Cada vez que un hijo se le ha muerto de hambre, Francisco Uriana ha amarrado un hilito negro alrededor de un bejuco como para que ni el tiempo ni su mala memoria le hagan olvidar los nombres. En 14 años, Francisco ha enterrado cinco niños que no aguantaron la sequía, la física falta de comida y la dificultad de una medicina que en la comunidad Mapashira, de Manaure, podrían valer más que el oro mismo. Parado frente a una fosa en la que hay sepultados cinco bebés más —también familiares suyos— este indígena wayúu, de piel tostada por el sol, dice en su idioma que ninguno de los niños que llevó a la tumba envueltos en una mortaja de hilo fueron reportados a autoridad alguna. Sobre una de las lápidas de la parentela de Francisco hay una caja amarillenta de Amoxicilina, que sus compadres dejaron como recuerdo. Ese fue el medicamento que no salvó a los finados de llegar allí. —En cada casa que usted ve de aquí para allá —murmura Francisco, señalando con el dedo el desierto que lo rodea— se ha muerto un niño, dice. Los hijos de Francisco no quedaron registrados en las cifras del DANE, que dicen que entre 2008 y 2013 en La Guajira murieron 4.151 niños: 278 por desnutrición, 2.671 por enfermedades que pudieron haberse tratado y 1.202 que no alcanzaron a nacer. Eso quiere decir que en los últimos seis años cada día, en promedio, mueren dos niños por abandono. Solo en el Hospital Nuestra Señora de los Remedios, de Riohacha, este año, de enero a abril, habían muerto 14 niños por las consecuencias propias de la falta de comida. La cifra es espantosa y ubica a La Guajira en un promedio no muy lejano al de Ruanda, en África, donde la tasa de mortalidad de menores de cinco años por cada 1.000 nacimientos es de 55, de acuerdo a una tabla que publica el Banco Mundial. La Guajira está en 45. “La experiencia de desnutrición en Colombia es igual que en Etiopía”, dice Alicia Genisca, médica pediatra estadounidense, que ha trabajado en países de África y ahora atiende a los niños con desnutrición crónica en el corregimiento de Mayapo en La Guajira. Y añade: “La diferencia es que por décadas Etiopía ha sido el país que todo el mundo conoce por desnutrición, y el mundo no sabe que también hay una crisis de desnutrición en La Guajira”. Estos números no han estado exentos de controversia. El hasta hace poco director del Instituto de Bienestar Familiar, Marco Aurelio Zuluaga, dijo que era mentira que en La Guajira hubiesen muerto de hambre 4.000 niños en los últimos años. “Están haciendo un gran daño entregando cifras al garete. No hay cifras. No son 4.000 ni 3.000 los muertos, esas cifras hay que ordenarlas”, se quejó. Y tal vez tiene razón. Pero no porque sean menos los niños muertos, sino porque pueden ser más. Un médico pediatra de Riohacha, que pide no publicar su nombre, considera que en muchos casos las historias clínicas de los niños que llegan a los hospitales consignan únicamente como causa de muerte “paro cardiorrespiratorio”. “Pero lo que no dice es cuáles fueron las circunstancias que llevaron al menor hasta allí. El subregistro es muy grande”, dice. Una investigación que hizo el año pasado César Arizmendi, secretario de Planeación de La Guajira, mostró que solo se registran casos de niños muertos por desnutrición a orillas de las carreteras. La explicación es que desierto adentro los indígenas no recurren a los hospitales, bien porque no tienen carné de EPS, o porque no tienen cómo transportarse. Como el caso de Francisco. Aunque en las estadísticas no estén sus hijos, los hilitos negros que guarda en un rincón de su casa de tablas hablan por sí mismos. En la memoria de Francisco, los nudos simbolizan que Jesualdo dejó de respirar al año de nacido, que Juan David falleció de siete meses, que Leidys fue enterrada a los 3 años, que Alexis murió siendo una criatura de brazos, y que el quinto no tuvo nombre porque se quedó en el parto. Ese quinto niño hoy tendría casi la edad de Yuranis, una chiquita de 5 años que está parada al lado de Francisco, descalza, bajo un sol abrasivo que hace que el sopor alcance los 43 grados centígrados. Yuranis, dice María Epinayú, la esposa de Francisco, estuvo a punto de morir el año pasado. La profesora de la escuela se percató de que la niña ya mostraba los signos de la desnutrición crónica: cabello de dos colores, piel cuarteada, poca masa muscular, bajo peso y barriga abultada. El rumor de que Yuranis moriría