Al final, cuando ya todos la habían abusado como les dio la gana, vino uno y la marcó con las iniciales AUC en los brazos, la espalda, debajo de cada seno. “Para que le mostrés a tu novio, hijueputa” fue la agresión final y todos se echaron a reír mientras se acomodaban la bragueta. Después de tomar muestras de semen y saliva, los médicos de Medicina Legal que atendieron a la mujer fotografiaron las cortadas, y ahora el expediente está en manos de una corte internacional. Pero ese es un caso de hace años, de cuando los paramilitares comenzaron a disputarles a las guerrillas el control de los barrios periféricos de Medellín. En esos días entraban a las casas a buscar a sus enemigos y cuando no los encontraban ?se ensañaban con sus mujeres, feroces, barbáricos. Pasaba lo mismo en otras ciudades y también en otros pueblos donde el pene era una extensión del fusil asesino. Con la desmovilización de los grupos paramilitares, y con ello el descenso en los niveles de confrontación, los investigadores sociales pensaron que los abusos sexuales derivados de la guerra podrían superarse. Pero no llegó a ocurrir. Los nuevos grupos mafiosos que coparon los fortines paramilitares continuaron las violaciones como arma de intimidación y sometimiento. No solo ellos. Guerrilleros y soldados del Ejército Nacional se sumaron a las agresiones. Los siguientes casos de víctimas auxiliadas por el Comité Internacional de la Cruz Roja fueron cometidos entre 2007 y 2009, después de las promesas de que toda la barbarie era cosa del pasado. Madre e hija S. es la mamá de V., que es una adolescente de ojos cafés muy grandes y pestañas largas. En 2008 la mujer tenía 38 años, su hija 15. Las violaron tres hombres de las Águilas Negras en un pueblo de Antioquia. Fue el mismo día, en la madrugada, a eso de la una. S. había ido dos veces a la Fiscalía local a decir que los nuevos paramilitares acosaban a su hija y que le mandaban mensajes amenazantes al celular: “Estás muy rica, mi amor. Cuídate mucho”. “Así las buscamos, seriecitas y caseras. No nos gustan las putas”. “No salgas por ahí solita que te pueden robar”. El fiscal vio los mensajes y se rio. Dijo que esas eran cosas de muchachos, que no había que prestarles atención. Las Águilas Negras, lo mismo que sus antecesores, iban y venían por el pueblo a ojos de todos, sabiéndose dueños y señores. V. era una alumna ejemplar de su colegio. Sabía tanto de matemáticas que les daba clases a sus compañeros. No tenía novio. Madre e hija vivían solas. “Uno violó a mi mamá y dos a mí. Estaba oscuro y llovía duro, con truenos y rayos. Se fueron a la media hora”, dice V. en algún barrio de Medellín, donde permanece escondida. Ella enfermó, de pronto, semanas después. Le subían fiebres y andaba débil, con mareos y vómito. Ya no pudo volver al colegio, pero ambas mujeres convinieron en no contar lo sucedido. “Si abren la boca se las cerramos”, prometieron las Águilas Negras, que de vez en cuando pasaban por el frente de la casa en sus carros con música de fiesta a todo volumen, reguetón, rancheras, vallenatos, canciones de despecho. Un día, desesperada por la repentina enfermedad de su hija, la madre habló con el conductor de un camión donde transportaban cerdos para que las sacara del pueblo a escondidas. En la ciudad V. siguió debilitándose. El diagnóstico fue un embarazo molar, un feto sin formas ni rostro ni piernas ni brazos, una masa dura que amenazaba con seguir creciendo. El procedimiento de extracción fue doloroso, y no supuso el fin de la pesadilla sino el comienzo de otra. V. desarrolló un cáncer en el útero que pronto hizo metástasis y amenazó sus pulmones y espalda. ¿Podía ser todo más cruel? Sí, un poco más. Enterados de cada paso que daban la madre y su hija, las Águilas Negras las llamaban a recordarles que no abrieran la boca y después les nombraban, uno por uno, los familiares que aún tenían en el pueblo, tíos, sobrinos, primos. Hasta ahora, salvo el Comité Internacional de la Cruz Roja que las asiste con ayuda humanitaria, nadie más, ni siquiera los médicos que la atienden, saben el origen del embarazo molar de V. Ella, contra todo pronóstico, se ha ido recuperando. Después de la quimioterapia le ha vuelto a crecer el pelo y su rostro se ve tranquilo. Si las rapaces Águilas Negras no se lo impiden, se graduará de bachillerato en diciembre, y ya sabe qué quiere seguir estudiando: Medicina, después Oncología. Su