El día en que ocurrió la peor catástrofe de la historia colombiana, miles de madres sostuvieron las manos de sus hijos por última vez. Alrededor de 8.000 niños, entre más de 23.000 muertos totales, quedaron sepultados por la avalancha que provocaron las 35 millones de toneladas de material volcánico que arrojó el Nevado del Ruíz, el 13 de noviembre de 1985. Hubo un puñado, tal vez cientos de pequeños que sobrevivieron, al igual que sus padres, pero nunca encontraron el camino de vuelta a casa. Son los hijos perdidos de Armero.
Era casi la medianoche cuando Hilda Pedroza vio que “una montaña negra e inmensa” se abalanzaba sobre su barrio. Junto a su hijo Ricardo, de cinco años, corrió por las calles hasta una casa que encontró abierta, en donde intentó trepar al niño al techo para ponerlo a salvo. Ella le agarró la mano al niño y trató de resistir. Una bola de lodo que se le atravesó en la garganta la asfixiaba y un objeto desconocido la golpeó y le partió la pierna. Entre el estremecimiento de su cuerpo y la violencia descomunal de la naturaleza, ella y Ricardo soltaron sus manos.
Flor María Vargas corrió descalza con su bebé de tres meses en los brazos, sus otros tres hijos y su esposo. Detrás de sus pasos escuchaban la avalancha que los perseguía. Corrieron un par de cuadras en la penumbra hasta que ella vio la casa de su cuñada, empujó la puerta y entraron. Su esposo se asomó a la calle y le dijo: “mija, viene de todo”. Parada en el patio, junto a sus cuatro niños, Flor recibió la ola que los envolvió y arrastró a cada uno por su lado.
María Gladys Primo corrió junto a su esposo, su hermano y sus hijos Nubia, de 6 años, y Jesús, de 7. Intentaron salir del pueblo, pero llegaron hasta la carrera 12, donde la primera avalancha ya arrastraba los carros. Vieron que se precipitaba sobre ellos “una ola negra, bufando”, y buscaron resguardo en un segundo piso. Su hermano Jorge agarró a los niños y ella se sujetó de la mano de su esposo. La avalancha arrastró la casa con ellos adentro. “Comenzó a molernos como caña. Yo salía y me hundía y volvía a salir y me hundía”. Así fue como perdió a sus niños.
Ninguna de estas sobrevivientes se ha reencontrado con sus hijos. Pero todas creen que los volvieron a ver. Hilda Pedroza reconoció a Ricardo en un noticiero de televisión. Y recibió más indicios de que es un sobreviviente. Días después de la catástrofe, las emisoras locales solían abrir espacios a los armeritas que buscaban a sus seres queridos. En una de esas transmisiones desde Cambao, pueblo vecino de Armero, un hombre que se identificó como Policarpo dijo : “Don Jaime Cárdenas, yo tengo a su hijo Ricardo Andrés. Está bien”. Varios miembros de la familia escucharon el mismo mensaje.
La madre y un hermano de Hilda llegaron al pueblo y allí les dijeron que lo habían trasladado a Ibagué. Encontraron su nombre en la lista de sobrevivientes de un albergue de la capital tolimense. Pero nunca apareció. Algo similar le pasó a Flor María Vargas. Daniel, de tres años -uno de sus cuatro hijos a los que la avalancha le arrebató- apareció en imágenes de televisión. Lo reconoció por su rostro y por una pijama que le puso ese día, que le pertenecía a Gloria, la mayor, y le quedaba grande. La familia también encontró el nombre de la niña en una lista de sobrevivientes donde decía: ilesa con raspaduras.
Gladys Primo volvió a ver a Jesús en 2012, cuando Noticias Uno hizo una nota sobre Armero y entre las imágenes de archivo proyectaron el rescate de un niño. En estas se ve a un socorrista de la Defensa Civil que lleva lleva al pequeño empapado en barro y cubierto por una manta. Lo sostiene por las axilas y lo conduce, entre los escombros, hacia un helicóptero. El niño mira a la cámara. Por el relato de su hermano Jorge, que también sobrevivió, supo que él se aferró a los niños por un largo trecho hasta que que la avalancha los tiró al sector de San Jorge, a un pastizal seco donde él se golpeó con una piedra y quedó inconsciente. Esa zona, dice Gladys, es cercana a donde grabaron el video.
Hay muchos casos similares. Ricardo Morad, un abogado armerita que se salvó porque estaba trabajando en Bogotá, estuvo con su hija Layla por última vez dos días antes de la erupción. En 2013, cuando veía un video de la catástrofe en Youtube, la reconoció en una secuencia de siete segundos. Ahí se ve a un hombre que lleva a una bebé cubierta con una caperuza roja. La carga entre socorristas y heridos hasta que un médico se les acerca.
La historia de Claudia Ramírez es parecida. A su hijo Andrés Felipe, de cinco años, lo vio dos días antes. Se despidieron porque ella tenía que volver a Bogotá, donde estudiaba odontología. Ella sintió un impulso inexplicable de llevárselo, pero finalmente lo dejó al cuidado de la abuela. Claudia evitaba ver imágenes de Armero para esquivar el dolor. Pero un día, en un programa dominical, reconoció a su hijo. En las imágenes, un hombre lo sostiene por la espalda, mientras el niño bebe de un vaso. Sus piernas están embarradas, pero por lo demás se ve muy sano.
Decenas de historias así circulan entre los sobrevivientes que se preguntan dónde han estado los niños perdidos de Armero durante esos 35 años.
