá, y que allí le contaría una gran historia. Que su padre fuera una momia era lo de menos, tal vez había una razón por la que nunca le dijeron la Leidy quién era él.
Joyce viajó a visitar a su hermana a Europa a principios de este año. Foto: Archivo particular. Puede leer: ¿Por qué tenemos tantos habitantes de calle en Bogotá? Promesas incumplidas A sus 20 años Jorge Cruz conoció Esperanza Rodríguez, el amor de su vida, una jovencita rubia de 17 con quien pensaba hacerlo todo y pasar el resto de sus días. Se vieron por primera vez en una fiesta de cumpleaños en San Bernardo. Ella vivía en Bogotá pero iba al pueblo en vacaciones, tiempo suficiente para convencerla de que fuera su novia. A los dos años de relación, en 1982, el padre de ella murió y Jorge le propuso que formaran una familia. “Nos quisimos mucho. Él era todo para mí. Me enseñó a tocar guitarra, a manejar carro y moto... Teníamos muchos proyectos juntos. Siempre me vi a su lado”, recuerda Esperanza. Jorge Cruz estudió Química y Teatro. Sus conocidos lo recuerdan como una persona simpática, un tanto vanidoso, siempre cuidadoso de su aspecto físico. También lo describen como un hombre brillante, devorador de libros, un conversador envolvente. Él y su esposa siempre estaban juntos. Dirigieron el censo de San Bernardo, construyeron dos barrios de interés social y cuando Joyce nació montaron una oficina de compraventa de carros en Bogotá. Les iba bien porque Jorge era muy carismático. “Vendía un hueco”, dice una de sus hermanas. Pero el amor y todos los planes que tenían quedaron en nada. “Él me hizo dos promesas que no cumplió—dijo Esparanza entre lágrimas y una voz ahogada delataban que todavía lo ama— La primera, que nunca me iba a dejar sola. Y la segunda, que yo era la única mujer en su vida". Su relación se empezó a dañar cuando Jorge se reencontró con un amigo a quien no veía desde la adolescencia. Llegaba tarde a su casa y luego pasaba varias noches por fuera hasta que se esfumaba por semanas enteras. Cuando volvía, parecía que un camión le hubiera pasado por encima, y oliendo a infierno. Esperanza lo dejaba descansar mientras le esculcaba la ropa y el carro donde siempre hallaba huellas de lo que había hecho. Encontró un reguero impresionante de tabaco bajo los tapetes del carro, bolsitas de cocaína, que según Jorge eran bicarbonato de sodio para pasar la borrachera, y varias botellas de whisky. Pero lo que hizo que la relación se volviera insoportable fueron las encerradas de Jorge durante horas en el baño. Mientras un olor fuertísimo inundaba la casa, Esperanza golpeaba la puerta y le pedía que abriera. Él se molestaba, le gritaba que lo dejara en paz. Luego salía del baño y azotaba la puerta dejándola con seguro y se iba de la casa. Esperanza se daba las mañas para abrir y cuando entraba veía un espectáculo de marihuana y bazuco. Ella pensaba que podía sacarlo de ese mundo, sacudirlo. Rezaba y hablaba con él, acordaban que no volvería a consumir, pero él recaía siempre. Esperanza le pidió ayuda a la familia de Jorge. Su bebé tenía apenas un año y ya no podía soportar que el consumiera drogas, que la dejara sola y que además se pusiera agresivo. Se fue a un apartamento en Bogotá pero a los días Jorge la buscó. Para entonces ya no había carro, ni empresa, ni proyectos, ni nada. Le pidió perdón, le aseguró que iba a cambiar y le suplicó que volvieran. Esperanza lo intentó una vez más pero Jorge terminó viviendo en la calle y nunca pudo dejar el bazuco. Esta sustancia es conocida como ‘la droga del diablo’ por el alto riesgo de adicción. Juan Daniel Gómez, neuropsicólogo de la Universidad de Münich, explica que el bazuco es un sulfato de cocaína, un estado químico anterior a la cocaína, que contiene más impurezas y que se tiene que consumir de forma inhalada. El plon o el soplo, le dicen a esta forma de consumo. Generalmente se sopla con tabaco o marihuana. Y el humo que produce emana hidrocarburos aromáticos, también adictivos. Quien lo consume se expone a tres sustancias que pueden generar dependencia: el humo, el tabaco o la marihuana y el bazuco mismo. Esta droga tiene un efecto de disforia casi instantáneo. Por eso le dicen ‘el susto’ y se experimenta una rápida sensación de pánico, pero también de fuerza, energía y llenura. Sin embargo, el hechizo se pierde a los pocos minutos y por eso una persona tiene que soplar varias veces para mantenerse en ese estado. Infografía: Cifras habitantes de calle en Bogotá 2017