madre la ve y sonríe. Otra María A María de Jesús la violó un guerrillero porque ella tenía un hijo en el Ejército. Ese hijo se llama Javier Alonso y es un contrainsurgente en El Caguán, en el sur del país, la antigua zona de distensión durante las malogradas conversaciones de paz entre el gobierno de Andrés Pastrana y el Secretariado de las Farc. El violador era alto, robusto, “de ojos de diablo”, dice la abuela, que pronto cumplirá 59 años. Su esposo, Jesús Emilio, permanece a su lado. Él tiene 63 años, y esa mañana estaba cortando caña para llevar a un trapiche de panela donde trabajaba por días. Ella había entrado una ropa del patio porque parecía que iba a llover. Ahí estaba el poncho del marido, limpio y doblado. “Él lo cogió y me lo amarró en la cabeza, después comenzó a quitarme la ropa”, recuerda María, y baja la mirada. Jesús le presta las manos, como ayudándola a pasar por un barranco. Mientras la violaba, el guerrillero le gritaba insultos, y después la amenazaba. Cuando todo terminó ella se fue al patio y buscó el limonero, a un lado del baño. “Corté unos limones, los partí y me los pasé por todo el cuerpo, las piernas, el pecho, los brazos, la boca”, dice María, y debe contenerse para no llorar. Ella tampoco ha tenido derecho a que se haga justicia y además, como si la agresión ya no fuera suficiente, ella y su esposo debieron abandonar la casa en el campo, los animales, la huerta florecida. Ahora el Estado ni siquiera los reconoce como desplazados. Cuando su hija la llevó a Medicina Legal para formalizar la denuncia, lo único que encontraron los peritos fueron quemaduras por el ácido cítrico del limón. Ocurre todo el tiempo. En su afán por limpiarse la inmundicia, las mujeres abusadas terminan retirando las pruebas que ningún violador podría refutar: los rastros de saliva y semen. Es como si el asco que producen en sus víctimas terminara asegurándoles impunidad. Pero a nadie parece importarle demasiado, solo a las organizaciones defensoras de los derechos humanos, casi siempre bajo sospecha por culpa de su insistencia en señalar la verdad dolorosa en un país que ya se cree a salvo de sus tragedias. Un detalle basta para advertir lo indefensas?que están las mujeres abusadas en medio del conflicto armado: si una de ellas decide suspender un embarazo producto de una violación, incluso a pesar de que la ley le reconoce ese derecho, corre el riesgo de irse al mismísimo infierno según les advierte su propia doctrina religiosa. La pregunta quizás sea: ¿a qué otro infierno? María María es una abuela de 87 años, pelo largo recogido en una cola, menudita, ojos cafés, dedos pequeños, de uñas recién cortadas. Lleva vestido y enaguas. La tela es de flores y pájaros. Sus zapatos son negros de amarrar, de suela de caucho. La violaron el viernes 9 de noviembre de 2007, día consagrado a una virgen italiana de la Edad Media. Desde entonces, la expresión de María es casi siempre lejana, dura, rabiosa. Fue un soldado encapuchado. Usaba pasamontañas y le puso el fusil en el pecho. “Vieja, no grités que te mato”, le dijo el militar adscrito a un batallón con nombre de héroe de la Independencia. Uno se imagina a María gritando, así tan delgadita, y sabe que de todas formas nadie la hubiera escuchado, de pronto su gato o las cinco gallinas con las que vivía sola, desde que la guerrilla amarró a su hijo Jesús como si fuera un novillo y lo fusiló ahí; muy cerca. Su casa queda al borde de la carretera entre Medellín y Bogotá, a un kilómetro de un río caudaloso que divide la montaña en dos. El soldado la empujó sobre la cama y mientras la violaba con rudeza, la mordió en el cuello, los brazos, los senos. La anciana se lleva las manos a la cara: “Mi enemigo se quedó un rato y después se fue cansado de hacerme mal”, dice. María lavó las sábanas y las cobijas sucias de sangre y se bañó el cuerpo con jabón de ropa. No le dijo nada a nadie porque los soldados rondaban por ahí y ella ya no les creía que fueran buenos. Tres días después, preocupada de no verla salir con sus gallinas por el patio, una vecina fue a buscarla y la encontró sentada en la cama, con la mirada perdida. Fue cuando la historia se supo y llamaron a su otro hijo en Medellín, un conductor de bus de una ruta que parece imaginaria: lleva a París, el barrio. De eso hace tres años y las autoridades todavía no dicen nada de los responsables. Repiten que hay 20 soldados sospechosos. Eso y ya.