La búsqueda
Al amanecer del 14 de noviembre, el piloto Fernando Rivera sobrevoló Armero y se convirtió en el mensajero de la tragedia. Nadie, desde la presidencia de la República hasta los medios de comunicación, quería creer lo que había visto, que un pueblo entero había desaparecido. “Quedó todo lodo, borró todo, desapareció todo el mundo”, dijo en Caracol Radio. Cientos de armeritas que vivían afuera se enteraron y comenzaron a peregrinar hacia su pueblo, primero incrédulos, y luego con una vaga esperanza de encontrar a sus seres queridos.
Francisco González, que estudiaba en Bogotá, viajó de inmediato y se metió al lodo a buscar a su padre y a un hermano. Durante varias jornadas ayudó a rescatar personas. Al quinto día encontró una fila de cuerpos en descomposición y empezó a revisarlos uno por uno. De repente reconoció en uno de ellos el rostro de su padre. Miró al siguiente y le pareció volverlo a ver, y así con cada cuerpo. Entonces entendió que sus emociones ya no soportaban la búsqueda. Se sentó en una piedra y asumió que los suyos habían muerto.
Se tardó más de 10 años en regresar a Armero. Para entonces ya era un periodista cultural, y sintió la necesidad de reconstruir la memoria de su pueblo. Trabajó en eso por años, viajaba a Armero, se entrevistaba con sobrevivientes, organizaba conversatorios. En esas, algunas madres empezaron a meterle papeles en sus bolsillos. Eran mensajes como “Ayúdeme a encontrar a mi hijo”. González no podía comprenderlo. Él ya había hecho su duelo, ¿Pero cómo había gente que todavía esperaba encontrar a sus seres queridos?
Los mensajes se volvieron recurrentes, así que hacia 2012 empezó a verificar esas historias. Recogió testimonios de familiares que decían que sus hijos sobrevivieron. Él mismo habló, por ejemplo, con un hombre conocido como el Mudo, que le contó que rescató a una niña al día siguiente de la catástrofe, y que en su finca la bañaron, le cambiaron la ropa y se la entregaron a un socorrista. La pequeña, sin embargo, no se reunió nunca con su familia, que la sigue buscando. Conoció tantos casos que decidió dedicar su vida a encontrar a esos niños.
González creó la Fundación Armando Armero, para investigar la denuncias, y encontró apoyo en los genetistas Emilio y Juan José Yunis, que conocieron su trabajo y donaron 100 millones de pesos en pruebas de ADN. Hoy, dice Francisco, esa suma ya se sobrepasó con los cotejos que han hecho. Establecieron un banco de sangre con más de 300 muestras entre sobrevivientes que buscan a sus niños, y niños adoptados que sobrevivieron a la avalancha y buscan a sus padres. La fundación ha documentado 500 casos y, entre esos, hay al menos 70 en los que reposan pruebas testimoniales o videos que indican que los niños salieron vivos de la avalancha. Han logrado cinco reencuentros de sobrevivientes con sus familias.
González explica que la tragedia desbordó las capacidades del Estado, y que en medio del caos, muchos niños fueron embarcados en carros hacia terminales de todo el país, otros a albergues y hospitales. En ese camino pudieron extraviarse. En los años posteriores, decenas de pequeños fueron entregados en adopción, algunos en países como Estados Unidos, Holanda, Ecuador o Venezuela, y otros dentro de Colombia. González y algunos padres creen que hubo irregularidades en los procesos de adopción. Lo han notado en los expedientes de niños entregados a las familias que aparecen incompletos, sin siquiera la foto de los pequeños.
Las familias los han buscado sin tregua, algunas han llevado sus investigaciones particulares fuera del país. El Bienestar Familiar, la institución más interpelada por estos casos, por haber tenido a cargo a cientos de niños sobrevivientes, ha dicho que no estaban preparados para la magnitud de la situación. También ha prometido durante años que investigarán las denuncias. Pero las familias dicen que esas promesas han quedado en el aire. González agrega que esta búsqueda, que él ha hecho por su cuenta y con recursos escasos, debería estar a cargo del Estado o de la academia.
Muchas madres sobrevivieron a la avalancha solo por el impulso de encontrar a sus hijos. Gladys Primo quedó atrapada en un hueco en la tierra junto a otras nueve personas, bajo unas tejas de zinc que los resguardaron. El lodo la cubría hasta el torso y le impedía liberarse. Allí estuvo dos días, malherida, con una sed ardiente. Seis de las personas enterradas a su lado murieron. En la tarde del viernes, los rescatistas los encontraron. Ella salió primero. Se agarró a una soga y la jalaron. Sintió que su piel quemada se le desprendía del cuerpo a medida que la desenterraban, mientras una teja le despedazaba una pierna. Estuvo en coma durante tres meses y cuando despertó quiso salir corriendo a buscar a Nubia y Jesús.
Flor Vargas, a quien la avalancha arrastró con sus cuatro hijos, se despertó sola en el hospital La Samaritana, en Bogotá. Tres días después de la avalancha, los médicos entraron a su cuarto y le dijeron que tenían una buena noticia. Ella preguntó si habían encontrado a los niños. “No - le dijeron- usted tiene un mes de embarazo”. El día que la avalancha los separó, ella llevaba a Antonio en el vientre. Dice que el bebé, que nació cuando ella todavía se recuperaba de las heridas, fue la única razón para que luchara contra la muerte. Hoy los dos viven en Bojacá, donde esperan que algún día uno de los cuatro hijos de Flor toque la puerta.