El confinamiento masivo se está atenuando porque estamos llegando al límite de la capacidad de resistirlo. Es inminente que pronto se permita a toda la población que, cumpliendo determinados protocolos, salga a los espacios públicos, pero esa determinación no aplicará, por ahora, a los mayores de 70 años. ¿La razón? Quienes estamos en ese rango de edad somos más susceptibles a un riesgo letal. Así que nuestras autoridades han tomado, con hondo entusiasmo, la decisión de protegernos, querámoslo o no.
Me viene a la cabeza la imagen, de raíz cristiana, del pastor que apacienta sus ovejas. Solo que los gobernantes no son obispos, ni los ciudadanos feligreses. A aquellos les está prohibido protegernos contra nuestra voluntad, porque la libertad, que es un bien inconmensurable, precisamente consiste en que podemos hacer con nuestras vidas lo que nos parezca con una sola limitación: que nuestras determinaciones no menoscaben el derecho de los demás. Esa soberana e incoercible potestad de elegir no depende de que las autoridades crean acertadas las decisiones que adoptemos. Si nuestros criterios de lo bueno y conveniente debieran ceder ante los del gobernante, no seríamos libres. Se nos podría imponer el bien y la felicidad que es lo que, con monótona persistencia, hacen las dictaduras. Así es que para proteger la salud de los ancianos podrían obligarnos a determinadas prácticas alimenticias, prescindir de ciertos placeres, o salir desabrigados por las noches. Esta tutela paternal podría implementarse no solo con relación a los abuelitos. Nada más peligroso que un joven de 20 años con en una moto entre las piernas. Las podríamos prohibir, al menos las de alto cilindraje, que son aquellas de más de 80 centímetros cúbicos…En la típica estrategia consistente en huir hacia adelante, el gobierno resolvió que los viejos podemos salir cierto número de veces a la semana por tiempo limitado. Se ha aumentado así la rebelión de las canas (los calvos son bienvenidos), y creado un efecto perverso: colocar en ridículo a la policía, la cual, por supuesto, carece de la posibilidad de verificar el cumplimiento de la norma. Un adherente del movimiento de desobediencia civil, que crece como espuma, me remite lo que copio: “No es la tarea del gobierno proteger mi salud. Su obligación es proteger mis derechos. Es mi responsabilidad proteger mi salud. Si aceptas canjear libertad por seguridad puedes terminar perdiendo ambas”.
Por desgracia, el derecho a la libertad es letra muerta para los ancianos indigentes que por las calles deambulan. A menos que el gobierno pudiere -que no puede- garantizarles un ingreso decoroso, es una afrenta colosal a la justicia mantenerlos bajo arresto domiciliario.La verdad es que como en el cuento infantil de Hanzel y Gretel, el gobierno está perdido en el bosque y no encuentra el camino de salida. La solución es sencilla: limítese a hacer pedagogía y déjenos actuar. Le garantizo que no somos tan tarados como cree.