Cuando se conoció el fallo del Consejo de Estado, que ordena girar cerca de 6 billones de pesos para limpiar el río Bogotá, varios entendidos dijeron que era un fallo “histórico”. Así lo dijo, por ejemplo, la ministra de Medio Ambiente, Luz Helena Sarmiento. Y de cierta manera lo es. En primer lugar, por sus alcances. Así como otro fallo -el de la Corte Constitucional sobre los desplazados- provocó un revolcón en la materia, este marca un antes y un después en la historia del río Bogotá. En segundo lugar, por el llamado de atención que hace. El fallo concluye que el río es uno de los “sistemas hídricos más contaminados del mundo”, les jala las orejas a cerca de 72 entidades del Estado (incluidos 46 municipios involucrados) y les pone tareas so pena de desacato.En tercer lugar, por los efectos que puede tener. Si la sentencia es acatada como debe ser se creará una gerencia de la cuenca. Bogotá y los 45 pueblos aledaños tienen que cambiar sus respectivos POT para que se adecúen a las necesidades del río y hasta puede llegar a implicar la creación de tasas contributivas. La idea es que el río otra vez respire y que el Salto del Tequendama, en un futuro, no se quede sin agua. Lo cual es una meta bastante ambiciosa si se tiene en cuenta que cada día el río recibe residuos sólidos equivalentes a 1.000 toneladas. Eso es como si cada día se botaran al río 35 tractomulas. Por algo, en su momento, Corporación Al Verde Vivo decía que “el río Bogotá es la mayor alcantarilla abierta de Colombia”. Lo que ha llamado más la atención del fallo es que ordena invertir 5,54 billones de pesos para descontaminar el río. Sin embargo, eso no es necesariamente lo más novedoso. Un documento Conpes de 2004, llamado ‘Estrategia para el manejo integral del río Bogotá’, ya había comprometido al Estado con inversiones por 5,9 billones de pesos. El Conpes se produjo luego de que la magistrada del Tribunal de Bogotá, Nelly Villamízar, había fallado en primera instancia este caso y había declarado que “el río Bogotá era una catástrofe ecológica”.Por eso, tal vez, la novedad del fallo radica en que pone al descubierto que, contrario a lo que mucha gente cree, en Bogotá hay avances verdaderamente importantes en la infraestructura para descontaminar el río. Y, tal vez lo más importante de manera inmediata, la sentencia da las órdenes necesarias para desatar los dos grandes nudos que tenían frenado el avance de la limpieza del río.Los bogotanos, en medio de escándalos como el de los Nule o el del alcalde Samuel Moreno, no se dieron cuenta que bajo tierra, y distribuida en sitios estratégicos de la ciudad, se instaló una enorme telaraña de tubos gigantes: en total son 70 kilómetros de interceptores de 4,2 metros de diámetro.Para entender la importancia de esa obra de ingeniería hay que entender que hay tres ríos (el Salitre, el Fucha y el Tunjuelo) que bajan de los cerros orientales y recogen todas las aguas negras de la capital y luego las depositan en el río Bogotá. Esas aguas negras son el 85 por ciento de la contaminación del río Bogotá. Por eso la estrategia que se definió desde 1994 para descontaminar fue construir al lado de los ríos Salitre y Tunjuelo unos tubos que recojan las aguas negras (los llamados interceptores) y en vez de depositarlas al río Bogotá las lleven directamente a las plantas de tratamiento.La del Salitre, que limpia un tercio del agua sucia que va al río Bogotá, ya se construyó a principios de este siglo y costó medio billón de pesos. La planta de Canoas todavía no está construida, pero durante la administración de Samuel Moreno se terminó prácticamente de armar la ‘autopista’ de interceptores, que recogen las aguas negras de los tres ríos, en la cual se invirtió un billón de pesos. Es decir, ya falta poco para tener todo el rompecabezas de la descontaminación armado. Sin embargo, como le dijo un antiguo funcionario del Acueducto a SEMANA: “Toda esa inversión está enterrada”. Al menos por ahora.Y está enterrada, no solo porque falta construir la planta de tratamiento de Canoas sino porque surgieron dos problemas. El primero tiene que ver con la administración de Samuel Moreno. Cuando construyeron el último tramo del túnel para llevar las aguas residuales de Bogotá hasta la futura planta de Canoas, ubicada en Soacha, debían construirse varios pozos de inspección, pero uno de ellos, el número 12, que era el último, no se hizo. En parte porque no se compraron los terrenos y en parte porque se decidió modificar el trazado. Terminaron el túnel pero no se percataron de que por ese pozo debían sacar dos enormes máquinas de excavación (conocidas como tuneladoras) que quedaron enterradas a 60 metros de profundidad. Ahí, cuatro años después, todavía están. Razón por la cual no se han puesto en funcionamiento los interceptores.Y el segundo problema surgió cuando en la administración de Gustavo Petro, el Acueducto decidió que la planta de tratamiento no debía construirse en Canoas, sino en El Charquito, porque salía mucho más barato. Hacerla en Canoas implica construir un sofisticado andamiaje para hacer que el agua suba (lo que se llama estación de elevación o de bombeo) lo cual puede costar cerca de 320.000 millones de pesos. La Alcaldía de Petro aseguraba que no se podía invertir recursos públicos cuando, según ellos, al fin y al cabo quien se beneficia de elevar el agua es Emgesa, pues fortalece su capacidad de generación de energía. Este lío también ha mantenido congeladas las obras.El fallo, del magistrado Marco Velilla, resuelve entonces los dos líos. En el primer caso determinó que la planta debe hacerse en Canoas y por ende tendrá que abrirse el pozo 12 y sacar las tuneladoras (a un costo de cerca de 35.000 millones de pesos). Y en el segundo punto consideró que se debe construir la estación de bombeo y debe ser pagada en parte por el Distrito y en parte por Emgesa considerando que esta última solo tiene la concesión hasta 2018 y que la generación de energía en el Muña es estratégica para el país. Así pues, este caso que comenzó con una demanda en 1992 y se demoró 22 años en ser resuelto se convirtió en un fallo histórico. Ese tiempo, además, fue suficiente para que el ciudadano de Sibaté que interpuso la acción popular falleciera antes de ver su sueño hecho realidad.