Escribir es un acto de confinamiento que debe hacerse de manera voluntaria, sin ataduras y sin miedos que nos cohíban. Y el periodismo es esa herramienta inagotable que nos permite contar no solo lo que ven nuestros ojos, sino lo que muchos quieren ocultar. Así he entendido siempre este oficio: como un medio para ejercitar el pensamiento crítico, esa capacidad para no tragar entero y para hacerles a los poderosos las preguntas que no quieren oír porque no las quieren responder. El pensamiento crítico no se hereda, se aprende desde temprano en la casa, se le cultiva en el colegio, y la universidad y el estudio son el mejor alimento para que crezca robusto y nos dé la fuerza para enfrentar los desvaríos y abusos derivados de la mezquindad humana. La naturaleza del periodismo en una sociedad en la que impera el Estado de derecho es la de ser incómodo para todos los poderes, vengan de donde vengan. Creo en el periodismo que no cae en la complacencia, sino en el que tiene la envergadura para cuestionar y escudriñar la trastienda del poder. Y creo que ese periodismo que desencaja le sirve a la sociedad más que un periodismo concupiscente con el poder, que no sale de su zona de confort para no tentar la ira de los dioses.
Si los periodistas hacemos bien nuestro trabajo, haciendo las preguntas que hay que hacer, la sociedad va a estar mejor informada y puede formarse un mejor criterio a la hora de tomar la decisión más correcta. Ese pensamiento crítico, bien plantado, puede crecer tan rápido como crecen los árboles jalapos, es la mejor arma que tiene el periodismo para enfrentar estos momentos tan tediosos en los que el miedo a todo –no solo al coronavirus– parece haber secuestrado a todas las sociedades. (…) Sin embargo, hace rato que no corren buenos tiempos para los medios ni para el periodismo. Cada vez son menos los medios y los periodistas que hacen bien su oficio y cada vez son más los medios y los periodistas que se convierten en los lacayos del poder. Y en lugar de que la sociedad comprenda que el periodismo que irrita al poder sirve para apuntalar el sistema de pesos y contrapesos en las democracias, cada vez son más las voces que denigran de los periodistas que se atreven a importunar a los poderosos y que les exigen explicaciones cuando su nombre aparece vinculado a un escándalo o a un acto de corrupción. Unas veces los tildan de “politizados”, otras, de estar al servicio de fuerzas oscuras y de querer acabar con el statu quo. En Colombia han llegado incluso a ser espiados y perfilados por la contrainteligencia como si fueran –fuéramos– una amenaza para la seguridad nacional. (…) Ese periodismo cómodo, concupiscente con el poder, se articuló muy bien con los bajos estándares que en materia de excelencia periodística exigió ese modelo de empresa que ya estaba agotado y pasando aceite. Desde entonces ni los medios han podido encontrar una fórmula sostenible para funcionar en las redes ni los periodistas hemos sabido cómo utilizarlas. (…)
La crisis del coronavirus coincidió con el agotamiento del modelo de negocio y de los estándares éticos del periodismo y cuando el virus tocó a su puerta, arrasó con la poca pauta que quedaba. Todo se vino abajo. Durante este encierro universal, muchos medios tuvieron que recortar nóminas, reducir sueldos y es posible que algunos de ellos no logren sobrevivir a la crisis producida por la pandemia. Pero la culpa no es del virus, sino de una crisis no resuelta que viene desde atrás. La buena noticia es que esta pandemia que nos obligó a confinarnos puede ser la oportunidad para que los medios encuentren un modelo sostenible en el mundo digital. Durante la cuarentena ocurrió un hecho que nadie esperaba: por primera vez la gente se volcó en busca de información en las redes. De repente los noticieros de televisión y los programas de opinión aumentaron sus audiencias en Facebook, en YouTube, en Instagram y hasta en Periscope. (…) Hasta los estándares del periodismo mejoraron en la cuarentena: las crónicas volvieron con su color y en los noticieros y en las cadenas