El delito del hermano de Marta Lucía Ramírez, revelado esta semana por Gonzalo Guillén y Julián Martínez, era grave. No solo estaba de por medio la acusación de tráfico de drogas sino de reclutamiento de mulas para llevarlo a cabo. A Bernardo Ramírez eso le costó cuatro años y medio de cárcel en Estados Unidos. Que Marta Lucía Ramírez hubiera garantizado el pago de una fianza de 150.000 dólares no tiene implicación negativa alguna. Ser solidaria con un hermano no le quita ni le agrega a lo que sí tiene implicaciones políticas: el debate sobre si debía revelar estos hechos a la opinión pública.

La hoy vicepresidenta en su momento optó por contárselo a los presidentes que la nombraron y guardar silencio ante el resto del país. Para sus partidarios eso era suficiente; para sus críticos no. Hasta ahora las filiaciones políticas e ideológicas han definido los puntos de vista sobre este asunto. El presidente, los ministros, el Centro Democrático y el Partido Conservador se han mostrado solidarios con la número dos del Gobierno. La oposición y la izquierda le han dado palo, y Gustavo Petro llegó a pedir la renuncia de la funcionaria. Sorprende que una información de tan grueso calibre político haya podido permanecer en secreto durante 23 años. El solo hecho de que tres presidentes la conocieran daba para que en algún momento se hubiera filtrado. Saber que en cualquier instante esto podía salir a la luz pública tuvo que haber representado una carga psicológica muy pesada para la vicepresidenta desde que comenzó su vida pública. Esa fue una apuesta muy riesgosa de Marta Lucía Ramírez, y esta semana la perdió.

En el debate de cómo manejar un asunto de esta naturaleza nunca habrá consenso. Están de por medio dos conceptos enfrentados: el derecho a la privacidad en asuntos familiares y el deber de transparencia de los funcionarios públicos. Hasta qué punto el uno pesa más que el otro está en el centro del debate actual. Sobre este caso concreto, se podría afirmar que para casi todos los cargos públicos la situación de su hermano podría ser considerada un tema privado sin relevancia. Sin embargo, hay tres para los cuales ese episodio no podía ser mantenido en reserva, precisamente los últimos que ella ha ocupado: el Ministerio de Defensa, la Vicepresidencia y la candidatura presidencial.

Es posible ser ministra de Cultura o de Transporte sin revelar esa situación, pues se trata de un asunto privado y totalmente ajeno a las responsabilidades del cargo. No sucede lo mismo con la cartera de Defensa, encargada de combatir el narcotráfico. En ese puesto hay un nivel de cooperación con el Gobierno de Estados Unidos y agencias como la DEA, que requiere que se sepa un antecedente como este. Marta Lucía, en su comunicado, ha dicho que le informó a todos los que debían saber, pero fuera de los tres presidentes no especificó a quiénes. Como ella es una persona responsable, hay que asumir que el embajador de los Estados Unidos era uno de estos. En lo que tiene que ver con la Vicepresidencia y la candidatura presidencial, estas dos responsabilidades tienen una diferencia de fondo con los ministerios. No se trata de cargos de libre nombramiento sino de elección popular. Esto significa que el jefe no es el presidente sino el electorado. Por eso, no hay duda de que no se puede aspirar a la Presidencia con ese secreto a cuestas. Y no solo por razones de transparencia sino de estrategia. La revelación en medio de la campaña acabaría con la candidatura. Y si Marta Lucía hubiera triunfado y la información se hubiera hecho pública durante su eventual gobierno, el escándalo habría sido monumental.

Marta Lucía Ramírez es una persona honesta, una trabajadora incansable y una funcionaria muy competente. Pero ha tenido una mala racha en las últimas semanas. La revelación de que en algún momento ella y su marido fueron socios en un proyecto de construcción con un personaje que acabó siendo narcotraficante fue un episodio de mala suerte y no de mala fe. Después de eso le cayó la serie Matarife con unas versiones calumniosas sobre ella y Mancuso que la obligaron a demandar. Y por último, se le soltó la lengua con la palabra “atenidos”, un pecado venial que le cobraron en el mundo de las redes sociales como un pecado mortal. Ninguno de estos casos tiene nada que ver con las condiciones personales o profesionales de Marta Lucía, pero la sumatoria le hace daño. En un país polarizado, donde las redes sociales se alimentan del escándalo y el sensacionalismo, la vicepresidenta se ha convertido en el blanco del momento. Teniendo en cuenta lo que ella le ha aportado al país, eso no es justo. Pero la política no siempre lo es.