Era una de esas madrugadas en las que el frío de marzo arropaba a Salento, Quindío. Turistas que se hospedaban en el colorido pueblo buscaron abrigo, con un abrazo, una manta o un trago. No era algo difícil de resolver para la mayoría de las personas. Pero a las afueras del municipio, en una pequeña y acogedora finca, estaba Gilberto Ávila, de 59 años, totalmente rígido, parecía congelado. Tenía un dolor intenso en el cuerpo, pasó horas tratando de que sus brazos obedecieran a su mente. Solo quería tomar la cobija y arroparse, pero no pudo.
“Eso no es vida”, fue la conclusión a la que llegó tras 17 años de lucha contra el párkinson, la enfermedad le estaba ganando la batalla. Gilberto es sargento retirado de la Policía, estuvo en los grupos élite, persiguió y capturó a los delincuentes más peligrosos del país.
El hombre que estaba tendido en esa cama sin poder mover un dedo participó en las investigaciones y operativos contra Gonzalo Rodríguez Gacha; Pablo Escobar; Diego Fernando Murillo, alias Don Berna; Diego León Montoya, alias Don Diego, y Pedro Oliverio Guerrero, alias Cuchillo. También aportó a la caída de los guerrilleros Alfonso Cano y Raúl Reyes, entre otros. El suboficial vivió en la selva más de 20 años y recorrió miles de kilómetros erradicando con sus propias manos cultivos ilícitos.
“La vida es acción, es trabajo, es cumplir metas”, dice a SEMANA, haciendo un evidente esfuerzo para que la lengua no se le enrede al hablar de la decisión que tomó aquella madrugada en la que, como otras tantas, no logró conciliar el sueño. Por eso vio en la eutanasia la posibilidad de morir dignamente, será el tercer colombiano en practicarse ese procedimiento. Aclara que no es un suicidio porque él ama la vida y ha hecho todo para conservarla. Explica que no se está rindiendo, pero sí decidió cambiar de estrategia porque “es de tontos seguir con una batalla en la que sé que voy a perder”.
En 2006 sintió por primera vez los síntomas. Mientras trotaba, el pie izquierdo empezó a arrastrarse y el brazo de ese mismo costado, a perder fuerza. Con los meses, notó que su dicción no era la misma, se demoraba para expresar las ideas que tenía en mente, algo imperceptible para los demás. Fue en 2009, mientras estaba en vacaciones de retiro, cuando consultó a un neurólogo y le diagnosticó párkinson juvenil.
La enfermedad estaba avanzada en 80 por ciento y es degenerativa. Se genera por la falta de dopamina en el cerebro, causando movimientos involuntarios bruscos o parálisis. Este último es el caso del sargento y la vida le cambió. Siempre consideró que la guerra era para los solteros, así que se casó justo antes de enterarse de la enfermedad, pero la crisis lo llevó a la separación. Luego de ser diagnosticado se deprimió durante un año hasta que entendió que la dopamina la produce la felicidad, el hacer ejercicio y otros factores. “Si el problema está dentro de mí, la solución está dentro de mí”, pensó antes de inscribirse en un gimnasio.
Durante más de 40 años ha hecho ejercicio, solo que retomó su ritmo pese a las dificultades. Tiene una mente brillante, se dedicó a leer libros de cálculo, filosofía y estudios científicos sobre los factores que generan el párkinson juvenil, en los que encontró que existe una alta posibilidad de que hubiera sido por el contacto que tuvo con el glifosato mientras erradicó cultivos ilícitos. Asegura que el 20 por ciento de su pelotón tiene la misma enfermedad y con certeza afirma: “Me mató el glifosato”. En la lucha por querer vivir conoció una cirugía que permite, por medio de electrodos, estimular el cerebro.