radiales se vio el afán por recurrir a la voz de los científicos para comprender mejor la complejidad del virus. (…) Es cierto, el milagro no es completo. Todavía no se ha encontrado el modelo de negocios que permita monetizar esas audiencias de manera sostenible, pero el solo hecho de tenerlas ya es muy alentador. Falta ver si el periodismo –sumido como está en la peor de sus crisis– va a ser capaz de retenerlas una vez que esta época del miedo provocada por el coronavirus haya terminado. O si vamos a dejarles ese espacio a la propaganda, a la manipulación que se disfraza de periodismo para moldear nuestro pensamiento. De las redes he aprendido que no las conocemos. Creíamos que solo eran útiles para que los periodistas hiciéramos hashtags, y para que los políticos manipularan conciencias a través de la “perfilación” de datos. Sin embargo, el coronavirus nos ha demostrado que las redes también pueden ser utilizadas como una fuente de información. Ese es el coletazo que el coronavirus le ha dado al periodismo. Las redes han sido el mayor misterio que he tenido que sortear como periodista. Entré a ellas pensando que pisaba arenas movedizas porque no me gustaba pelear por los hashtags ni invertir mi tiempo librando largas batallas decimonónicas para poder ser tendencia en el Twitter. (…)
Las redes me han servido para vindicar el texto escrito en momentos en que pareciera que el video lo hubiese desplazado. Siempre he creído que la mejor manera de contar una historia, de denunciar una atrocidad o de opinar sobre los hechos que nos afectan es escribiéndolo. Y en las redes esa máxima se mantiene intacta hasta el momento. (…) El miedo, según Antonio Altarriba, es la más básica de nuestras emociones. “Oscuro y proteico, fluye por las venas con paralizante viscosidad. Nos agarra por los pelos, nos secuestra los sentidos y nos deja el grito como única salida. Se halla rodeado de un cerco de misterio por su naturaleza tenebrosa y porque, avergonzados de sentirlo, acostumbramos a negarlo”. Los miedos que nos azotan son muchos. Nos hemos refugiado en nuestras casas para evitar el contagio en esta cuarentena, aferrados a la esperanza de que pronto se descubrirá la vacuna contra el coronavirus, pero le tememos a la ansiedad que produce el encierro. El miedo a lo desconocido, a lo que no podemos controlar y el temor a morir sin despedirse de los seres queridos nos tiene paralizados y aún más dóciles. De todos esos miedos veo uno que se está trepando por las paredes que nos resguardan: el miedo a la verdad, a ver las cosas como realmente son, sin maquillajes ni artilugios. Ese miedo a la verdad invita a la mentira, a la complacencia con el poder y, sobre todo, nos vuelve más manipulables de lo que ya somos.
Antonio Altarriba dice que el miedo a la verdad nos convierte en seres “estúpidos, adocenados y vulgares porque nos lleva a preferir la lobotomía a la lucidez, la felicidad a la justicia, la conveniencia a la certeza, la consigna al criterio”. Yo agregaría que cuando una sociedad le teme a la verdad, se convierte en una sociedad mal informada, y una sociedad sin información no solo es más manipulable, sino que está expuesta a que los que tienen el sartén por el mango abusen de los demás. El temor a la verdad lo aprendí a descifrar a punta de coñazos desde los primeros días en que decidí que el periodismo era mi pasión y que Colombia iba a ser el país donde iba a ejercerlo. He visto demasiada sangre correr con estos ojos, y como muchos periodistas colombianos, he sido víctima de la violencia que ejercen quienes le temen a la verdad. Hasta ahora he sobrevivido a sus embates y sigo aquí, intentando hacer mi oficio, sin ceder un ápice. Por eso reivindico al pensamiento crítico como la mejor arma que tiene el periodismo para salir de su encrucijada, sobre todo ahora que la mentira y el panfleto parecen estarle ganando a la verdad. Porque nos protege de caer en los lugares comunes, porque nos impide terminar seducidos por la consigna y la propaganda y porque al fin y al cabo es la mejor arma para no tenerle miedo al miedo.