De los riesgos de ataques extraterrestres o de guerras nucleares planteados en épocas recientes como detonantes del exterminio de la vida en el planeta, la humanidad pasó en esta década que termina a la certeza de que la más contundente amenaza contra la vida proviene del ser humano. El hombre arranca los años veinte del siglo XXI siendo la causa de su propia debacle, que tiene nombre y apellido: cambio climático. También los inicia sabiendo que su hogar, por primera vez, tiene fecha de caducidad si no hace nada.

Nunca antes la ciencia había hablado con tal unanimidad como en 2014, cuando con una certidumbre del 97 por ciento, 2.000 científicos que conforman el Panel Intergubernamental de Cambio Climático (IPCC, por sus siglas en inglés) reiteraron que el cambio climático tiene un origen humano. Recalentamos la Tierra buscando el máximo posible de bienestar, sustentado en la quema de combustibles fósiles. En su libro Nuestro planeta, nuestro futuro, Manuel Rodríguez, el primer ministro de Ambiente que tuvo el país, explica que el incremento actual de emisiones de dióxido de carbono (CO2) ya sobrepasó la capacidad de los sumideros naturales para absorberlas (los bosques y el mar) y, por ende, aumentó la concentración de este gas de efecto invernadero en la atmósfera, lo que equivale al incremento de la capacidad de atrapar la radiación de rayos infrarrojos liberados por el suelo. El año 2016 será recordado porque el CO2 alcanzó las concentraciones que contenía la atmósfera hace 3 millones de años. El efecto de olla a presión subió la temperatura de la década, pero pareciera haber congelado el entendimiento de los responsables de la crisis. Eugenia Ponce, abogada ambiental y exdirectora del Instituto Humboldt, destaca de esta década la indolencia de los gobernantes del mundo y de las empresas multinacionales y algunas nacionales en relación con las causas ambientales. Dice que en este tiempo imperaron la desidia, el negacionismo, la burla a las demandas sociales y a los fallos judiciales, y peor aún, el desprecio hacia la ciencia, que nos dio las certezas necesarias para afianzar y no dejar duda sobre los problemas ambientales globales que afronta el planeta, como, por ejemplo, la sexta extinción que sacude al mundo.

La fiebre climática también alborotó el resto de los síntomas: la acidificación de los océanos, el derretimiento de los polos, las masas glaciares, la contaminación, la sobreexplotación de las especies –en especial las marinas–, entre otros. Para Ponce, en estos años se intensificaron los problemas ambientales globales, salvo el adelgazamiento de la capa de ozono.

Y al clamor de la ciencia en esta década que termina se le unió el de la religión, que hizo en el Laudato si’ –la segunda encíclica del papa Francisco– un llamado urgente a cuidar la creación. En 2015 el máximo jerarca católico básicamente les pidió a los fieles rescatar la conexión con la Tierra haciendo énfasis en que las consecuencias de este desbalance, el hambre, la falta de agua y la contaminación, las padecen los pobres, y en que la responsabilidad debe asumirse, sí o sí, en aras de la supervivencia. Y lo propio hizo en 2019 el sínodo amazónico con los jerarcas regionales rogando por la preservación de la selva. Desde antes de 2010 los desastres estuvieron a la orden del día. La sequía de Siria, que duró más de cinco años (hasta 2011); las inundaciones que afectaron a Colombia, Tailandia, Australia y Brasil entre 2010 y 2012; el huracán Matthew en 2016 o los huracanes María, Harvey en 2017 son algunos de los desastres que se atribuyen al cambio climático.

En su libro El planeta inhóspito, el periodista David Wallace describe cómo cambiará la civilización si sigue emitiendo la misma cantidad de CO2 de hoy, y calcula que en las próximas décadas los afectados por las lluvias, por ejemplo, pasarían de 6 a 12 millones de personas en América Latina; de 24 a 35 millones en África, y de 70 a 156 millones en Asia. Bosques: decadencia y salvación De por sí el cierre de la década ya fue apocalíptico por cuenta del fuego que se llevó por delante más de 2 millones de hectáreas de las selvas amazónicas de Brasil y otro tanto similar en Siberia; además de una cifra superior al millón de hectáreas en Australia, donde se cuantificó una dolorosa e irreparable pérdida de más de 500 millones de animales calcinados. El año pasado las llamas alcanzaron lugares tan inusuales como Alaska, mientras que el mapa de los incendios en el planeta fue una sobrecogedora erupción de millares de puntos rojos.

