POR USHINOR MAJUMDAR, MANNO WANGNAO Y NATHAN JACCARD* Sanjiv Singh tiene 20 años, Raja Randhawa, 21 años, y Harpreet Bakshi, 23. Los tres vienen del estado de Punyab, en el norte de la India. Los tres le pagaron miles de dólares a una red de traficantes para ir a Estados Unidos atravesando América Latina. Los tres recorrieron más de 20.000 kilómetros, cruzaron decenas de fronteras a pie, en avión, en barco, en moto y en bus hasta encallar en un campamento para migrantes en México. Y los tres fueron deportados en octubre de 2019 por el gobierno de Andrés Manuel López Obrador, cuando estaban a solo 24 horas de Texas por carretera. Esos no son sus nombres verdaderos. Preferimos usar otros para protegerlos de posibles represalias de sus transportadores a quienes aún les deben dinero. Unos meses después de su retorno forzado a casa, periodistas de The Confluence -un medio digital de India, y aliado de Occrp, CLIP y otros 16 medios en la investigación transnacional- Migrantes de Otro Mundo los contactó tras buscarlos a través de decenas de fuentes locales. Por varios días, los reporteros recorrieron pueblos de Punyab, buscando concretar entrevistas con alguno de los 311 deportados, que en buena parte venían de ese estado. Muchos cancelaron a última hora, pensando que, si guardaban silencio, podrían recuperar parte del dinero que le entregaron a los traficantes. Vea el informe especial completo Raja y Sanjiv accedieron a hablar. Se encontraron con los periodistas en una barbería de Dharamkot, un pueblo agrícola de 15.000 habitantes. Se conocen desde la infancia, fueron al mismo colegio y se consideran hermanos. Llevan pelo corto, ropa sport, jeans, chancletas y no se despegan del celular. Dicen estar mucho mejor ahora, pues cuando llegaron de México tenían la piel quemada, estaban flacos y cansados. The Confluence también logró contactar a Hapreet Singh en su pueblo de Behrampur, quien iba en el Jumbo 747 de la compañía española Wamos que el Instituto Nacional de Migración mexicano fletó para deportarlo. Lleva una barba poblada y un turbán negro. Logró estudiar y tiene un diploma de ingeniero eléctrico. Metódico, recordó con claridad todas las etapas de su viaje. Despensa de migrantes Punyab es considerado la despensa agrícola de la India. El estado, cuyo nombre significa “cinco ríos”, es una tierra fértil, rica. En invierno, cuando The Confluence viajó al sitio, el campo estaba cubierto de plantaciones listas para ser cosechadas, de flores de mostaza amarillas y de trigo recién sembrado. En cada pueblo, en las orillas de las carreteras, en las aldeas y en las ciudades hay carteles, anuncios, folletos que prometen visas, empleo y viajes seguros al extranjero. Punyab es uno de los grandes reservorios de migrantes de la India, el país que tiene la mayor diáspora del mundo. A pesar de contar con un sector agrícola dinámico, el desempleo es superior al promedio nacional y hay pocas oportunidades para acceder a la educación pública. Además, la mayoría de la población del estado es Sij, cuyos seguidores más fieles están en conflicto de varias décadas con el gobierno central, que se ha intensificado en el último gobierno. Ellos buscan autonomía del poder central. En Punyab hay también una migración de vieja data. Un informe de la Oficina de Naciones Unidas contra la Droga y el Delito (Unodc) destaca que en algunos pueblos de esa región el 80 por ciento de las familias tienen por lo menos un pariente que migró. Y asegura que hay “una actitud general entre los jóvenes de la región que ven la migración como su mejor opción”. En 2019, más de 8 000 ciudadanos de la India fueron capturados por patrullas fronterizas en Estados Unidos, más que cualquier nacionalidad no latinoamericana. En ese país, en el censo de 2013, más de 250 000 personas declararon hablar punyabí en casa, mientras que en Canadá, en 2016, 500 000 afirmaron que esa era su lengua materna. En Toronto, Vancouver, Los Ángeles, Nueva York los punyabis han construido importantes comunidades, con tiendas, restaurantes, mercados. Sanjiv explica que se fue porque no había trabajo. No quería enlistarse en el ejército y no había ofertas para ser funcionario público. Raja añade que él ni siquiera tenía “pequeños” trabajos, que solo estaba vagando. Dijo que “si tratamos de hacer negocios acá, no va a funcionar. ¿Entonces que deberíamos hacer?”