A finales de los años 80 muchos en Colombia creían que la violencia había tocado fondo. El narcotráfico estaba en guerra contra el Estado, la degradación de las guerrillas había empezado con hechos como la toma del Palacio de Justicia, y el paramilitarismo ya asomaba su cabeza criminal en el Magdalena Medio y Urabá. En medio de la sensación de caos que se vivía, un grupo de intelectuales se dio a la tarea de abrir el debate sobre estos temas. Se les llamó los violentólogos y fueron los primeros que se pusieron a pensar en las causas no sólo de la guerra, sino de la violencia generalizada que parecía vivirse. Y llegaron a la conclusión, hoy muy rebatida, de que en Colombia ésta estribaba en unas causas objetivas. Aunque ya estos planteamientos se habían publicado en el libro Pasado y Presente de la Violencia en Colombia, (que acaba de ser reeditado), sería en 1987 cuando sus ideas cogerían vuelo, con el informe Colombia: violencia y democracia, un exhaustivo documento que además de un diagnóstico, proponía un paquete de reformas. El historiador Gonzalo Sánchez dirigió este informe por encargo de Fernando Cepeda Ulloa, quien para la época era ministro de Gobierno del presidente Virgilio Barco. Y aunque Barco aplicó muy pocas de las recomendaciones, las ideas allí plasmadas influyeron enormemente en toda una generación de analistas y políticos del país. En particular, porque muchos de los violentólogos se vincularon al Instituto de Estudios Políticos y Relaciones Internacionales (Iepri) de la Universidad Nacional, fundado hace 20 años, el cual se convirtió quizá en el primer centro serio de pensamiento sobre la violencia en el país. A pesar de que la mayoría de los intelectuales allí reunidos había bebido en las fuentes del marxismo y la izquierda, la crítica a la violencia se convirtió en su rasgo distintivo. La tesis más importante que esta generación de académicos defendió era que en el país no había sólo conflicto armado, sino múltiples violencias, y que para enfrentarlos era necesario hacer reformas que cambiaran las causas objetivas que lo alimentaban. Hablaron de la reforma agraria, de una política de derechos humanos, y sobre todo de la necesidad de una democracia más incluyente, que deslegitimara la insurrección armada. Todo esto para facilitar la negociación con las guerrillas. Las tesis de los violentólogos sirvieron de telón de fondo a hitos históricos como la negociación con el M-19 y la Nueva Constitución. Pero la violencia no paró. Por el contrario, la guerrilla se hizo más fuerte y criminal, así como los paramilitares, cuya génesis no alcanzaron a vislumbrar en sus estudios. ¿Se equivocaron los violentólogos? ¿Siguen siendo vigentes sus planteamientos? ¿Quedaron anclados en la historia?Hoy, muchos de ellos se sostienen en los mismos argumentos del pasado. "Las reformas nunca se hicieron", dice Carlos Eduardo Jaramillo, quien además de académico de esa generación, fue consejero de Paz en el gobierno de César Gaviria. Para Álvaro Camacho, el narcotráfico cambió totalmente el escenario y "hace 20 años no vimos lo que se venía con los paramilitares". De hecho, Camacho se convirtió en uno de los más reconocidos estudiosos del narcotráfico. Otros, como Eduardo Pizarro León-Gómez, reconocen hoy la posibilidad incluso de un profundo debilitamiento político y militar de la guerrilla, que lleve el conflicto a un punto de inflexión. Punto que, según expresó Pizarro en su libro Una democracia asediada, está cerca.La tesis de que la violencia tiene unas causas objetivas ha sido rebatida durante estos 20 años desde muchos ángulos. La caída del socialismo hizo que las teorías liberales volvieran a coger fuerza. Los economistas empezaron a dar su propia versión sobre la guerra y la violencia desde una perspectiva más científica y menos politológica. Se la atribuyeron a la codicia, la ambición por las rentas, y la cultura mafiosa. Muchos de ellos alentados por un influyente estudio del