De la privatización de la seguridad y los exmilitares colombianos. Ciertamente lo ocurrido con el grupo Wagner fue un hecho sorpresivo, en la medida que develó los problemas intra-filas del oso ruso que, más allá de lo mediático, está el hecho que una compañía privada que opera bajo un marco general del mercenarismo fuese la causa principal del golpe estratégico y público que recibió el Kremlin, pero, ¿qué son los mercenarios? ¿Es esto un hecho aislado? ¿Tiene Colombia parte en esta problemática?
El mercenarismo. Iniciamos indicando que los mercenarios, en su expresión más sencilla, son personas u organismos que prestan servicios de seguridad y defensa por estipendio, lo cual es una práctica antiquísima que ha sido registrada en la historia occidental desde la antigua Grecia hasta los estados italianos del Renacimiento. Sin embargo, en los últimos siglos, por causa de la consolidación de las repúblicas y del concepto de seguridad nacional, territorios soberanos y de la institucionalización del Estado, los mercenarios pasaron a un segundo plano en beneficio de los ejércitos nacionales. Sin embargo, el panorama ha cambiado y ante la hiperglobalización, la caída del muro de Berlín, la guerra contra el terrorismo, las disputas religiosas e interestatales, la creciente intriga política y, particularmente, por la tecnificación y sofisticación de la guerra; su práctica ha reaparecido fortalecida bajo el nombre de grandes empresas internacionales que ofrecen un variado portafolio de servicios de seguridad, asesoría, entrenamiento y cuerpos de combate a lo largo y ancho del globo, siendo sus más mediáticas participaciones las de Afganistán, Irak, Ucrania y Medio Oriente.
Este fenómeno se ha multiplicado llegando al punto de existir cerca de 300.000 empresas privadas entorno a una industria que factura más de 150.000 millones de dólares en cerca de 100 países (Gómez del Prado, 2006) con todo tipo de clientes: grandes multinacionales, petroleras, servicios diplomáticos, y gobiernos y regímenes de diferente estirpe. Esta practica ha sido incluso utilizada por carteles de droga u organizaciones internacionales del crimen organizado, quienes han logrado acceder a entrenamiento y armamento de compañías o mercenarios internacionales que mercadean en muy diversas áreas y enfoques a cambio de dinero; lo que en la práctica lleva al crecimiento, intensificación y a atizar la propagación de la guerra (UNODC, 2020), valga anotar que con el beneplácito de los gobiernos de los países en los que operan, muchos de ellos aparentes defensores internacionales del DIH.
Esto ha crecido tanto que, en contextos de acción armada internacional de gran envergadura (como la guerra en Irak), cerca del 15 % de los efectivos, aproximadamente 20.000, pertenecían o tenían relación con empresas privadas, siendo la segunda fuerza de ocupación tan solo superada por el Ejército estadounidense (Gómez del Prado, 2006).
Ahora bien, este fenómeno ha sido impulsado principalmente por empresas occidentales de países “ricos” que han encontrado oportunidad en un escenario global incierto, inseguro y en constante reacomodamiento, y que, en cabeza de estadounidenses, británicos, australianos, surafricanos, entre otros, han organizado un portafolio de servicios de curtidos combatientes y analistas de todas las latitudes y continentes que pertenecieron a grupos de elite, fuerzas especiales, o de combate (oficiales, suboficiales y soldados) orgánicos de cuerpos de seguridad militar o policial en sus respectivos países.
Colombia y su rol en este escenario. Es un hecho conocido que los militares y policías colombianos sobresalen en el escenario internacional por su experiencia en combate en zonas de conflicto activas, entre otras, porque en Colombia se plantean un sin número de escenarios de guerra, difícilmente equiparable en otra latitud del planeta, debido a que se enfrentan a estructuras de crimen organizado nacional e internacional, grupos armados organizados, grupos de ideología radicalizados, carteles del narcotráfico y otros retos propios de conflictos irregulares, esto sin exclusión de la atención a la tensión propia de conflictos convencionales y tensiones limítrofes con otros Estados. En general, un soldado o policía en Colombia ―depende de la unidad― está muy bien preparado y posee mucha experiencia, en diversos contextos, climas y ambientes (incluso tan hostiles como el amazónico, de paramo, urbanos y tropicales), por lo cual es bien valorado.
Así entonces, para un extenso grupo de uniformados el escenario es particular ya que, después de haber recibido entrenamiento de alta calidad, acumular vasta experiencia operacional y conocimiento para enfrentar diversos fenómenos criminales, son contactados por empresas/legiones internacionales que buscan combatientes con experiencia para operar en focos de conflicto activos. Solo basta analizar los casos de soldados/policías que entraron a la escuela militar/policial a los 18-20 años y que tras 20 o 25 años de servicio se retiran a los 38-45 años de edad, en muchos casos, con plenitud física, experiencia y madurez emocional. Ni que decir de los que solicitan la baja y se enrolan como mercenarios por oportunidad, en cuyo caso la situación es más compleja puesto que representa la perdida de activos, valor y tiempo para la fuerza pública colombiana que invirtió entrenamiento y recursos públicos en su formación.
Show me the money. En términos objetivos la situación es compleja ya que una corporación de seguridad privada internacional tiene ofertas económicas demasiado tentadoras con salarios entre 2 y 10 veces superiores a los que reciben en Colombia, en muchos casos, libres de costos de comida y alojamiento, con la promesa de trabajar tres o cinco años y poder ahorrar suficiente dinero para comprar una casa en o planear un retiro temprano.
