Arreglar y maquillar un cuerpo es un arte milenario conocido como tanatología. El trabajo es detallado, cuidadoso, desgarrador, pero necesario. Quienes lo realizan saben que será la última vez que la familia verá a su ser querido y lo quieren recordar como antes, como cuando respiraba. Pero cuando el tanatólogo debe embellecer el cuerpo del hombre más buscado del mundo, el mismo que puso en jaque al Estado y dejó miles de víctimas, el pulso falla.
Ómar Carmona, arregló cuerpos por 11 años en la más completa soledad. Nunca nadie había vigilado su trabajo. Pero este de 1993 fue distinto. Apenas llegó el cuerpo del ‘Patrón’, el hombre tuvo que hacer su trabajo en presencia de familiares, más de 30 uniformados y en un lugar distinto a la casa de funerales La Piedad de Medellín.
El 2 de diciembre de 1993, el periodista Luis Enrique Rodríguez fue el primero en contarle al país que Pablo Escobar Gaviria había sido abatido en el tejado de una casa de la capital antioqueña ubicada en el barrio Los Olivos. Ese jueves a las 2:51 p. m. terminaba para Colombia uno de los capítulos más sangrientos de su historia.
La noticia estaba en todas las pantallas de los televisores del país. Carmona recibió una llamada para atender ese servicio, que mantuvo en secreto 27 años. A las 3:00 p. m., nueve minutos después de difundida la alerta de esa muerte, el anfiteatro de la ciudad estaba lleno de carrozas fúnebres. La hermana de Escobar escogió a la funeraria La Piedad y eso unió la vida de Ómar con la del otrora hombre más peligroso de Colombia. “Con la decisión de ella empezaron mis 24 horas con Escobar”, dijo Carmona.
Durante el recorrido hacia el trabajo, definió que sería él quien haría toda la operación. Ese día la mayoría de empleados no estaban y pocos quedaron en turno así que “yo me seleccioné porque estaba como director de servicios (…) ese día mis compañeros estaban en paseo familiar y nos quedamos los solteros”.
Carmona no creía en la muerte de Escobar, pero fue uno de los pocos que pudieron confirmarlo con sus propios ojos. Cuando entró a la sala donde se practican las necropsias yacía un hombre de contextura gruesa, cabello largo, canas y abundante barba. Nunca lo había visto vivo, pero inmediatamente confirmó que era la misma persona que protagonizaba todos los carteles de “se busca”. Su miedo no era el muerto, era arreglar mal al muerto.
No le faltaban razones. Al poco tiempo, su funeraria recibió una amenaza por estar al frente de la velación. La guerra aún palpitaba en las calles, incluso con el capo muerto. Mientras Ómar se disponía a arreglar el cadáver, un compañero recibió una llamada anónima. “Si aceptan el servicio les ponemos una bomba”, el tono de colgado del teléfono los dejó a todos con un nudo en la garganta.
Carmona sintió curiosidad por ver al capo muerto. Sabía que era un hombre nefasto, frío, asesino, calculador y responsable de muchas muertes. Quería saber cómo era, ver sus rasgos y, al final, terminó siendo la última persona en tener contacto con lo que quedaba de Pablo Escobar Gaviria.
Quienes hicieron la llamada supieron que en la mañana de ese 2 de diciembre de 1993 la funeraria hizo el trabajo de velación de Gustavo Gaviria júnior, hijo de Gustavo Gaviria, primo de Escobar. Gaviria fue asesinado ese mismo día y aunque no está comprobado, hay quienes aseguraron que él entregó al capo.
Carmona debía atender a la familia del narcotraficante y organizar sus honras fúnebres en 24 horas. Lo habitual era que al terminar la necropsia se pudiera llevar el cuerpo del anfiteatro para la funeraria donde hacía su trabajo. Pero la primera advertencia que le hicieron fue que “ni por el berraco” podía sacar al capo a recorrer las calles de Medellín porque, incluso muerto, Escobar seguía siendo un peligro. “Lo que le vaya a hacer, hágalo acá”, le dijeron. Los Pepes, paramilitares, enemigos y tanta gente a la que el capo les hizo daño podían aprovechar ese traslado para robarse el cuerpo.