. Prefieren no hablar demasiado sobre la red de traficantes que contactaron. Son cautelosos cuando hablan del tema, se miran entre ellos y luego a sus pies. Temen que cualquier información que den les pueda traer problemas para recuperar el dinero. Para financiar su viaje, Raja hipotecó su casa con un prestamista local por 7.000 dólares. “Vendimos muchas cosas (…). Estábamos pensando que acá no hay trabajo, buscamos por mucho tiempo y terminamos gastando mucho, también le pedí dinero a mi familia”, dice. En total, les entregó 22.000 dólares a los traficantes. Sanjiv malvendió la casa de su familia por cerca de 11.000 dólares para pagar la cuota de 22.000 dólares. A ambos les prometieron que en menos de un mes y medio estarían pisando suelo estadounidense. Harpreet, el ingeniero, fracasó dos veces en su intento por entrar al ejército y se la jugó por irse a Nueva York. Allá se veía electricista, o tal vez taxista. Esa ilusión le costó 22.000 dólares. Un vecino, que había enviado su hijo a Estados Unidos, le recomendó un traficante. Según cuenta, es el hermano de un político local. The Confluence y sus aliados lograron reconstruir parte de la red de traficantes que en Punyab lleva migrantes por América Latina. En India hay un ejército de agentes locales que consiguen los candidatos a la salida. Luego la red es coordinada por ciudadanos de la India que viven en Tapachula, al sur de México, y que cuentan con cómplices a lo largo de todos los países que se atraviesan. En teoría, el grupo se encarga de todo, de la alimentación, del transporte, de las visas, la logística y garantiza que los migrantes lleguen a Estados Unidos. Mes y medio al muro El 4 de julio de 2019 muchos en Estados Unidos celebraban el día de la independencia, con fuegos artificiales, parrilladas y banderas estrelladas. Ese mismo día, Sanjiv y Raja salieron de su pueblo. Los acompañaba un tercer joven, Manpreet Singh, que acaba de cumplir 16 años. Él nunca volvió de América. Los tres se embarcaron en un bus al aeropuerto de Amritsar, la capital del estado Punyab. De ahí, saltaron por aire a Nueva Delhi, luego a Dubai y finalmente a Armenia, donde pararon varias semanas mientras les conseguían los tiquetes para seguir. Su ruta continuó hacia Moscú, en Rusia, desde donde hicieron conexión con La Habana, Cuba, y luego una escala en Panamá. De ahí aterrizaron en Guayaquil, Ecuador. Más de 5.000 kilómetros los separaban del Río Grande. Raja precisa que hasta Ecuador “todo era legal, íbamos con una visa de turismo. Éramos cuatro personas allá, nuestro agente y nosotros tres”. Desde que abrió sus puertas a los viajeros del mundo y eliminó las visas en 2008, Ecuador se volvió en paso obligado para miles de migrantes de la India. En 2019, 9.736 de sus ciudadanos sellaron sus pasaportes entrando a eses país, a pesar de que a partir de agosto de ese año las autoridades habían empezado a pedirles visa a los ciudadanos de la India. Muchos de ellos pudieron ser turistas, o personal diplomático, pero la cantidad despierta sospechas, sobre todo cuando casi 2.000 de ellos, ni siquiera registraron legalmente la salida del país. “Cuando llegamos allí (a Ecuador), nos preguntaron cuánto dinero teníamos, qué veníamos a ver y por los lugares hermosos de interés. Ya habíamos mirado, leído sobre el país, y también llevábamos dinero, para mostrarles que teníamos. Nos dieron una visa por 21 días”, dice Sanjiv. De Ecuador, los tres amigos salieron a Colombia, pasaron por Cali y luego de un viaje de casi 800 kilómetros por carretera, llegaron a Turbo, el puerto sobre el mar Caribe. De ahí atravesaron en lancha el Golfo de Urabá, al pueblo de Capurganá, desde donde comienzan los migrantes su terrible viaje a pie por las selvas del Darién para llegar a Panamá y seguir la ruta hacia el norte. Cuentan que iban en grupos diferentes, y Sanjiv iba un par de días por delante. “En la jungla hace mucho calor, y la gente realmente se muere ahí. Muere tanta gente que ni siquiera pensamos que íbamos a sobrevivir. Pero nuestro coraje no nos falló, seguimos moviéndonos y moviéndonos, y finalmente llegamos al campamento en Panamá. Y luego sentimos alivio”, recuerda Raja. Harpreet se fue por otra ruta. Salió el 12 de junio de 2019, un mes antes de Raja y Sanjiv. Tomó un vuelo de Nueva Delhi a Sao Paulo, con conexión por Adís Abeba, en Etiopía. Y de la ciudad brasileña, voló a Quito. Iba con un grupo de 30 migrantes de la India, todos entraron sin mayores problemas. En Ecuador, por orden de los traficantes, se cortó la barba y el cabello, para tratar de pasar desapercibido en el resto de su viaje. En septiembre después de atravesar media América Latina, llegó a México. Pero la situación política había cambiado súbitamente. Cambio de reglas a mitad de camino El gobierno de Andrés Manuel López Obrador acababa de darle vuelta a una tradición mexicana de décadas de recibir a los refugiados políticos y abrirles puertas a los extranjeros. El acuerdo (LINK