Los incendios y las quemas propiciadas (una tenebrosa práctica para el avance del acaparamiento de tierras y las fronteras agrícola y pecuaria que se ve tanto en Colombia como Brasil) aceleraron el círculo vicioso que incrementa el dióxido de carbono y su efecto sobre el calentamiento. Y para completar el cuadro, el fin de la década coronó una deslucida reunión de la Conferencia de las Partes del Convenio de Cambio Climático (COP 25), en la que 200 delegaciones mostraron un limitado compromiso y no lograron alinear la voluntad política para controlar la catástrofe más anunciada de la historia en tanto seguían ardiendo bosques y estepas en el planeta.

La idea era que al menos 100 países se comprometieran con la reducción de 45 por ciento de sus emisiones contaminantes a 2030. Una meta, en últimas, irrelevante si se tiene en cuenta el reciente informe ‘La verdad detrás de los compromisos sobre el clima’, del científico Robert Watson, exdirector del IPCC. Este plantea que no es tan cierto que el mundo se salve si disminuye 50 por ciento la emisión de gases de efecto invernadero a 2030. Pero de entre las cenizas es posible que algo bueno salga: para Rodrigo Botero, director de la Fundación para la Conservación y el Desarrollo Sostenible, la sensibilidad social que despertó situaciones extremas como los incendios forestales en las redes, por ejemplo, generó un movimiento mundial que aún está por concretar su forma de involucrarse en la solución, amén de decisiones políticas de varios países que castigaron la estrategia de crecimiento económico de Brasil a expensas de la selva. Botero destaca que en esta década la deforestación se convirtió en un tema de interés público. La sociedad civil la sacó de la exclusividad gubernamental, y ahora es un asunto de debate y atención política de alto perfil. Esta es la cuota inicial que permitirá que naciones como Colombia lleven –o al menos intenten llevar– la pérdida de bosques a cero. Para Manuel Rodríguez, ese es el centro del asunto. El experto dice que ante la inminencia de la catástrofe, el país no debe distraerse con temas como el fracking, sino concentrarse en disminuir la pérdida de bosques y reforestar las zonas afectadas. Este punto lo destaca también Ole Reidar Bergum, consejero de Clima y Bosques de la Embajada de Noruega, país que junto con Alemania y Reino Unido cerró la década con la firma de una cooperación por 360 millones de dólares para que Colombia detenga la deforestación. Bergum recordó el éxito que tuvo Brasil a principios de la década con la reducción de la deforestación de una manera significativa, bajando la tasa en 70 por ciento en un periodo de nueve años mediante la voluntad política del Gobierno central y el apoyo de la comunidad internacional, un hito que le piden a Colombia dada su importancia ecosistémica planetaria.

Y ahí, de acuerdo con Eugenia Ponce, entra otra parte clave en el balance de la década: el fracaso en la lucha contra la pérdida de biodiversidad. Para la experta, este es el principal problema ambiental global, ya que de la diversidad biológica y de sus servicios ecosistémicos –como la regulación del ciclo hídrico, la limpieza del aire, la polinización y la seguridad alimentaria de la población, el control de plagas, la recirculación de nutrientes en el suelo, la captura y almacenamiento de carbono, entre muchas otras contribuciones de la naturaleza– depende la supervivencia de la especie humana y las posibilidades de bienestar de la población mundial. Ponce aclara que el cambio climático es un motor de pérdida de biodiversidad, pero resalta que esta brinda estrategias para la adaptación y mitigación a ese cambio climático. De ahí que hoy se hable de soluciones basadas en la naturaleza como estrategia fundamental para enfrentar el cambio climático. La década termina con la atención centrada en una generación que aún no ha salido del colegio, la cual le reclama a gobernantes y empresas con la vehemencia de quien no debe ni teme nada: la generación Greta. Pero también culmina sumida en la más alta impunidad por el sacrificio casi diario de defensores del agua y de la tierra; sumergida en islas de plástico a las que aún no le encuentran solución, y dependiente de la energía que ahoga su atmósfera. Y empiezan aquí diez años cruciales para salvar o perder de una vez por todas la esperanza. *Directora de Semana Sostenible