Esperanza Rodríguez. Foto: Sergio Acero/SEMANA. Por muchos momentos la familia de Jorge pensó que lo que le faltaba era amor y voluntad para dejar el vicio. Pero después descubrieron que el bazuco genera una dependencia física. Después de pasar de la euforia, el consumidor empieza a sentir malestar y agotamiento. Y la forma de sentirse mejor es soplar otra vez. Si no lo hace, puede experimentar síndrome de abstinencia: tembladera, sudoración e irritabilidad. Y la última etapa que se puede sufrir al consumir bazuco es la psicosis cocaínica, cuando el consumo fue tanto que se empiezan a alucinar. “El organismo genera una relación con la sustancia y el consumo se vuelve inaplazable. Se trata entonces de una dependencia física y esa necesidad es irreprimible. No hay principios morales, no hay voluntad que valga porque la sensación que produce es muy parecida la necesidad de comer”, explica Gómez. Según la Organización Mundial de la Salud hay 350 millones de personas que consumen algún tipo de droga y solo el 10 por ciento es considerado problemático. Pero estos últimos son casos difíciles porque las adicciones no tienen cura, tan solo tratamiento para hacer la vida más llevadera. Y para superar el consumo que degrada a alguien es necesario un tratamiento personalizado, de los que casi no hay en Colombia. En Bogotá hay 9.538 habitantes de calle. El 90% de esta población consume algún tipo de droga. El 72 % consume Bazuco y el 62 %, marihuana. El 38 % de esta población terminó en la calle por su adicción y el 13 %, por gusto persona. Fuente: DANE 2018. Quizá por eso Jorge no pudo salir nunca de la calle. Su familia lo llevaba a varios centros de rehabilitación y él los complacía por un tiempo pero la ansiedad lo vencía. Alberto López Mesa, quien fue habitante de calle por muchos años, cuenta que pudo dejar su adicción al bazuco gracias a que recibió tratamiento médico y psiquiátrico. Le exigieron hacer ejercicio para desintoxicarse, le dieron mejor alimentación y todo esto sin un juzgamiento moral y sin exigirle que dejara de consumir más allá del tratamiento. Más tarde recibió un tratamiento odontológico, lo cual fue fundamental para recuperar su autoestima. Se reencontró con su familia y de nuevo encontró afecto en esa sociedad que lo rechazaba. Lo que completó el proceso fue encontrar un trabajo. Jorge no corrió con tanta suerte. Vivió por muchos años en el Cartucho, una olla de expendio de drogas en donde se reunieron almas en pena hasta que fue demolido. El resto de sus días deambuló por las calles, pero al menos nunca le faltó el amor de su familia.
1) Jorge Cruz y su hija cuando tenía dos años. 2) Jorge Cruz y Esperanzas de jovenes. 3) Jorge Cruz en su adolescencia. 4) Jorge Cruz caminando por la carrera séptima de Bogotá. Fotos: Archivo particular. Le recomendamos: La conmovedora historia del primer reciclador de Doña Juana La sangre llama Una noche, Miriam Cruz recibió la llamada de su hermano Jorge: “Ayúdeme, venga por mí, me apuñalaron”. Ella salió disparada al hospital Santa Clara. “Cuando lo vi parecía un monstruo”, dijo ella. Le habían atravesado la mejilla derecha de lado a lado. Tenía los ojos rojos y la cara muy inflamada. “No me querían aplicar anestesia. Me tocó amenazarlos con demandarlos”, le contó adolorido y de buen humor. En ese momento Jorge ya llevaba 14 años viviendo en la calle. Por sus heridas aceptó irse por unos días a vivir a la casa de su hermana. Joyce había cumplió 15 años y fue a visitarlo. Ella no lo había visto desde que tenía 8. Siempre lo vio como un hombre elegante y su madre solo le hablaba cosas buenas de él. Pero ya no era el mismo, al menos físicamente. Lo vio delgado, más bajito, despeinado, había perdido algunos de sus dientes. Cuando se reencontraron, él se derrumbó. Lloró y le pidió perdón mil veces. Joyce lo abrazó pero no podía dejar de sentir rabia por su abandono. Miriam y Joyce querían sacarlo de ese mundo pero él prefería quedarse en una residencia. Miriam lo acompañaba y lo visitaba. El lugar era tétrico. Los ratones caminaban por las camas. Se escuchaba el llanto de niños abandonados. El olor era insoportable. “¿Por qué no nos vamos para la casa?”, le decía Miriam. Pero él se negaba mientras se acomodaba en un catre viejo. Después de que pasaba unos días en ese lugar se iba al Cartucho. Cuando aparecía, Miriam se lo llevaba al campo, lo dejaba en su casa, pero pasados unos días, él huía de nuevo. También Vanessa, una de sus sobrinas, lo recibía y le decía que siempre había un lugar para él en la mesa por si tenía hambre. Pero él aparecía y desaparecía.
