Algunos creían que estaba loca y otros pensaban que solo había llegado en busca de marido. Eso era lo que se decía hace un siglo de la madre Laura cuando decidió abandonar la comodidad de Medellín por las selvas húmedas de Dabeiba, al occidente antioqueño. En contra de los prejuicios de la época, ella, su madre y cinco compañeras arribaron a su destino después de diez días a lomo de mula, el 14 de mayo de 1914. Su misión era evangelizar a los indígenas embera-chamí y “probarles que Dios los amaba”, según escribió en su autobiografía. Para conseguirlo, sin embargo, tuvo que enfrentar a sacerdotes y políticos de la región, quienes consideraban que las mujeres no eran aptas para esa tarea. “Creer que mujeres catequizan indios, creer que logran lo que no han hecho los hombres, es una perfecta ilusión”, dijo alguna vez un funcionario del Concejo Municipal. Los indígenas tampoco estaban muy contentos con su presencia, pues los blancos siempre llegaban a tratarlos con desprecio y a arrebatarles sus tierras. Quedarse era impensable, pero Laura y las demás no desistieron. Ningún obrero quiso ayudarles a construir el rancho donde se alojarían, así que tuvieron que hacerlo con sus propias manos. Con esa misma determinación, poco a poco se ganaron la confianza de la comunidad y tres años más tarde fundaron la Congregación de Misioneras de María Inmaculada y Santa Catalina de Siena, mejor conocida como Misioneras de la Madre Laura. Desde entonces, su labor se extendió por todo el país y hoy vuelve a ser recordada porque el 12 de mayo, María Laura de Jesús Montoya Upegui se convertirá en la primera santa colombiana. Lo paradójico es que eso suceda solo ahora en el país del Sagrado Corazón, donde el 80 por ciento de la población se define católica. Sin embargo, lograrlo no es tan sencillo como parece (ver recuadro). La causa de la madre Laura empezó en 1963 y solo en diciembre pasado Benedicto XVI autorizó su canonización. Eso quiere decir que tardó 50 años, una cifra bastante corta si se compara con lo que ha tenido que esperar el papa Inocencio XI, quien murió en 1689, lo beatificaron en 1956 y todavía no ha podido ser declarado santo. “El proceso es largo porque es necesario estudiar detalladamente la vida de esa persona antes de presentar el caso en Roma”, cuenta monseñor Alberto Giraldo Jaramillo, quien se encargó de pedirle a Juan Pablo II la beatificación de la madre Laura cuando se desempeñaba como arzobispo de Medellín en 2004. Ocho años después, el país celebra su ascenso a los altares. Los antioqueños, especialmente los habitantes de Jericó, donde la monja nació en 1874, están orgullosos de este logro, pues lo ven como un premio a una región profundamente católica. “En el departamento la fe se sembró desde los tiempos de la Colonia y ese arraigo cristiano sigue presente en muchas familias”, asegura monseñor Ricardo Tobón Restrepo, arzobispo de Medellín. En efecto, no es casualidad que la madre Laura haya concentrado su actividad en esa zona ni que la mayoría de los beatos colombianos a la espera de ser canonizados provenga de municipios como Yarumal, La Ceja y Sonsón (ver recuadro). Una vida de penurias Al hablar de la madre Laura muchos asocian su nombre con su trabajo con los indígenas, pero pocos en realidad saben cómo descubrió su vocación religiosa. Criada en una familia católica, su infancia estuvo marcada por la tragedia. Cuando apenas tenía 2 años su padre fue asesinado, lo que obligó a su mamá a sostener el hogar. Para aliviar la carga, la niña se fue a vivir con su abuelo en una finca de Amalfi, donde padeció los rigores de la pobreza y siempre se sintió extraña. A los 7 años, mientras jugaba con las hormigas en el campo, tuvo su primera experiencia celestial. “Ella cuenta que un rayo la hirió y desde entonces Dios invadió su alma”, explica la hermana Surama Ortiz, misionera laurita. A los 