Cuando Ruby Cortés recogió el panfleto del piso y lo leyó, sintió ganas de salir corriendo. Pero su cuerpo se quedó inmóvil, las piernas le temblaban y la voz apenas le salía. Paralizada, en el papel vio su cara marcada por líneas rojas y una mordaza: “No siga investigando lo que no le importa, evítese problemas”, decía. El llanto finalmente le ganó y ahí mismo, sobre el antejardín de su casa, el peso de la tristeza la derrumbó.

Alguien no quiere que siga haciendo preguntas sobre el asesinato de su hijo menor, Jair Cortés, de apenas 14 años, y cuatro jovencitos más en un cañaduzal del barrio Llano Verde, al oriente de Cali. El panfleto llevó a Ruby de nuevo a la escena de aquel 11 de agosto, cuando vio el cadáver de Jaircito, como lo llamaban de cariño, golpeado, quemado y tirado entre la caña.

Ruby es una mujer valiente, de ojos color miel, piel canela y 1,58 de estatura. Siempre ha luchado: salió muy joven de Tumaco, Nariño, desplazada por la violencia y llegó a Cali en ceros y sin conocer a nadie. El Distrito de Aguablanca, una subregión urbana que agrupa más de 17 barrios, le abrió las puertas y allí hizo una vida. En 2013 inauguraron el barrio Llano Verde y fue beneficiada con una casa de 40 metros cuadrados, ladrillo limpio y dos pisos. Se mudó con sus siete hijos.

Llano Verde está en la esquina suroriental de Cali. Comprende 4.371 viviendas de interés social y tiene alrededor de 26.000 habitantes. En su mayoría se trata de afrodescendientes y desplazados. Las miradas son tímidas, desconfiadas, tristes. En la fachada del único colegio hay un mural de colores y una paloma de la paz en el ángulo derecho. También hay un pasacalle que dice “Llano Verde reclama justicia y dignidad”. A ese mensaje lo acompañan los rostros de Luis Fernando Montaño, Álvaro José Caicedo, Jair Cortés, Léider Cárdenas y Josmar Cruz, torturados y asesinados en uno de los cañaduzales que conectan con el corregimiento de Navarro, en la Cali rural.

Las afueras del colegio se convierten en una pista de baile cuando al menos tres grupos de danza urbana se turnan la tarde para ensayar ahí. A uno de esos asistían los cinco jóvenes masacrados. En Llano Verde bailan para evadir la angustia, la tentación del mal y, en muchos casos, el hambre. La temperatura en esa zona puede alcanzar los 40 grados centígrados, pero no es excusa. Todos se mueven con un derroche de talento, como tratando de que la suerte algún día les sonría.

La lideresa Erlendy Cuero transformó su casa en Llano Verde para acoger la fundación Afrodes. No pudo vivir en ella mucho tiempo, a pesar de que creyó encontrar refugio después de su desplazamiento forzado en Buenaventura. La amenazaron un par de veces e intentaron matarla en dos ocasiones, cuando empezó a ejercer su liderazgo para plantarle cara a las bandas que buscaban reclutar jóvenes del barrio. Salió del mismo hace tres años. “Aquí vivimos un fenómeno de barreras invisibles. Es decir, estructuras criminales se pelean el territorio para el expendio de drogas y todo aquel que pase –sin permiso– de un lugar a otro es asesinado”, cuenta Erlendy.

En el registro que lleva Afrodes, en los siete años de existencia del barrio han asesinado a 250 jóvenes. En el último mes, contando a los cinco del cañaduzal, mataron a nueve jovencitos entre 14 y 25 años.Muchos de ellos murieron heridos esperando atención médica, porque el hospital más cercano queda a 40 minutos en carro. El martes pasado le fue entregado a la comunidad de Llano Verde un puesto de salud de nivel 1. Sus 26.000 habitantes vivieron siete años sin un centro asistencial.

Llano Verde tiene una ubicación estratégica para la criminalidad: es el último barrio de Cali en el suroriente, y una de sus vías conecta con el río Cauca, grandes sembrados de caña, los corregimientos de Navarro y Hormiguero, para llegar finalmente al norte del Cauca, donde opera la disidencia de las Farc Dagoberto Ramos. Ese recorrido interdepartamental toma apenas 40 minutos.

