A las cuatro de la madrugada del lunes 6 de febrero, cuando la tierra empezó a sacudirse, Luis Antonio Espinosa, un colombiano que vivía en Serinyol, en la provincia de Hatay, en Turquía, estaba durmiendo. De repente, el polvo que cayó del techo le cubrió el rostro, el ruido de la calle se hizo desesperante y los cuadros de su apartamento, en un primer piso, terminaron en el piso. Aún con los ojos cerrados, y casi inconsciente, se percató de la tragedia. Los segundos fueron eternos. Sentado sobre el sofá de la sala, donde descansaba cerca de un calefactor, percibió lo que ocurría en el exterior.
El piso se movió fuertemente. Este cucuteño de 30 años, que llegó a Turquía el 16 de noviembre del año pasado, corrió desesperado a su cuarto casi agarrado de las paredes. Tomó su teléfono celular y alumbró su recorrido. No había luz. El clóset le sirvió de refugio. Afuera oyó intensamente el ruido de las ambulancias, los gritos de auxilio, el llanto de los niños, los choques de los carros.
En su apartamento, de unos 80 metros cuadrados, los vasos de cristal cayeron al suelo, así como la lámpara del techo y otros cuantos objetos. “Padre nuestro, que estás en el cielo…”, repitió en silencio, sin saber qué pasaba. Pensó en una explosión, en un estallido del gas doméstico, en un bombardeo. La verdad solo la supo después.
Apenas percibió un leve silencio, quiso salir y creer que vivía una pesadilla, pero la realidad fue otra. Casi agachado, llegó hasta la puerta de su casa y afuera, por los corredores, sus vecinos corrían de un lado a otro sin control.
Él, quien vivía solo en Turquía, hizo lo mismo. Ahí pudo observar la dimensión de la tragedia. El polvo, convertido en una gran capa que nubló la angustiosa mirada de las víctimas, hizo más oscura la madrugada.
El edificio del frente, la cafetería de al lado, la panadería de la esquina, las viviendas de enseguida… todo eran escombros. Las calles estaban agrietadas y los carros tenían ruinas encima.“¿Qué está pasando?”, preguntó. Un joven, a su lado, le pidió su teléfono celular y le escribió “Deprem”, es decir, terremoto en turco.
Como no había internet, Espinosa, profesor de inglés, solo pudo leer la traducción unos 30 minutos después, cuando encontró señal. Ahí entró en pánico. Con los dedos temblando de los nervios, le envió un mensaje de voz a su madre, en Cúcuta, confiando que en algún momento lo escuchara. “Mamá, estoy en medio de un terremoto. Ora por nosotros para que se aquiete la naturaleza. Te quiero decir que estoy bien, pero no sé qué va a pasar”, le dijo.
Horas después recibió la respuesta. “Tranquilo, hijo, nosotros estamos orando por ti, solo ten calma. Por favor, cuídate”, respondió su mamá, en medio de su angustia.
Espinosa permaneció en la entrada del edificio hasta el amanecer, con un frío desesperante porque el clima llegaba a los 0 grados, pero estaba vivo. Afuera, casi 40.000 personas perdieron la vida tras el terremoto. Aunque quería ayudar, no entiende el idioma turco y no podía. Él hablaba y los sobrevivientes, corriendo de un lado a otro, no le comprendían. Con teléfono en mano, quiso caminar entre los escombros, pero Agmeth, el administrador del edificio, apareció y le brindó auxilio. Lo llevó hacia su casa, menos fracturada que el lugar donde vivía.
Espinosa se sintió solo, desprotegido, sin familia, sin una autoridad que lo guiara. La Policía corría por los muertos, los médicos auxiliaban heridos y los sobrevivientes caminaban entre los escombros sin rumbo fijo. Las calles fueron borradas por la naturaleza. Algunos querían llamar a sus familiares, preguntaban por ellos, otros gritaban confirmando la muerte de sus parientes. Espinosa vio a fallecidos, heridos, edificios desplomados como un castillo de naipes y a ambulancias que no detenían el ruido de las sirenas. Agmeth lo llevó hasta su residencia y lo hospedó. Otras ocho personas estuvieron con él.
Dos días después, luego de soportar otros sismos de menor magnitud, regresó a lo que quedó de su apartamento para sacar sus pertenencias y escapar del lugar.