comenzó a correr de ranchería en ranchería, de resguardo en resguardo, hasta que llegó a oídos de una secretaria del Batallón Cartagena del Ejército, que tiene sede en Riohacha. Entre la profesora y el esposo consiguieron un carro y se llevaron a la niña para la unidad militar, donde le dieron comida y le prestaron todos los servicios médicos. Yuranis se salvó. Pero aquello fue una cura de aguas. Matilde López, una líder indígena de Riohacha, dice que es falso que las comunidades vivan en la desgracia porque simplemente son fieles a sus costumbres. “Aquí nadie ha dimensionado el problema. Esto es un desastre. Los mismos adultos están desnutridos. Entonces dicen que porque los indígenas nacimos así, estamos resignados a morirnos así. Y yo no acepto eso”. Hay días en los que Francisco, María y los siete hijos que les sobreviven pasan de largo sin probar bocado. Otras veces, que son la mayoría, comen una sola vez. Francisco se monta en su bicicleta y pedalea hasta Riohacha a conseguir vísceras de chivo, que horas más tarde terminan en una paila mezcladas con arroz. Y con eso llenan la barriga. Pero si esto no fuera ya demasiada desdicha, hay un problema aún más grave que el alimento y es la falta de agua, es decir, lo mínimo que un ser humano necesita para vivir. Sin agua no hay chivos, no hay vegetación, no hay nada. Desde octubre de 2012, en toda La Guajira no llueve. Solo cae aire por ventarrones y chorros de sol quemante que se apaciguan solo en la madrugada. El desabastecimiento existe en todo el departamento, pero especialmente en la alta y media Guajira. Uribia, por ejemplo, que está en el extremo norte, tiene cobertura de acueducto y alcantarillado apenas para el 5,3 por ciento de la población. Desde las alcaldías mandan carrotanques con agua, pero son insuficientes. A la comunidad de Francisco, por ejemplo, nunca ha llegado uno. Lo más curioso es que hace 15 años un concejal logró que construyeran allí en Mapashira un tanque de concreto que durante todo este tiempo ha permanecido vacío. Como si se tratara de una burla del destino, las paredes exteriores del tanque solo han servido para colgar la publicidad de políticos en campaña. Por su experiencia recorriendo rancherías, Matilde dice que es más fácil que se levanten obras de cemento a que manden agua gratis a las comunidades, pues en el primer caso los contratistas pueden sacar porcentajes de los presupuestos. Con el agua no. En una ranchería, a 40 minutos en carro de Riohacha, una indígena de ojos color avellana muestra las cartas arrugadas que durante dos años les ha enviado a la Alcaldía y a CorpoGuajira pidiendo un carrotanque para que, al menos por unos días, se aprovisionen de agua 130 familias. La expresión que deja ver Rodie Larrada en su cara —así se llama la mujer— es la del cansancio y el desengaño. La respuesta de las entidades siempre ha sido que no hay disponibilidad. Por eso, mientras siguen esperando el carrotanque, las hijas adolescentes de Rody recorren todos los días 2 kilómetros para traer el agua con la que cocinan acurrucadas en el piso, con las manos enlodadas, al lado de un fogón insalubre que han incrustado en la arena. Los pocos lugares de donde los indígenas sacan agua están llenos de bacterias. La comunidad de Mamonal, muy cercana a la ranchería de Rodie, es el ejemplo más notable. Para salvarle la vida a una babilla que estaba a punto de morir de inanición y de falta de líquido, Federico Epinayú, la autoridad de la ranchería, decidió cederle al animal el único hueco del que su gente sacaba agua para beber. Pero los días pasaron y el charco fue convirtiéndose en lodo seco, al punto que la babilla comenzó a quedarse sin donde sumergir su cuerpo. Este caso fue reportado por SEMANA a CorpoGuajira el martes 27 de mayo pasado, a eso de la una de la tarde. La respuesta de los funcionarios encargados fue que para ese momento no había vehículos disponibles. Sin embargo, se comprometieron a ir a Mamonal al día siguiente, cuando ya fue demasiado tarde. La babilla, un reptil importante para el hábitat y para el resguardo, amaneció muerta el miércoles. De nada sirvió que la comunidad hubiese sacrificado su propia agua por salvar a un animal que el martes languidecía, en una escena decadente que aparecía en el paisaje como un síntoma más de lo que ocurre en la zona. La pregunta frente a todos estos desastres es, ¿quién está haciendo algo? ¿Qué soluciones hay a