La carretera es destapada y escondida, y muchos caleños y residentes de Llano Verde no saben que existe. SEMANA recorrió la zona y encontró muchos buses y camiones transitando. Nadie sabe de dónde vienen ni para dónde van. “Tenemos comprobado que esa es la principal ruta de entrada de droga a Cali. La Policía dice que no es de su jurisdicción y el Ejército señala que no le corresponde, entonces ahí no hay dios ni ley”, comenta una fuente de la Alcaldía de Cali.

Para la comunidad de Llano Verde los cañaduzales son sinónimo de peligro. En los últimos tres años han descubierto 15 jóvenes asesinados en medio de la caña. “Antes de lo que pasó con los cinco muchachos encontramos a otro joven enterrado verticalmente, pero con la cabeza afuera. También lo habían torturado”, dice otra líder social amenazada, que prefiere omitir su nombre. En síntesis, todos los procesos de liderazgo comunitario en Llano Verde están amenazados y fragmentados por los violentos.

Por eso, siempre miran al extraño con desconfianza. Las madres denuncian que desde otros lugares llegan para reclutar a sus hijos, y los jóvenes viven con la angustia de que en cualquier momento les disparen con un arma en la cara. “Aquí viene gente rara a causar daños”, asegura Cristian Carabalí, reconocido bailarín del Distrito de Aguablanca.

En el barrio viven en su mayoría afrodescendientes y desplazados del Pacífico. Muchas personas están saliendo de Llano Verde por la oleada de violencia.

Las autoridades tienen la hipótesis de que esa gente rara llega a Llano Verde para comprar droga y organizar las rutas de microtráfico. “Por la ubicación, hay estructuras criminales en este barrio que reciben toda la marihuana y la coca que vienen desde el Cauca. En este barrio funciona como un centro de acopio mayorista, que nutre todo el mercado minorista de la ciudad”, explica un investigador de la Sijín.

La pesquisa analiza si en ese entramado criminal participarían algunos patrulleros de la Policía Metropolitana de Cali. Un día después de la masacre en el cañaduzal lanzaron una granada al CAI de ese barrio, y una de las hipótesis dice que se trató de una retaliación entre uniformados y bandidos por un negocio mal hecho.

A Ruby Cortés todo eso la aterroriza, pero tiene un temple fuerte. No piensa abandonar su casa ni detener las indagaciones por la muerte de Jaircito. Ella no cree la versión entregada por Jefferson Angulo y Juan Carlos Loaiza, los dos hombres capturados tras la masacre. En el interrogatorio de indiciados ambos trabajadores de una obra cercana aceptaron que estuvieron en el lugar de los hechos. Sin embargo, aseguran que ninguno apretó el gatillo. Le achacan la culpa a Gabriel Bejarano, un supuesto vigilante de maquinaria pesada que tiene anotaciones judiciales y una condena en firme por porte y fabricación de armas de fuego. Los tres trabajaban para la empresa Control Interno y Transporte S. A. S., anteriormente llamada Búho S. A. El cambio de nombre se produjo el año pasado, luego de la captura del representante legal y varios miembros de esa compañía, señalados de ensamblar y vender armamento de guerra a la columna disidente Jaime Martínez, al mando de Johany Noscué, alias Mayimbú.

Angulo y Loaiza le contaron a la Justicia que ellos vieron a los jóvenes y pensaron que se trataba de ladrones. Los abordaron y Bejarano les disparó a quemarropa mientras estaban arrodillados. La versión deja incógnitas como ¿en qué momento torturaron a los niños?, porque tres de ellos tenían golpes en la cara, fracturas y heridas abiertas en el cuello ocasionadas por armas blancas.

Ruby repite insistentemente esta y otras preguntas. Ella y demás familiares sospechan que en este crimen hay más manos untadas de sangre que quieren desviar la investigación. Todos están dispuestos a seguir levantando la voz, así terminen igual que sus hijos. En Llano Verde resisten desde la adversidad, siempre lo han hecho así, y en este caso no habrá una excepción.