CAIDO) migratorio de junio 2019 entre Estados Unidos y México puso al vecino del sur contra la pared: o frenaba a los migrantes en suelo propio o el presidente estadounidense no firmaría la renovación del tratado comercial entre los dos. AMLO no tuvo más remedio que ceder porque estaban de por medio miles de empleos de la maquila amarrados al libre comercio con su vecino del norte. Hasta ese momento, los ciudadanos de la India entraban por Tapachula, en la frontera con Guatemala al sur. Ahí les daban un permiso de salida, con el que atravesaban México entero y se jugaban la suerte saltando al otro lado. Tras el pacto con Washington, los migrantes son detenidos en estaciones migratorias, hasta que se resuelve su situación. Después de que miles de migrantes quedaran varados en la estación de Tapachula en noviembre pasado, y hubiera revueltas y varios muertos, el gobierno les dio a muchos las opciones de quedarse como residentes en México de manera legal o ser retornados a su país. A Sanjiv y Raja los detuvieron en cuanto llegaron a suelo mexicano. “Nos dijeron que fuéramos al campamento, allá supuestamente nos iban a dar el documento de salida del país, pero me guardaron 40 días en el campo de Chetumal primero, y luego el de Veracruz”, cuenta Raja. Harpreet fue arrestado por las autoridades, que se lo llevaron junto con otros 60 migrantes de la India, al mismo centro de internamiento para migrantes de Veracruz. Cuando llegaron a la Estación Migratoria de Acayucan en Veracruz, más de 500 migrantes de la India se hacinaban en el lugar. “En el campamento no había ropa, ni instalaciones para bañarse. Solo nos daban comida una o dos veces al día, no era muy buena”, dice Raja. Y añade que solo servían pollo, a pesar de que la mayoría de las personas de India son vegetarianas. Sanjiv recuerda que había zancudos, que hacía frío y que no atendían a los enfermos. Acayucan es un edificio amurallado, resguardado por rejas de acero blancas y policías federales con el arma visible, que prohíben el paso a cualquier persona, excepto empleados y autobuses que lleven migrantes. Los internan en pequeñas celdas de seis metros cuadrados, con planchas de concreto donde duermen. Las ventanas, con barrotes, son de apenas 80 centímetros por 120. Las duchas y los baños no tienen puertas ni cortinas. La estación queda cerca al pueblo de Acayucan, a unos 70 kilómetros de la costa del Golfo de México y muy próxima a una ruta principal de migrantes porque allí pasan varias vías férreas y carreteras que conectan el sur de México y Centro América con los estados norteños, pegados a Estados Unidos. En teoría, en el sitio no hay cupo para más de 836 personas. Pero en realidad más de 3.000 hombres, mujeres y niños se apilan en el campamento. En diciembre de 2019, las autoridades informaronque ese año habían atendido a más de 51.000 personas en total. En su enorme mayoría, migrantes de Centroamérica y Cuba. Pero también 733 ciudadanos de la India. Desde hace ya varios años, organizaciones de la sociedad civil vienen denunciando las pésimas condiciones de la estación de Acayucan. En 2017, el Instituto para la Seguridad y la Democracia, cuya sede está en Ciudad de México, denunció que no hay ventilación en las celdas sobrepobladas y que el calor es abrumador. En verano, la temperatura sobrepasa los 30 grados. Cuando visitaron el campo, desde hacía cinco días no había agua y en los baños se acumulaban desechos orgánicos porque no habían sido lavados. El informe también resaltó que las colchonetas nunca son limpiadas y que estaban infestadas de chinches. Un informe de noviembre de 2019 del órgano estatal mexicano que vela por el respeto a los derechos de las personas, la Comisión Nacional de los Derechos Humanos (CNDH), sostiene que, en varios centros para migrantes, incluido el de Acayucan, hay celdas de castigo para quienes no cumplen con las reglas que imponen las autoridades. Organizaciones de apoyo a los migrantes también han registrado denuncias de que funcionarios y abogados mexicanos extorsionan algunos migrantes, cobrándoles por documentos que son gratuitos, pidiéndole dinero a familiares a cambio de dejarlos salir del centro. El Instituto Nacional de Migración respondió que esas denuncias realizadas por migrantes cubanos no tenían fundamento. Aunque en 2019 el gobierno anunció una inversión de 39 millones de pesos mexicanos (1,9 millones de dólares en ese momento) para remodelar una parte de la estación, en los primeros meses del 2020 ya se han registrado motines, fugas y protestas de migrantes por las condiciones de detención. En enero, el Instituto Nacional de Migración restringió el acceso a los