Miriam Cruz fue la hermana que nunca rechazó a Jorge Cruz por su decisión de vida: Foto: John Hamon. Finalmente Miriam y Joyce entendieron que Jorge se sentía a gusto en la calle, que era su decisión estar ahí. Pero Joyce ya no quería estar lejos de su padre. Así que cuando cumplió 17 le propuso a Jorge que se vieran cada 8 días. Empezaron a encontrarse en cafeterías y nunca más perdieron el contacto gracias a un celular viejo que él tenía. A pesar del abandono, Joyce prefería estar unas horas cada semana con él, morirse de la risa de sus ocurrencias y escucharlo hablar de política, de la calle, y de la composición química de cada cosa que se comían. Descubrió que a pesar de sus decisiones, realmente la amaba y la admiraba. Recibir su cariño era mejor que su ausencia. Cada vez que se encontraban, Jorge le tenía un regalo a Joyce o a su hermana Miriam. Reparaba lo que la gente tiraba y lo convería en algo bello. “Él me enseñó que entre lo más oscuro puede haber luz. Y ese hombre que para algunos era una persona desagradable, para mí era un tesoro.”, dice Joyce. En la calle le decían “El científico”. Vivía de arreglar celulares y electrodomésticos. “Sentí un alivio enorme al saber que él no le hacía daño a otros para consumir”, agregó. Joyce empezó a ver avances. Su papá le decía que tenía ganas de montar un almacén para arreglar celulares. Y mientras caminaban por el centro, le presentaba a sus amigos y les decía lleno de orgullo: “Ella es mi hija. Algún día va a ser gerente de un banco”. Y su profecía se cumplió porque ahora Joyce es gerente de una sucursal de un banco importante en el país. En video: Son Callejero: grupo de salsa de habitantes de calle El hombre de sus sueños En 2005, Jorge no volvió a contestar su celular. Joyce y Miriam se desesperaron y fueron a buscarlo. Pero no lo encontraron. Por un año Miriam le rezó a la Virgen de Chiquinquirá para que su hermano apareciera. Hasta que su santa le hizo el milagro y su esposo la animó a buscarlo en Medicina Legal. Cuando llegaron les pasaron un libro con fotografías de los cuerpos no identificados. Miriam recorría las hojas y no veía a nadie familiar. Hasta que su esposo le dijo: “Mi amor, ahí está su hermano”. Ella no lo había reconocido porque le habían cortado el pelo, pero al ver la cicatriz de la mejilla y los puntos que nunca se quitó, supo que era él. Llamó a su sobrina y le dijo que fuera a reconocerlo. Hacía casi un año que Jorge había sido asesinado con una puñalada en el corazón. Los cuerpos de los habitantes de calle no identificados suelen ser enviados a fosas comunes. Máximo estarían tres meses en Medicina Legal, donde aseguran que son muy pocas las familias que van a reclamar los cuerpos de personas que han vivido en la calle. Para fortuna de su familia, su cuerpo fue donado para estudios a la Universidad Antonio Nariño. Allí Joyce fue a reclamarlo. Estaba nadando en una piscina de formol. Finalmente pudo enterrarlo. Joyce le preguntó a la Fiscalía si sabían quién o por qué habían matado a su papá, pero no recibió respuesta. Joyce empezó a buscar por su cuenta. Se metía a todas las ollas, levantaba a los amigos de su papá que dormían las esquinas. Ninguno le decía nada. Hasta que se atrevió a caminar el Bronx, un lugar que le pareció peor que el Cartucho. Esperanza la siguió y cuando iba en la mitad de la calle le gritó: “deja de buscar al hombre que mató a tu papá porque me vas a matar a mí también”. Joyce reaccionó y le prometió a su madre que iba a parar. “Tenía mucha rabia porque la Fiscalía nunca investigó quien había asesinado a mi padre, porque para ellos son ciudadanos de tercera categoría. Pero solo tenía 45 años”, dice. Pero si la vida le quitaba a su padre, luego le daría una hija que hoy tiene 10 años, una hermana y a dos sobrinos, un niño de 3 y una pequeña de 1 año. Cuando Leidy escuchó la historia de su padre camino a San Bernardo se le venían las lágrimas. “Fue asombroso haber podido conocer su historia. Haber tenido la oportunidad de verlo así estuviera muerto”, dice ella. “Mira, estas son las fotos de mi papá cuando era joven”, le dijo Joyce a su hermana. Cuando ella lo vio supo que era el hombre de sus sueños.