12, esa luz se le volvió a aparecer y cuando cumplió 16, decidió que quería dedicarse a la docencia. Consiguió una beca del gobierno para estudiar en el Instituto Normal de Medellín y, como no podía costearse el alojamiento, le pidió a una tía que dirigía un manicomio que la dejara dormir allí. Al graduarse, dictó clases en varios pueblos de la región siempre con la esperanza de convertirse en monja de clausura algún día. Sin embargo, un viaje al resguardo indígena de Guapá, cerca del municipio de Jardín, cambió sus planes: “Mi llaga son los indios americanos. Me duelen por olvidados y porque mueren lejos de Dios”, dice en su libro.Aunque hoy esa actividad es más controvertida que en aquella época, dado que muchas de las costumbres de las comunidades ancestrales se han perdido por el contacto con la sociedad occidental, ese hecho marcó para siempre la vida de la madre Laura. Años más tarde, cuando se aventuró en Dabeiba, se dio cuenta de que se sentía más cómoda usando unas botas de caucho que el uniforme impecable de un convento en la capital. Ya en ese entonces se decía que sus manos sanaban a los enfermos y que gracias a ella las serpientes nunca atacaron a las hermanas mientras evangelizaban a los indígenas en la selva. Esa sencillez combinada con su fama de santa la acompañó incluso después de que murió en 1949.La casa del barrio Belencito de Medellín, donde pasó sus últimos días y en la actualidad funciona la Congregación de las Lauritas, convoca a cientos de creyentes todos los años. “Hay muchas personas que aseguran haber recibido un favor suyo y cuando vienen se acuestan en su cama en busca de un milagro”, cuenta la hermana Surama. Esa costumbre se popularizó gracias a Herminia González, de 87 años, quien visitó los aposentos de la madre Laura después de que los médicos le dijeron que su cáncer de útero había hecho metástasis. Cuentan sus familiares que al día siguiente la mujer empezó a mejorar y cuando volvieron a hacerle los exámenes de rigor, ya estaba curada. Su caso sirvió para que Juan Pablo II beatificara a la madre Laura el 25 de abril de 2004. En esa ocasión miles de colombianos participaron en la ceremonia celebrada frente a la basílica de San Pedro.Sin embargo, el objetivo todavía no se había cumplido: pese a que todos los días aparecían testimonios de personas que aseguraban que la madre Laura las había curado, faltaba un nuevo milagro avalado por especialistas. “Este es uno de los pasos más difíciles porque se basa fundamentalmente en criterios científicos”, aclara monseñor José Daniel Falla, secretario general de la Conferencia Episcopal. Además, hoy el rasero con el que se evalúa un evento extraordinario es mucho más estricto que hace dos siglos y, por eso, no pocas causas quedan estancadas en este punto. El milagro definitivoLas misioneras y sus seguidores siguieron haciendo campaña –que por cierto, no solo requiere de fe, sino de recursos– a favor de la madre Laura, hasta que en 2005 Carlos Eduardo Restrepo Garcés les contó su increíble historia. Resulta que desde que era niño padecía una extraña enfermedad autoinmune que a los 33 años desencadenó en lupus, daño renal, artritis reumatoidea y atrofia muscular. “Me sentía cansado todo el tiempo y ni siquiera podía hablar por teléfono más de cinco minutos porque no era capaz de sostener la bocina”, recuerda. Para completar, una perforación en el esófago le provocó una infección cerca al corazón, y como tenía las defensas tan bajas, operarlo significaba una muerte segura. Con semejante pronóstico Carlos, médico de profesión, se despidió de su familia y amigos. Estaba desahuciado y no quería pasar sus últimos días en una sala de cuidados intensivos. Fue entonces cuando inexplicablemente se le vino a la cabeza la madre Laura. “No tengo ni idea de por qué lo hice si apenas sabía que era una beata antioqueña –señala–. No sé si ella me