centros de migrantes a varias organizaciones de derechos humanos. Deportados por sorpresa Sanjiv, Raja y Harpreet aguantaron varias semanas en Acayucan. Haciendo poco o nada, dando vueltas en el patio, incomunicados, preparándose para el salto definitivo hacia Estados Unidos. Pero el jueves 17 de octubre, según relatan, los subieron junto a centenares de compatriotas en seis buses. No les dijeron por qué se los llevaban. Tampoco les dieron información sobre su destino. Tras un recorrido de varias horas, los migrantes se dieron cuenta de que llegaban a un aeropuerto. “Ni siquiera nos dijeron que nos iban a deportar. Llevaron personas en todos estos autobuses, nos llevaron al aeropuerto, a un aeropuerto internacional y allí nos deportaron”, dice Raja. Unos días después, Francisco Garduño, cabeza del Instituto Nacional de Migración advirtió (LINK CAIDO) que “es un aviso para toda la inmigración transcontinental: así sean de Marte, los vamos a mandar a la India, Camerún o África". El Boeing 747 salió del aeropuerto internacional de Toluca con 310 hombres y una mujer, todos de la India, custodiados por 74 mexicanos, de la Agencia Federal de Migración y de la Guardia Nacional. En el avión, muchos intercambiaron historias de cómo habían llegado ahí. Para algunos era un alivio, pues llevaban meses comiendo mal, viviendo en permanente movimiento, con un morral por única posesión. El vuelo de regreso fue finalmente la etapa más corta de sus turbulentos viajes. Por la emergencia sanitaria ligada a la covid-19, que suspendió las peticiones de información oficial, no fue posible conocer el costo exacto del traslado de los ciudadanos de la India. Pero esta alianza pudo establecer que, en 2019, el Gobierno mexicano destinó 462 millones de pesos (24 millones de dólares al cambio de diciembre de 2019) para el traslado de migrantes por vía terrestre o aérea. Y específicamente para tiquetes aéreos, el Instituto Nacional de Migración firmó un contrato con la empresa Artmex Viajes S.A. que fue adjudicado de manera directa por 224 millones de pesos (11,6 millones de dólares al cambio de diciembre de 2019). Después de 36 horas de vuelo, incluyendo una escala en Madrid, los migrantes aterrizaron en Nueva Delhi. Sin mucho más que sus pasaportes, estaban de nuevo en casa. Al bajarse, no sabían qué esperar. Muchos pensaban que los iban a encarcelar. Los entrevistaron las autoridades, pero finalmente los dejaron volver a casa. Harpreet, el ingeniero, no pierde la esperanza de recuperar parte de su inversión. Eso es lo que le prometieron los traficantes. “Los agentes tienen la regla de que se responsabilizan hasta que cruzas el muro hacia Estados Unidos. Lo que pasa después ya no es problema de ellos”, dijo. Raja está a punto de perder su casa. Tras hipotecarla para financiar el viaje, no tiene cómo pagar las cuotas de 500 dólares mensuales. Sanjiv, que vendió su casa para pagar a los traficantes, trata ahora de juntar los 20 dólares mensuales para el alquiler del apartamento donde vive con su madre. Cualquier discusión sobre el dinero o la deuda viene acompañada de una expresión de ansiedad y preocupación, pero no se desmoronan. Casi todos los días llaman a los traficantes y les suplican que les devuelvan el dinero pagado. Sanjiv, sin mucha esperanza, dice: “También teníamos sueños, esos sueños están rotos, eso es lo que pasa”. Su amigo Manpreet, el adolescente que salió con él, nunca volvió. Murió de una neuroinfección en noviembre de 2019 en un hospital de Coatzacoalcos, en Veracruz, pocos días después de que lo sacaran de la Estación Migratoria de Acayucan. Ya estaba enfermo, pero solo le dieron un salvoconducto y le abrieron las rejas. Sus cenizas siguen en México. Su familia no ha logrado juntar dinero suficiente para ir a recogerlas. *** * Esta historia es parte de Migrantes de Otro Mundo , una investigación conjunta transfronteriza de nueve meses de duración por el Centro Latinoamericano de Investigación Periodística (CLIP), Occrp, Animal Político (México) y los medios regionales mexicanos Chiapas Paralelo y Voz Alterna para el sitio web En el camino de la Red Periodistas de a Pie; Univisión digital (Estados Unidos), Revista Factum (El Salvador); La Voz de Guanacaste (Costa Rica); Profissão Réporter de TV Globo (Brasil); La Prensa (Panamá); Revista Semana (Colombia); El Universo (Ecuador); Efecto Cocuyo (Venezuela); y Cosecha Roja (Argentina) en América Latina. También colaboraron en la investigación The Confluence (India), Record Nepal (Nepal), The Museba Project (Camerún) y Bellingcat (Reino Unido). La Fundación Avina y la Seattle International Foundation dieron apoyo especial a este proyecto.