“Hace aproximadamente seis meses me ofrecieron 1.200.000 por aceptar irme con unos hombres; ellos dejaron de una vez pago en el hotel para sacarnos de ahí, pero teníamos que estar con todos, sin usar preservativos e inyectarse heroína. Yo gracias a Dios nunca he consumido, no quiero consumir y preferí no aceptar; pero una amiga mía, desde el día en que se la llevaron, no aparecía y hace 15 días la encontraron muerta”.
Este relato es de Claudia, una morena fornida que no pudo terminar de estudiar contabilidad en Venezuela por la crisis, y tuvo que aventurarse en Colombia; a pesar de ese optimismo que le brota por los poros, acá aprendió, a las malas, que la calle es una selva de cemento y de fieras salvajes.
“Hay días en que no tenemos para la comida ni para el arriendo, y como se paga a diario, el día que no pagamos nos sacan. Siempre uno pide 30.000 pesos, pagando yo la habitación, eso serían 38.000 pesos, hay algunos que dicen que sí, otros nos ofenden y nos dicen que cómo vamos a cobrar esa cantidad. Uno se siente tan horrible, pero nos toca, más que todo porque del trabajo de nosotros dependen muchas familias”, dice sollozando.
La suya es la misma historia de centenares de mujeres migrantes que hicieron de su cuerpo una moneda de cambio para poder comer y malvivir mientras logran regularizar su estadía en Colombia. Pero no es un drama exclusivo de ellas. Maximiliano tenía un spa en Caracas (Venezuela), llegó a Barranquilla, no tuvo buena fortuna y decidió probar suerte en Bogotá. Pero la primera pesadilla fue el viaje de ocho días en autostop.
“A los camioneros tenía que hacerles sexo oral para que me pudieran dar el chance, me tocaba hacerlo sin querer”, aclaró. “Es una situación muy desagradable porque los que no estamos regularizados tenemos que vivir estas experiencias”, confiesa sonrojado.
La ONG Aid For Aids, en llave con el programa Conectando Caminos por los Derechos, de Usaid, le tomó el pulso a esta tragedia en Bogotá, Cali, Medellín, Cúcuta, Barranquilla y Maicao, revisando 600 casos. Encontró una realidad devastadora: desde enfermedades de transmisión sexual hasta bandas de trata de personas, pasando por graves afectaciones psicológicas.
“Vimos gente muy joven, mujeres y hombres, chicos universitarios; mujeres que eran de casa en su país y que ahora están dedicadas a actividades sexuales por supervivencia”, revela Jaime Valencia, vicepresidente de Asuntos Internacionales.
Los investigadores descubrieron que la tarifa promedio de cobro por servicios sexuales es de 20.000 pesos, que el 90 por ciento de ellos está alojado en pagadiarios y que, para colmo de males, “no tienen acceso a pruebas de VIH, el 4,4 por ciento manifiesta tener esa enfermedad y de ellos, el 90 por ciento no tiene acceso a un tratamiento antirretroviral”, según confirma José Luis Díaz, director regional de desarrollo para América Latina.
El riesgo extremo en salud no pasa exclusivamente por su exposición a enfermedades de transmisión sexual, pues el 92,6 por ciento no está afiliado a una EPS ni tiene acceso a servicios de salud, especialmente porque entraron a Colombia por las denominadas trochas, sin papeles y sin reportar su presencia al Estado para atender su situación.
Pero eso es tan solo la punta del iceberg, porque al caracterizarlos lograron establecer que uno de cada tres no tiene ni siquiera acceso a servicios públicos como agua, electricidad, gas, y que la mayoría de los ingresos que obtienen producto de estas actividades son destinados simplemente al alojamiento y la comida.
“Vemos cómo las personas son usadas, porque es una relación totalmente dispareja donde uno tiene el dinero y el otro tiene la necesidad, y en donde esta persona que tiene necesidad de sobrevivir y ayudar a su familia, causa que esa dignidad humana empieza a ser pisoteada, donde ya el amor propio desaparece”, explica Jaime Valencia.
Hay enfermeros, abogadas, contadores, profesoras, ingenieros, médicos y antiguos ejecutivos, que, como si fuera poco, hoy enfrentan graves problemas mentales. “Se siente uno deprimido, asqueado: muchas veces cuando uno termina con un cliente, uno empieza como a bañarse, y se pasa el jabón duro y empieza a llorar en la regadera, viene la depresión porque uno no quiere hacerlo, pero por el dinero y por no estar uno regularizado le toca vivir estas malas experiencias”, relata Maximiliano, quien confiesa que solo había visto una escena así en las telenovelas.
Muchos de ellos tienen que camuflar su trabajo sexual en medio de otras actividades para evitar lo que llaman el acoso de las autoridades. En la práctica, eso significa que se ven forzados a simular que trabajan como vendedores ambulantes para poder ofrecer sus servicios sexuales y negociar con sus clientes. “Vemos que esto hace parte del sistema del rebusque, entonces algunas personas utilizan fachadas como ventas de café, o limpiar parabrisas en los semáforos, o venta de galletas, entonces las van combinando”, explica Díaz.
En promedio, según el estudio, trabajan entre diez y 12 horas diarias, y el 90 por ciento de ellos recibe solo dinero en efectivo, pues al no estar regularizados en Colombia, no pueden abrir una cuenta de ahorros ni bancarizarse. En medio del trabajo callejero relatan que les toca huir en muchas ocasiones de los sitios para evadir los controles policiales porque, dicen, a veces abusan de ellos.
“La mayoría de la población ha sufrido actos de violencia; 20 por ciento manifiesta que han sido víctimas de violencia sexual, y también llama la atención que 10 por ciento dice que estas violencias ocurren por parte de funcionarios públicos, que deberían ser los garantes de los derechos”, acota Díaz.
Claudia confirma que la guerra territorial con mujeres colombianas que también se dedican a actividades sexuales, se libra sin cuartel, calle a calle, y que las migrantes están en franca desventaja. “Por ser venezolanas no nos dejan trabajar, entonces nos toca buscar otro lugar donde esté más solo, donde no estén las colombianas, sino nosotras, donde no nos puedan quitar el dinero, donde no nos puedan pegar”, explica.
La única puerta de salida a ese infierno es lograr que todos se regularicen, pero el 93,2 por ciento de ellos no tiene su pasaporte sellado y no logró aplicar en el Registro Único de Migrantes Venezolanos, que estuvo vigente hasta el 28 de mayo y les abría las puertas para obtener su permiso de permanencia por diez años en nuestro país.
Por eso, quienes estuvieron a cargo del estudio le piden al Gobierno del presidente Gustavo Petro sacarlos del oscuro mundo del sexo por supervivencia. En ese sentido, reiteran que el trabajo se adelantó “para mostrar esa realidad y las barreras que existen, sobre todo en integración, donde vemos que todavía no hay unas reglas claras de integración, lo cual no permite que estas personas puedan salir de esas actividades que no quieren ejercer”, reflexiona Valencia, quien invita a Migración Colombia y a la Oficina para la Atención e Integración Socioeconómica de la Población Migrante para que les gestionen excepcionalmente los Permisos por Protección Temporal.
Mientras tanto, todos cargan con su miedo a cuestas; Maximiliano, tratando de olvidar “las cosas horribles y las cochinadas que le piden a uno”, y Claudia, lidiando con un estigma que define con una frase lapidaria: “Dicen que es de la vida fácil, pero es la vida más difícil para nosotras; hay días en que solo conseguimos frío”.