la vista? Tres de cada diez niños menores de 5 años de La Guajira sufren desnutrición crónica. El ICBF dice atender a 80.000 niños en esa edad. Un informe de la Contraloría General, que indagó sobre el Programa de Alimentación (PAE) que hasta el año pasado era operado por el ICBF, desentierra algunas irregularidades que podrían verse representadas en un detrimento patrimonial de 2.800 millones de pesos. En las pesquisas la Contraloría encontró niños fantasmas en las planillas del año 2012. Los hallazgos son corroborados por líderes indígenas en la zona, que denuncian que los censos para la entrega de comida no son reales. “Lo que tienen que revisar las autoridades con urgencia son los listados de los niños que en su totalidad no corresponden con la realidad. Las interventorías han encontrado inconsistencias en el gramaje y en la calidad de la comida que les dan a los pequeños”, dice uno de los líderes consultados por SEMANA. Incluso, si no hubiera negligencia ni corrupción de por medio, con solo leer la dieta que suministra el ICBF, en un programa llamado Recuperacion Integral, se puede entender por qué no se cura el hambre. A cada niño le entregan cada mes, en teoría, 500 gramos de maíz blanco, 500 gramos de queso costeño, seis huevos, 132 gramos de leche, 180 gramos de azúcar y cuatro panes de 100 pesos. El exgobernador Kiko Gómez, hoy capturado y acusado de varios homicidios y relaciones con bandas armadas, inauguró el Plan de Alimentación y Nutrición de La Guajira (PAN), con un presupuesto de 35.000 millones de pesos, que viene en su mayoría del Sistema General de Regalías. Todo un botín si se tiene en cuenta que la Gobernación está quebrada. El departamento tiene hoy un déficit de 63.000 millones, producto de los pasivos que se han acumulado en esta y otras administraciones. La queja más notoria de lo que ha significado el PAN es que el programa se concentró únicamente en Riohacha. Solo el 10 por ciento de la comida se supone llega a los municipios. Es decir, casi nada. Este año, la Red Nacional de Veedurías del Caribe denunció que varias toneladas de esta comida se estaban pudriendo en una bodega a la salida de Santa Marta. “Mientras el pueblo sufre de hambruna en las bodegas la comida se pierde”, le dijo Luis de La Hoz al Diario del Norte. La denuncia de De la Hoz resulta una infamia para la situación que vive la alta y la media Guajira, que según el informe de Oficina de Coordinación de Asuntos Humanitarios, de las Naciones Unidas, sufre las peores consecuencias. Allí las tiendas han cerrado también como consecuencia de la escasez en Venezuela. Un frasco de aceite que antes costaba 2.100 pesos, ahora se consigue en 9.000. Un aumento del 328 por ciento. Y es que La Guajira, ese enorme desierto que corona el mapa, no es sostenible desde el punto de vista alimentario. El país nunca se enteró de un acuerdo que hicieron las cancillerías de Colombia y Venezuela durante los gobiernos de Álvaro Uribe y Hugo Chávez para tratar de atenuar el hambre. Chávez autorizó que camiones colombianos compraran productos subsidiados de los mercados de su país para vender al pueblo guajiro. El acuerdo tenía dos ventajas: los alimentos valían una quinta parte y era más fácil proveer ciertas zonas de La Guajira que son muy distantes de cualquier ciudad intermedia de Colombia. Pero también acarreaba un problema, pues el negocio era tan bueno, que el número de camiones creció y se podía encontrar queso salado de Zulia en Córdoba. En abril de este año, debido a la crisis alimentaria en Venezuela, se puso fin a ese acuerdo. El personero de Uribia, Enrique Barros, denunció hace poco que los indígenas que años atrás consumían aceite y arroz que entraba por Puerto Estrella y Siapana, ahora solo están comiendo chivo. Y eso cuando hay. Los wayúu son esencialmente pastores. Los chivos, por la falta de agua, se han ido muriendo. Hace 15 años, Francisco dice haber tenido más de 30 animales entre caballos, chivos y otras reses. Pero con los años, este hombre que en su cuerpo también lleva las marcas del trajín, los fue enterrando, así como a sus cinco hijos: de uno en uno, de dos en dos. Por el corral de la ranchería de Mapashira deambulan hoy apenas tres gallinas a las que pronto les llegará su día. Y queda también un burro flaco, forrado en los huesos, que ahora está bajo la sombra de un árbol de trupillo, respirando, quién sabe hasta cuándo. Hasta que aguante.