Quizá uno de los escenarios más conocidos es el de los miles de exuniformados colombianos que actúan como mercenarios en Medio Oriente, particularmente para los Emiratos Árabes Unidos, y que actúan bajo pragmatismo económico. Pudimos entrevistar a algunos de ellos, quienes nos compartieron sus experiencias y motivaciones para emprender este viaje.
Como es lógico, la principal razón para mudarse a tan lejanos parajes es la oportunidad económica, dado que los salarios no se comparan en absoluto con lo devengado en Colombia, para el año 2012 el salario aproximado de un Cabo en el Ejercito Nacional ascendía a cerca de $ 1.600.000 y como mercenario podía percibir más de $ 8.000.000 mensuales, libres de gastos, en un país sin conflicto activo y en el que su principal labor está en la protección de bienes estratégicos emiratíes, que no implican combate o peligro. Ni que decir de quienes optan por el mercenarismo por el síndrome de la guerra.
El lamentable episodio de Haití. Si bien se presentan casos de movilidad profesional organizada de uniformados en el retiro que optan por ser mercenarios bajo programas legales, hay otros como el de los colombianos que participaron en el asesinato del mandatario de Haití, y aunque es materia de investigación, lo cierto es que esto configura una mancha para el nombre de las fuerzas armadas colombianas y en general para la marca país, ya que se pone en evidencia el profundo debacle moral que se ha venido configurado en el país en las últimas décadas, en el cual no existen límites morales o racionales frente al deseo de consecución de riqueza. Dicho sea de paso, asunto que debería ser tomado más en serio por la Cancillería y el Ministerio de Defensa.
Del mercenarismo internacional al doméstico. Sin embargo, esto no es del todo nuevo, ya que han sido documentados varios casos de exmiembros de la fuerza pública que cohonestaron con los grupos armados organizados, particularmente con los GAITC (grupos armados ilegales con tendencia contrainsurgente) o mal denominados “paramilitares”. Pero, estos no son los únicos casos, por el contrario, en Colombia la trashumancia armada ha sido recurrente, si se quiere escandalosa, con casos de exguerrilleros que se vuelven narcotraficantes, ex-AUC que se pasan a las guerrillas, guerrilleros comandando unidades de las AUC, guerrilleros que saltaron entre una o más guerrillas (por beneficio económico), y un sinfín de ejemplos resultado de una acelerada fase de desideologización del conflicto frente a la avaricia y la codicia que generan las inmensas fuentes del narcotráfico y el macro crimen.
Valga señalar que, como parte del trabajo de investigación que realizamos al interior de la Comisión de la Verdad, fueron varios los casos de excombatientes, de organizaciones armadas ilegales, que expresaron su deseo de retomar las armas en cualquier grupo que los recibiera, ya fuera por dificultades de adaptación a la sociedad civil, necesidades económicas, deseo de sentir poder, y, quizá la más recurrente, porque eran “profesionales de la guerra” y es lo que mejor saben hacer y su fuente de sustento. Todo lo anterior es parte de una faceta sociológica del conflicto susceptible de ser profundizada.
De la guerra y la cuestión moral. Tanto en el caso del grupo Wagner en Rusia y de los mercenarios colombianos, presenciamos la manifestación de una realidad inocultable: la creciente privatización en todos los niveles de la seguridad global, que aunque pareciera un proceso propio de la globalización, posee varios vacíos morales y éticos, ya que se pierde las variables propias de la milicia como el honor, el patriotismo, la mística y el sentido de servicio hacia una causa colectiva, por el sencillo interés de lo personal, con el agravante del pragmatismo económico que lleva a que se actúe particularmente por dinero y no bajo principios y valores. Desde esa perspectiva, hay una inmensa necesidad de formar y reafirmar con ahincó tanto en escuelas, colegios, universidades y en unidades militares, sobre principios y valores innegociables e intransables, trabajar sobre preguntas estructurales como: ¿qué vale más, la plata o la vida? O como en el caso de Haití ¿hay honor en el dinero mal habido?
Del problema a lo estratégico. Ahora bien, hay muchas preguntas que son susceptibles de ser abordadas de cara a afrontar de forma estructurada el exceso de experiencia y conocimiento en los usos y prácticas de la guerra que se ha acumulado en Colombia, tanto de actores legales e ilegales, ya que han sido décadas en las que miles de colombianos se han formado en el ejercicio activo de la guerra, y por lo tanto es su profesión y en muchos casos lo único que saben hacer, de ahí que el problema no este solo en desarmar y desmovilizar a los excombatientes o de dar de baja a los uniformados, sino es de la necesidad de estructurar soluciones de vida serias y reales (no necesariamente mediante subsidios) para que estas personas no se reciclen en algún otro grupo armado residual, o cartel de narcotráfico local o internacional, o que arrojarlos a los brazos de multinacional para alimentar ejércitos y legiones internacionales.
Concluir que: el mercenarismo colombiano es una muestra más que la construcción de la paz tiene varios componentes que deben ser atendidos de forma estructural y que cursan por cosas tan elementales como dar un pago justo a los soldados y policías de la nación; seguir mejorando los componentes de formación éticos y morales de los uniformados; asegurarse de condiciones dignas de retiro y explorar la participación en misiones de asesoría y humanitarias en el extranjero. Así mismo, es necesario ampliar la discusión sobre planes estructurales de los excombatientes de grupos armados ilegales, evitando su reciclaje armado y cortando toda posibilidad de mercenarismo endémico. Vale la pena preguntarse: ¿está en mora el gobierno de robustecer los planes de atención psicosocial y de regreso a la vida en sociedad de los excombatientes? ¿Cuáles son las líneas rojas para los servicios privados de seguridad (Decreto Ley 356 de 1994) en relación al mercenarismo? ¿Cuándo sacaremos la discusión de las “causas políticas” y la llevaremos a las causas pragmáticas?