Carmona debía ponerle al capo la mejor cara para viajar al más allá. Alcohol, algodón, maquillaje, formol y peinilla fue lo único que usó. “No le pude hacer una preparación adecuada como debí hacerla, pero me ajusté a lo que había. Lo bañé, lo peiné, taponé sus heridas con algodón y lo maquillé”. La familia tuvo que pedir que todos se retiraran un poco para que Ómar hiciera su trabajo tranquilo, aunque nunca lo estuvo.
En algún momento pensó que al vestir al capo habría peticiones especiales, pero se equivocó. Le pasaron un jean y una camiseta azul muy apretada, y le dijeron que no le pusiera nada más. Eso sí, debía quedar descalzo. La madre de Escobar le explicó que al capo le gustaba andar así, sin tenis, sin zapatos y sin medias. La familia puso en el cuerpo de Escobar unos papelitos en donde escribieron frases. Nadie supo nunca qué decían.
Otra solicitud que se le hizo fue la de conseguir un cofre sencillo para poner allí a Escobar. Llamó y encargó uno color gris plomo, irónicamente lo que repartió el capo durante años, hecho en madera tradicional y poco costosa.
Sobre la muerte de Escobar hubo muchos mitos. Ómar fue la última persona que compartió con el cuerpo y da fe de que no es cierto que se haya enterrado con lujos, joyas o dinero. Sobre un supuesto suicidio, sin ser médico forense, dice que está seguro de que no murió de esa manera. “En mi experiencia, aprendí que cuando alguien se suicida y hay un tiro a quemarropa queda el tatuaje o el polvorín y él no lo tenía”. Pero además tenía dos orificios y es casi imposible que una persona pueda pegarse dos tiros.
Cuando terminó su labor, pensó que solo faltaba organizar el traslado. No fue así. La familia le pidió quedarse porque no confiaban en nadie. El último lugar de reposo de Escobar sería el cementerio Jardines de Montesacro, en un municipio cercano a Medellín, un trayecto en el que los peligros no eran pocos, el fantasma de la violencia seguía parapetado y demoraría más de diez años en esfumarse.
Ómar, un ayudante y la mamá de Escobar se subieron en la carroza fúnebre donde estaba el capo. Cuando salieron del anfiteatro sintió que el traslado fue eterno y se llenó de angustia. Salió escoltado, pero unos metros más adelante, al pasar la turba, se quedó solo. La Policía desapareció, pero pudo ser alguna estrategia para evitar atentados. En ese momento se dio cuenta de la magnitud del trabajo que estaba haciendo, sintió temor, pensó que algo iba a pasar y se arrepintió de haberse “regalado” para la tarea.
En ese momento vinieron a su cabeza todos los recuerdos de lo que hizo Escobar, de la amenaza que había recibido la funeraria, del ajuste de cuentas entre narcotraficantes, de lo que le habían dicho sobre recorrer Medellín con el cuerpo del capo. Pensó que sería su último día de vida.
La madre de Escobar notó la situación y solo atinó a hablar, según ella, de lo bueno que era su hijo. Ómar sabía que esto era falso, pero sirvió para calmar sus nervios y llegó al cementerio, donde estaban pocos familiares.
La orden de enterrar rápidamente al capo la dio su hijo, Juan Pablo. Los empleados del cementerio le echaron tierra al cofre del hombre más temido del mundo; 27 años después, Ómar asegura que en ese momento no dimensionó el trabajo que hizo. En los años ochenta y noventa las funerarias eran un gran negocio y por ello entró a ese mundo pensando que solo lo haría por un año para sobrevivir, pero se quedó 11, tiempo que le sirvió para convertirse en abogado y periodista.
Días después del entierro la familia del capo lo fue a buscar a la funeraria, que está en el centro de Medellín. Pensó que había hecho algo mal, creía que no era para nada bueno. Recordó el miedo que tuvo cuando trasladó a Escobar al cementerio. Una vez más se equivocó porque le querían pagar los costos del funeral, agradecerle por su trabajo y el acompañamiento en esas 24 horas; 27 años después, Ómar confiesa que además del pago por el trabajo prestado recibió un pequeño obsequio con el que se fue “para San Andrés y traje muchos regalos a mi familia”.