encontró a mí o yo a ella”.Lo cierto es que después de mencionarla en sus oraciones, poco a poco sus heridas comenzaron a cerrarse, volvió a caminar y al cabo de tres meses estaba trabajando de nuevo. “No podía ser otra cosa que un milagro”. Tras varios años de análisis y estudios, el Vaticano llegó a la misma conclusión. Ahora sí, había pruebas suficientes para convertir en santa a la monjita colombiana. La espera será recompensada el próximo domingo cuando el papa Francisco presida la ceremonia de canonización, la primera que realiza en su pontificado. Una vez admita el nombre de la antioqueña en la lista de los santos, los fieles ya no tendrán que encomendarse únicamente a los españoles San Pedro Claver, San Luis Bertrán y San Ezequiel Moreno, y la suiza Santa Bernarda Bütler, quienes estaban incluidos en el santoral colombiano, pues sus misiones se desarrollaron en buena parte del territorio nacional, pese a que no nacieron en el país. Ahora podrán ofrecer sus oraciones a Santa Laura Montoya, esa humilde mujer que asumió su destino contra todas las adversidades. El camino a la santidadLa llegada a los altares debe superar varias etapas y puede tardar siglos. Estos son los pasos que recorrió la madre Laura para convertirse en santa. 1) En 1973 fue declarada sierva de Dios. Quiere decir que el Vaticano está dispuesto a empezar el proceso de canonización porque considera que el postulado murió en olor de santidad. 2) Cuando se comprueba que la persona efectivamente llevó una vida santa y cumplió con virtudes heroicas, como la fe, la humildad y la caridad, obtiene el título de venerable. Eso ocurrió en 1991.3) Se requiere un milagro en el que el candidato haya intercedido después de su muerte para ser considerado beato. Un comité científico y religioso se encarga de evaluarlo. En el caso de la madre Laura, sucedió en 2004. 4) Para ser santo se necesita un nuevo milagro. Este no solo debe ser probable, inmediato y perdurable, sino más contundente que el anterior. En este caso el papa dio el veredicto final en diciembre de 2012. En lista de espera En la Congregación para la Causas de los Santos, con sede en Roma, ya se están adelantando los procesos de más de 20 colombianos. Estos son los beatos criollos a los que solo les falta un milagro para subir a los altares.  Mariano de Jesús Euse Hoyos, mejor conocido como el padre Marianito, nació en Yarumal, Antioquia, y siempre se caracterizó por su entrega a los más necesitados. Además de atribuirle varios milagros, sus seguidores lo recuerdan porque en 1936, diez años después de su muerte, las autoridades lo exhumaron y encontraron su cuerpo intacto. El 9 de abril de 2000 el papa Juan Pablo II lo beatificó y desde entonces los feligreses del municipio de Angostura, donde fue párroco durante 40 años, rezan para que algún día sea proclamado santo. Los novicios Juan Bautista Velásquez (Jardín, Antioquia), Esteban Maya (Pácora, Caldas), Melquíades Ramírez (Sonsón, Antioquia), Eugenio Ramírez (La Ceja, Antioquia), Rubén de Jesús López (Concepción, Antioquia), Arturo Ayala (Paipa, Boyacá) y Gaspar Páez Perdomo (La Unión, Huila) fueron asesinados mientras adelantaban una misión médica en plena Guerra Civil española. Por su valor y entrega incondicional durante la persecución contra la Iglesia católica, el Vaticano los exoneró del requisito de haber realizado un milagro para convertirlos en beatos. Hoy los jóvenes son conocidos como los siete mártires de la comunidad religiosa San Juan de Dios. A finales de este año, el papa Francisco probablemente beatifique al seminarista antioqueño Jesús Aníbal Gómez, nacido en Tarso, Antioquia. El joven vivió la misma historia de los mártires de San Juan de Dios, pues también fue asesinado en España en los años treinta mientras adelantaba sus estudios de Teología para ordenarse sacerdote de la Congregación de los Claretianos.