El primer recuerdo que tiene Érika Abad, de la muerte de su padre, es su casa repleta de personas confundidas. La mayoría son vecinos. También hay policías y gente que en su vida jamás ha visto.
Érika Abad tiene seis años y nadie le da razón de lo que está pasando. Escucha muchas voces y pocos llantos. Es 13 de diciembre de 2000, en Florencia, la capital del departamento de Caquetá.
De pronto Érika Abad ve a su madre, Nelcy Álvarez, que está ensangrentada. Ella sí está llorando. Tampoco le dice a su chiquilla qué está sucediendo. “Pero ahí mismo una tía me dijo que mi papá se había muerto”, relató Érika Abad al Grupo de Relacionamiento y Comunicaciones de la Unidad de Investigación y Acusación de la JEP.
“En ese momento no entendí qué era la muerte, porque nunca la había vivido”, agregó Érika Abad, soltera, de 28 años, abogada de profesión y con una especialización en derecho penal.
Érika Abad y su madre hacen parte del grupo de víctimas que, el jueves y viernes (8 y 9 de junio) se reunieron en Neiva para escuchar, de un equipo de expertos de la Unidad de Investigación y Acusación, los alcances de la acusación proferida la semana pasada en contra del excongresista caqueteño Luis Fernando Almario Rojas.
De acuerdo con la narración de Érika Abad, después vino el entierro en Florencia de su padre, el combativo periodista de la emisora La Voz de la Selva, Alfredo Abad López, quien fue asesinado por desconocidos hace más de 22 años.
Él fue baleado a la salida de su casa. Iba para la sede de La Voz de la Selva. Estaba en compañía de su esposa. Ella lo socorrió hasta el final. Eran aproximadamente las seis de la mañana.
“En el cementerio había mucha gente”, añadió Érika Abad, quien precisó que su padre nació en Pereira, pero que se crio en Bogotá.
Entonces, luego del asesinato de su progenitor, la vida de Érika Abad se partió en dos. No ha habido un día de su vida que no lo recuerde y se pregunte: “¿Por qué a nosotros?, ¿por qué a mí?, ¿por qué yo tuve que crecer sin papá?”.
La celebración de sus 15 años no fue común y corriente. Si bien hubo cierta alegría, también hubo llanto. Igual le sucede a Érika Abad en las celebraciones de Navidad y Año Nuevo: disimuladamente, sin que nadie la vea, se mete en un baño a llorar por su padre.
¿Y qué pretende en un futuro cercano?, se le preguntó a Érika Abad. “Trabajar en la Fiscalía General de la Nación o en la JEP”, respondió.
Cuando al también periodista de la Voz de la Selva, José Duviel Vásquez, lo mataron en Florencia, el 6 de julio de 2001, su esposa Stella Díaz estaba en Neiva.
El homicidio “fue muy temprano. Él salió de la primera emisión del día, en (la emisora) Caracol. Eso fue tipo siete y cuarto de la mañana”, explicó Stella Díaz en entrevista con el equipo de prensa de la Unidad de Investigación y Acusación.
Una mujer de Florencia, que administraba el negocio desde donde José Duviel Vásquez le giraba el dinero a su familia, llamó a Stella Díaz y le contó que su esposo había sido víctima de un atentado. No le dijo que había muerto.
De inmediato, Stella Díaz viajó a Florencia con sus tres hijos. “Fue un momento muy difícil”, recordó la viuda del periodista, hoy de 70 años. Ya en Florencia, Stella Díaz reclamó el cadáver de su marido. Se lo trajo para Neiva porque, en ese momento, pensó que no le podía dar sepultura en la ciudad donde precisamente lo habían matado.
“En Caquetá no lo valoraron. Si lo hubieran valorado, no lo hubieran matado”, sostuvo. “Nunca me dijo que tuviera problemas en Florencia. Nunca me contaba nada de su trabajo. Yo creo que él nunca pensó que lo iban a matar”, dijo.
Entonces, al igual que le sucedió a la familia de Alfredo Abad, la suerte de los Vásquez Díaz se enredó desde ese día.
“Todo fue muy difícil para nosotros, por la falta de la presencia de él, por lo económico, por todo”, observó Stella Díaz, quien para el momento del asesinato de su marido ya se había retirado del magisterio y, por ende, estaba sin trabajo.