Banco Mundial que demostró que las guerras se prolongaban en países con recursos naturales que les servían de gasolina a los grupos armados. En Colombia estas tesis fueron acogidas especialmente por analistas de la Universidad de los Andes, como Mauricio Rubio, Juan Carlos Echeverri y Fabio Sánchez. Los abogados también hicieron su parte. El tema de la justicia, que hoy algunos de los 'violentólogos' como Ricardo Peñaranda, reconocen fue un tema que les faltó analizar, se convirtió en un campo de análisis fundamental para el país, sobre todo ante la crisis de derechos humanos que se vivió en los años 90. Rodrigo Uprimny y Mauricio García son algunos de los analistas que han mostrado la dimensión jurídica del conflicto y la guerra. La seguridad empezó a ser otra área desde la que los analistas empezaron a leer la realidad colombiana. Un área que los intelectuales de izquierda habían abandonado, pero que le daba respuesta a la realidad de las negociaciones fracasadas y las múltiples amenazas de seguridad que surgen en un mundo globalizado. Alfredo Rangel fue quizás uno de los primeros civiles que empezaron a pensar en un tema que por décadas era del resorte exclusivo de los militares, y en el que pocos se atrevían a opinar. Rangel lo hizo además, en público, a través de una columna en El Tiempo. O el joven Gustavo Duncan, que se ha ganado un lugar de importancia entre los analistas con sus novedosos estudios que analizan a los grupos armados como mafias. En los años 80 las tesis de los violentólogos eran casi irrebatibles. Hoy, cuando la degradación de la guerrilla ha tocado fondo y las mafias han infiltrado la política en medio país, la visión de que la guerra tiene unas causas objetivas es mucho menos defendible. Desde otras escuelas han recibido una sana controversia. Aun así, las tesis del Iepri y sus quizá mal llamados violentólogos se han ganado el respeto en el mundo con sus estudios sobre esta guerra. ¿Sería otro el país si los gobiernos hubiesen escuchado a los violentólogos en su momento? Es difícil saberlo. La reforma agraria sigue pendiente. La democracia se abrió en 1991 pero, aun así, las guerrillas siguieron más poderosas y sanguinarias. Y en el país conviven una Nación moderna y una anclada en el pasado y olvidada. Ni siquiera el gobierno de Barco puso en práctica muchas de las recomendaciones que los intelectuales hicieron. El gobierno de César Gaviria retomó algunas, pero los capítulos gruesos se echaron al olvido. Durante los gobiernos de Samper y Pastrana la violencia llegó a las universidades y acalló a muchos de ellos, que tuvieron que viajar al exilio. Otros, como Jesús Bejarano, fueron asesinados en la propia aula de clase, y Eduardo Pizarro sobrevivió a un atentando en las afueras de la universidad. Paradójicamente, durante el gobierno de Álvaro Uribe, el Iepri ha recibido garrote y zanahoria. Garrote de parte del escudero del presidente, José Obdulio Gaviria, quien en su libro Los sofismas del terrorismo -algo conspirativo y bastante maniqueo- señala a algunos de estos intelectuales de ser funcionales a las Farc. La zanahoria vino con la vinculación de dos de los más importantes violentólogos a la Comisión Nacional de Reparación. Pizarro, quien la dirige, y Gonzalo Sánchez, quien también hará para la Comisión un documento que bien podría ser la verdadera historia de los paramilitares. Aun así, el divorcio entre academia y gobierno sigue siendo enorme. Algo muy preocupante en un país cuya vertiginosa realidad hace que la política se haga a corto plazo y donde hacen falta referentes intelectuales para pensar en el largo plazo. El aporte de la inteligencia al debate público se hace hoy indispensable. Y más aun cuando en el país se vive al mismo tiempo un conflicto con la extrema izquierda armada y un posconflicto con la extrema derecha armada. Y el Iepri, en estos 20 años, ha sido -equivocado o no- el único referente académico que desde lo político ha marcado el país.