Duró tres años en papeleos para demostrar que él era apto para esa intervención quirúrgica y hasta interpuso una tutela que un juez falló a favor, pero la institución apeló. “Ese día me sentí usado, yo literalmente estaba dispuesto a ofrendar mi vida por el país y con amor, pero el día que necesité de ellos, me dieron la espalda”, recuerda con nostalgia más que con enojo. Alba Ávila, la hermana con la que convive y quien lo ha asistido en toda la enfermedad, relata que cuando recobró el movimiento, él saltaba de la dicha. Quería comerse el mundo de nuevo, corrió a un centro comercial, pero de repente quedó inmóvil, postrado en una silla.
Dice el sargento que fue ahí cuando conoció la indiferencia de la gente. Pasaron horas sin que nadie lo auxiliara. Lo que habría generado el retroceso fueron los detectores de metales que están en las puertas de los almacenes. Volvió a operarse, pero con el paso de los años se dio cuenta de que nada estaba haciendo efecto, muchas células en su cerebro murieron y en los últimos 12 meses el deterioro fue total. Cada tres horas debe tomar una pasta que produce dopamina, aunque si come le corta el efecto.
“A veces prefiero aguantar hambre, pero tener algo de movimiento”, dijo mientras se tomaba la novena pastilla del sobre, la misma que le genera ansiedad y otros efectos secundarios. “Amo la vida. No soy negativo, pero así no puedo vivir. Estar acostado, sentado, parado me causa dolor. Nadie puede entender lo insoportable que es. No tengo hijos y mis hermanos ya son ancianos, yo soy el menor. No quiero ser una carga para nadie”, son algunos de los argumentos que dio cuando un grupo de especialistas empezó a estudiar la viabilidad de la eutanasia. Seis meses duró el papeleo y tomó muchas pastas para poder ir solo a las tortuosas citas.
No quiso decirle a su familia para que no interfiriera en la decisión. Alba cuenta que se enteró mientras reclamaba unos medicamentos. La enfermera gritó: “Doctor, son para el paciente que solicitó la eutanasia”. Recuerda que casi se desmaya al escuchar esa frase. “Él nunca había pensado en algo así. Para mí no es una carga, es una compañía”.
Durante algunas semanas Alba hizo de cuenta que no sabía nada esperando que él le contara. Se desahogó con su hijo, quien hizo una escultura que representa la muerte de un ave, sin violencia. Cuando se la mostró a su tío se escuchó la frase de que lo terrorífico de morir es el sufrimiento que lleva a eso, y fue cuando el sargento contó que había decidido tener una muerte digna.
Cuando los especialistas aprobaron la decisión, puso fecha de su muerte para el lunes 26 de septiembre a las diez de la mañana. El sargento dice que es el tiempo suficiente para dejar todos sus asuntos personales en regla. Tres días antes de partir, en la finca se vive un duelo anticipado.
Quienes llegan a despedirse, en lugar de flores llevan chocolatinas. Han pasado amigos, expolicías, familiares y uno que otro conocido. También ha sido juzgado porque para muchos la decisión que tomó es pecado al considerar que solo Dios puede decidir sobre él. “Desde los 7 años soy ateo, no por rebelde, a los 4 quede huérfano y nadie me enseñó la figura de Dios.
No me considero mal ser humano, pero no puedo ser hipócrita y a última hora arrepentirme o creer en Jesús solamente por miedo a que satanás me queme en una paila. Asumo las consecuencias de lo que pasará en el más allá, si es que existe”, explica mientras se agarra de una cuerda que puso junto a su cama para apoyarse cuando se quiere mover. Es consciente de que su felicidad, que consiste en acabar con el dolor físico, es la tristeza de sus seres queridos. Quienes compartieron con él aseguran que con cada enseñanza que les dio lo sentirán siempre cerca.
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Y en su lecho sigue dando consejos: como no dejar los planes para después porque su sueño fue agarrar una mochila y viajar por el mundo cuando se pensionara, pero su enfermedad no lo dejó. A pocas horas de su muerte, se toma el medicamento para poder ir a alimentar los pájaros en lo alto de un árbol de guayabo que tiene frente a su habitación. Ese es el mismo árbol en el que regarán sus cenizas una vez lo cremen, porque considera que los ataúdes son aterradores y, en cambio, prefiere ser semilla de vida.