“José Duviel –enfatizó Stella Díaz entre lágrimas– fue un excelente esposo y un maravilloso papa. Consentía muchos a sus hijos. Les llevaba a veces el desayuno a la cama”.
Nunca Stella Díaz se interesó por la investigación por el atroz asesinato, entre otras cosas, porque el tiempo tenía que invertirlo en la crianza de sus hijos y porque temía que, si escudriñaba mucho, alguna cosa podía pasarles a los suyos.
Como pudo, Stella Díaz sacó adelante a sus muchachos. Primero vendió postres, como arroz con leche. Después, en su casa, atendió comensales. También montó una tienda en su vivienda.
Eso sí, a Stella Díaz nunca se le pasó por su cabeza reorganizar su vida sentimental, tal vez porque, como ella misma lo dice, se dedicó a criar a sus hijos y a celebrar los éxitos de ellos y de los que José Duviel Vásquez debe estar orgulloso donde quiera que esté.
De los tres asesinatos de periodistas que estremecieron a Florencia a principios de este siglo, tal vez el más aleve y triste fue el de Guillermo León Agudelo Aguirre.
A él no solo le quitaron la vida violentamente. También sus victimarios se dieron a la tarea de matarlo moralmente con las historias sin fundamento que le inventaron después de su muerte. Mejor dicho, a Guillermo León Agudelo lo mataron dos veces.
Así lo cree su viuda, Martha Rodríguez Vásquez, quien recordó que al aguerrido periodista lo asesinaron el 30 de noviembre de 2000. Ese día, Guillermo León Agudelo llevó a su mujer hasta la Gobernación de Caquetá, donde quedaba su oficina. El comunicador regresó a su casa y empezó a preparar el noticiero del mediodía.
Lo que se sabe es que dos desconocidos llegaron hasta su casa en Florencia y tanto a él como a la empleada los sometieron y los amordazaron.
Según lo que les contó la empleada a las autoridades, Guillermo León Agudelo solo les dijo a sus agresores: “Les va a tocar matarme porque yo no tengo plata”. Y así lo hicieron. Lo golpearon fuerte en la cabeza. Fue un mazazo.
Al rato, el hijo de Guillermo León Agudelo y de Martha Rodríguez, Carlos Mauricio Agudelo Rodríguez, llegó a la casa y se encontró con la dantesca escena: su padre muerto y la empleada amarrada.
A Martha Rodríguez le avisaron de inmediato. En el carro, de camino a su casa, prendió el radio y en todas las emisoras estaban reportando la fatídica noticia.
Cuando llegó a la casa, al primero que se encontró Martha Rodríguez fue a su entrañable amigo Alfredo Abad. Después su hijo la abrazó y solo alcanzó a decirle: “Mamá, mataron a mi papá”.
“A mí me la montaron y dijeron que yo era una de las primeras sospechosas”, recordó el viernes, aun con rabia, Martha Rodríguez, de 59 años y pensionada desde hace algunos meses.
La investigación por el asesinato, al decir la viuda del periodista, no fue la más normal. Desde policías que fueron vistos donde no tenían por qué estar y fiscales que no recogieron las pruebas como era debido.
Entonces todo fue tortuoso para Martha Rodríguez y su hijo. A ella, por ejemplo, un hombre moreno la siguió por todas partes por espacio de dos meses. Después le negaron el asilo a Canadá. Seguramente porque, según ella, nunca se apresuró a sindicar a alguien del asesinato de su esposo.
Tal vez lo único bueno que le ha pasado a Martha Rodríguez en los últimos 22 años es que su hijo es un estudiante incansable y un excelente profesional que le ha dado dos hermosas nietas, Sarah y Martina.
El 29 de mayo pasado, un grupo de fiscales de la Unidad de Investigación y Acusación denunció al excongresista Luis Fernando Almario Rojas por el crimen de lesa humanidad de persecución por los asesinatos, secuestros y desplazamientos de que fueron víctimas –por motivos políticos– 30 líderes, simpatizantes y colaboradores del turbayismo.
Dentro de las 30 víctimas están los tres periodistas asesinados de La Voz de la Selva.