Encontró los supermercados que se resistieron a caer tras los movimientos telúricos, pero estaban desérticos. La gente, en medio del desespero, rompió los vidrios, ingresó a la fuerza y saqueó lo que encontró. “Era la ley de la supervivencia. Todos querían comer”, dijo Espinosa. Él, con unas liras turcas en su billetera, quiso comprar algo, pero no encontró nada.
“¿Qué hago?”. El ambiente era desolador. Mientras las cifras de muertos y heridos seguía en aumento, Espinosa tuvo cuatro minutos para evacuar lo que alcanzara del antiguo edificio, que permanecía fuertemente inclinado porque temían un nuevo colapso. El cucuteño no supo si correr o entrar despacio. No quería generar ningún movimiento falso. Y así, con cautela, alumbrado con el escaso chorro de luz que produce un celular, sacó sus pertenencias entre la oscuridad de la edificación.
Algunas de sus cosas, contó, quedaron en su apartamento. Salió, buscó ayuda y terminó en Adana, una ciudad a dos horas, un lugar donde la tragedia hizo estragos, pero no en la magnitud de Hatay. Allí terminó volando en un viaje humanitario a Brasil y luego a Colombia.Su escuela cerró, algunos de sus estudiantes murieron y él, quien hoy lucha contra la ansiedad, la tristeza y los nervios cada vez que llegan las noches, no vio conveniente quedarse en un país que promete levantarse entre las cenizas.
Un cielo negro
Un día antes de la tragedia, Julián Sánchez, un joven de 18 años oriundo de Neiva (Huila), conoció la nieve. Lo hizo a varios kilómetros de Adana, la ciudad turca cercana a la frontera de Siria, a donde llegó hace cuatro meses a estudiar Administración de Negocios Internacionales tras una beca del Gobierno de ese país. En esa madrugada, los fuertes movimientos de las paredes de su apartamento lo despertaron a la fuerza. Uno de sus compañeros, visiblemente angustiado, gritó y le pidió que se levantara con urgencia. Corrieron a refugiarse bajo las mesas para protegerse del terremoto, de magnitud 7,8, pero fue peor porque el suelo se movió sin freno y parecía que se quería abrir.
El primer sismo, relató, duró un minuto y 40 segundos. Apenas el movimiento dio tregua, huyó de la edificación y terminó en una cafetería cercana a su edificio que se convirtió en su refugio. Sánchez optó por unirse a sus compañeros de universidad y viajaron en un bus hasta Hatay, el epicentro del terremoto. Necesitaban traductores y algunos de los jóvenes hablan árabe, otros inglés, portugués y español, como el colombiano.
En el recorrido percibió la magnitud de la tragedia: las ruinas habían cobijado los edificios, los carros de bomberos intentaban apagar incendios, los heridos se veían casi que en todas partes, mientras “el cielo estaba negro como en las películas que hablan del fin del mundo”.
Una enorme explosión de un gasoducto agudizó la tragedia. En Hatay, el escenario fue más crudo. Las edificaciones estaban en el piso y les pidieron que se regresaran. No había refugios suficientes, las autoridades trataban de atender heridos, levantar escombros y buscar muertos entre las gigantes estructuras de cemento.
Todo era caos y cada quien sobrevivía como podía en medio de las necesidades. “Estábamos a la deriva”, dijo. Seis horas después, regresó a Adana tras escuchar cómo en Adiyaman, una ciudad del suroeste de Turquía, mucha gente murió no como consecuencia del terremoto, sino de hipotermia.A su regreso a Adana, le pidieron su hospedaje. El edificio donde vivía, afectado por las grietas, pero no en máximo riesgo, debía ser priorizado para los nacionales.
Él, como becario, debía partir. Sánchez, quien aún no logra conciliar el sueño y reconoce que quedó con traumas, trabaja haciendo llamadas en un negocio de persianas, pero el negocio está cerrado. Su jefe perdió a su familia y sus tías murieron abrazadas bajo el cemento. Por ahora no tiene dinero, aunque su familia lo solventa temporalmente. Ama a Turquía y esperará unas semanas para definir su suerte. Anhela desde Ankara, donde hoy vive, que no le cancelen la beca y que ojalá lo envíen a Estambul u otro lugar, pero todo es incierto.