Desde que asomó el COVID-19 algo quedó muy claro. El virus ataca a todos por igual, pero es más mortífero para los mayores. El mensaje es claro. Mientras aparece la vacuna o la cura es prudente quedarse en casa. Pero antes de que se generalizara la pedagogía, el presidente Duque nos aplicó un confinamiento especial, según informó, para proteger a “los abuelitos”. En ese momento perdimos la condición de ciudadanos con derechos y fuimos declarados interdictos, incapaces de tomar nuestras propias decisiones.

La gran mayoría de los mayores de setenta años somos vitales, pensantes y posiblemente más responsables que el promedio. Con esa medida se abrió el boquete para profundizar la discriminación creciente contra las personas mayores. Lo más grave es que nos dicen que es por nuestro propio bien. Yo, por mi parte, prefiero la verdad. Hay pocas camas de UCI y respiradores y se prefiere reservarlos para el resto de la población. En esas condiciones, el cercenamiento de mi derecho a igual libertad por lo menos tendría algo de dignidad. Con todo, de la cuarentena para mayores solo hay un paso a la utilización del criterio de la edad para negar tratamiento médico, lo que podríamos denominar “eutanasia indirecta,” que puede extenderse más allá de la edad.

Cuando los gobiernos responden a las amenazas a la salud de los viejos con recortes en sus derechos, están abriendo paso a la agudización de la discriminación en su contra y a que otros grupos sigan en fila. ¡Ya se escuchan propuestas de abrir centros de concentración para quienes sean pillados en fiestas y de extrañar a los contagiados a La Guajira! ¿A dónde iremos a parar? El miedo es mal consejero. La responsabilidad siempre será una mejor salida que la represión y la prohibición. Los mayores, los sabios de la tribu, tenemos la responsabilidad superior de hacer pedagogía ética para que las tentaciones autoritarias no se conviertan en una bola de nieve que acabe con los derechos de todos.