El 6 de noviembre de 1985, la Policía, en un lapso como de dos horas, ocupó los pisos primero y segundo del Palacio. En las horas de la tarde, calculo que como a las cuatro, cuando ya habían ingresado las Fuerzas Militares con sus tanquetas, la situación se fue complicando.
En los edificios que quedaban en la calle 12, como el del Banco Comercial Antioqueño, se apostaron integrantes de la fuerza pública que disparaban continuamente contra las oficinas de los magistrados. En una ocasión yo me puse de pie y una de las balas pasó cerca de mi cabeza.
Resolvimos tendernos en el piso y permanecer quietos. Las balas provenientes de esos francotiradores reventaban los vidrios, impactaban los muebles y casi rozaban nuestros cuerpos. Eran momentos de verdadero terror.
Los soldados adentro disparaban gases lacrimógenos que nos impedían respirar. Luego los helicópteros sobrevolaban dejando caer sobre nosotros una lluvia intensa de balas. Debo anotar que cuando las balas chocaban contra el techo, las paredes, los muebles y otros objetos, nos llegaban esquirlas que se incrustaron en nuestros cuerpos; todavía conservo una en mi glúteo derecho.
Simultáneamente, desde el primer piso las tanquetas Cascabel del Ejército disparaban toda clase de municiones que destrozaron la puerta de entrada. En otras palabras, los despachos de los magistrados se hallaban entre dos fuegos: uno lanzado por los francotiradores del Estado y los helicópteros, y otro que provenía de las tanquetas situadas en el primer piso.
Entre una descarga y otra solo había escasos segundos. Los disparos de las tanquetas se sentían tan fuertes que parecía que el cuarto piso se nos iba a caer encima, lo que me hace pensar que contra las oficinas de ese piso el ataque fue más violento. Todos los que estaban en el cuarto piso, incluidos los magistrados, perecieron.
Antes de que comenzara el incendio del edificio observé a través de los vidrios que daban hacia el corredor del tercer piso, que desde la primera planta, que estaba en poder del Ejército, llegaban sistemáticamente bolas de candela. El incendio comenzó alrededor de las seis de la tarde y observé por el vidrio del fondo de la oficina que se quemaba la biblioteca situada en el primer piso.
El fuego se propagó debido a que en ese sitio solo había libros, muebles y divisiones de madera, y muy cerca se hallaban las secretarías de la Corte y del Consejo de Estado con multitud de expedientes. Yo me preguntaba en esos momentos de angustia cómo pudo originarse el incendio, si en ese lugar se encontraba la fuerza pública. Las tanquetas antes de lanzar cada cañonazo contra las oficinas producían un ruido como de matraca, que al sentirlo yo empezaba a temblar y a sudar frío, porque me parecía que era el último momento de mi vida.
Como a las diez de la noche el fuego ya estaba muy cerca de nosotros y tuvimos que aprovechar unos cuantos segundos para salir agachados, casi tocando el piso. Llegamos así al extremo del corredor donde funcionaban los baños y se produjo nuestro primer encuentro con los subversivos.
Por orden del M-19 tuvimos que refugiarnos en el baño del cuarto piso, pero después pasamos al del segundo. Desde este sitio implorábamos en coro a las Fuerzas Militares que por favor no dispararan porque podían matarnos. Cuando informamos a la tropa cuál era nuestra ubicación, enviaron una tanqueta que disparó contra un muro del baño y abrieron un boquete que fue funesto, porque las balas entraban.
Yo creo que éramos unas 80 personas. Había guerrilleros, subalternos del palacio, magistrados de la Corte, consejeros de Estado. En ese baño la escena fue dantesca. Muchas personas murieron. Una que estaba a mi izquierda murió instantáneamente. Otro que estaba a mis pies también falleció. Otra señora que estaba abrazada a un funcionario de la secretaría de la Sala Constitucional dio un grito y quedó muerta.
El ataque, pues, se concentró contra el baño donde estábamos refugiados. Varios de los rehenes murieron y a mí me penetró una bala por el glúteo derecho que me tuvo al borde de la muerte y que los médicos nunca pudieron extraer.
El comandante del M-19, Andrés Almarales, decidió liberar a las mujeres. En la fila se colaron dos guerrilleras. La primera logró escaparse por ingenuidad de los que la transportaban en una ambulancia, y la segunda, cuyo nombre después supe que era Irma Franco, fue delatada por una de las rehenes ante las autoridades.
Tiempo después autorizaron la salida de los heridos. Ahí me condujeron a la Caja Nacional de Previsión Social, luego de haber permanecido por un rato en la Casa del Florero. En la sala de observación un soldado me prohibió hablar. Yo le respondí que solo estaba dándoles información a los médicos sobre mi estado de salud.
Más tarde, unos sujetos vestidos de civil y armados trataron de retirarme de la camilla en que me transportaban para la sala de rayos X, a lo cual se opusieron los médicos que me acompañaban en ese momento y me conocían. Finalmente, un soldado quiso entrar en el quirófano para llevarme, porque decía que yo era un guerrillero. El cirujano, que sabía quién era yo, no lo permitió. Si eso hubiese ocurrido, hoy mis restos estarían en una de las cajas que se encuentran en poder de la Fiscalía y se desconocería la causa de mi muerte, en beneficio de quienes están sindicados de desaparecimientos.
Hay una frase atribuida al expresidente Julio César Turbay Ayala sobre los hechos del Palacio de Justicia, según la cual “Para matar a las ratas quemaron el granero”.
Creo que por respeto a la verdad no debe hablarse de retoma del Palacio de Justicia, sino de su infame destrucción. En efecto, este se convirtió en un horno crematorio que dejó irreconocibles a muchas víctimas".
*Este testimonio fue publicado en el informe especial de SEMANA por los 30 años del Palacio de Justicia