Faltaríamos a una doble obligación social y patriótica, si delante de la tumba, apenas cerrada, del doctor Misael Pastrana, nos limitáramos a pedir para su memoria la paz de Dios y la benevolencia de los hombres, reconociendo así los fueros del dolor y los privilegios de la muerte.Con estas palabras don Luis Cano, el 11 de septiembre de 1931, encabezaba su nota necrológica sobre la muerte del doctor Carlos Adolfo Urueta, su contradictor de toda la vida. Algo semejante me ocurre frente a la tumba, recién abierta, del ex presidente Misael Pastrana, con quien me ligó una estrecha amistad en los primeros años de su vida pública y de quien nos distanciamos en el curso de los años por motivos políticos. Compartimos una silla ministerial en el gobierno del doctor Carlos Lleras Restrepo, él como Ministro de Gobierno y yo, como Canciller, ambos, contribuimos en la medida de nuestras capacidades en la expedición de la reforma constitucional de 1968. Fue designado posteriormente embajador en Washington, de donde regresó en su condición de candidato presidencial, a tiempo que yo permanecí en el gobierno, inhabilitado para aspirar a cargos de elección popular antes de que expirara su cuatrienio. Me cupo sí, el honor de haber recomendado su nombre a mis gobernados del Cesar, en el salón de las Tres Aves Marías, cuando fue comisionado por el Presidente para ofrecerme la Cancillería y, más tarde, como director del partido, acogerlo en su condición de candidato, con ocasión de una gira por el Huila, en donde me correspondió llevar la palabra en la población de Campoalegre, antiguo fortín del MRL. Tenía el doctor Pastrana, en aquellas épocas de juventud, el encanto y la espontaneidad de las gentes de su comarca. Opita hasta los huesos, cautivaba fácilmente a su interlocutor y se adueñaba de cualquier tertulia con un sorprendente dominio del tema que se sometiera a su consideración. Quienes lo conocimos hace 30 años o más, podemos recordar algo que sorprendería a las nuevas generaciones: una cierta dificultad para hablar en público, a la cual se fue sobreponiendo en el curso de los años hasta convertirse en un orador e improvisador de garra al que no sin razón le temían sus enemigos. La mitad de la carrera política de Misael Pastrana fue un desfile de éxitos, sin contrariedades. Desempeñó casi todos los ministerios bajo los gobiernos del Frente Nacional y jamás tuvo que librar una campaña electoral importante distinta de aquella que lo llevó a la Presidencia de la República. Era el político predilecto de los doctores Lleras Camargo y Lleras Restrepo en las filas liberales y del doctor Ospina Pérez en las huestes conservadoras. Como quien dice, amado de los dioses, y no sin razón, porque adonde quiera que se le designara, el Ministerio de Gobierno, el de Hacienda, el de Desarrollo, el de Obras Públicas, lo desempeñaba con un gran lujo de competencia y una innegable capacidad de negociación que le permitió adelantar exitosamente las diversas empresas en que se vio comprometido. Cuando yo era apenas un disidente, sin expectativa de llegar a la Jefatura del Estado, él ya encabezaba la fila india entre los sucesores del doctor Carlos Lleras Restrepo. Contaba con la simpatía del grueso del Partido Liberal y, aun cuando tuvo dos rivales, los doctores Betancur y Sourdís, a la hora de las elecciones su mayor problema fue el enfrentamiento con el candidato de la Anapo, el general Gustavo Rojas Pinilla. No es la hora de debatir los episodios relacionados acerca de las elecciones del 19 de abril, que hasta la fecha se ven cuestionados por algunos de los propios protagonistas, pero lo interesante, para entender la evolución en el carácter del ex presidente Pastrana, fue cómo, en los dos primeros años de su mandato, dio al traste con el poderío de aquella fuerza política, que a la vuelta de pocos años acabó desapareciendo. Siempre tuve la impresión de que él sentía que se le había subestimado su papel en esta espectacular hazaña política, ejecutada bajo su inspiración y su dirección. Lo cierto es que, poco a poco, se fue adueñando del ex presidente la idea de que sus conciudadanos ha-bían sido injustos con su persona y con su administración y, en consecuencia, su tradicional afabilidad adquirió un cierto dejo de amargura, que se fue acentuando con los años. Todos los presidentes acabamos creyendo que nuestro tránsito por la administración pública no ha sido justamente apreciado y, en el caso que estamos comentando, es en cierta manera justificada su actitud, porque solo con el transcurso de los años se llevará adelante el balance histórico de su paso por el gobierno. No tengo ningún inconveniente en reconocer que los cuatro años de su mandato señalan el mayor período de crecimiento económico en la segunda mitad del siglo XX. Puede decirse que coincidió con un fenómeno universal a raíz de la aparición de los petrodólares y la reactivación económica universal; pero no es menos cierto que ciertas políticas adoptadas a nivel local, las recomendadas por el profesor Currie, el sistema Upac (Unidades de valor constante) para fomentar la construcción, sirvieron en su momento para crear empleo entre los trabajadores no calificados y fomentar industrias como la del cemento, La del acero, la cerámica, los sanitarios y cocinas, que conocieron una demanda inesperada. Persisten, sin embargo, las críticas del ex presidente Lleras Restrepo y de mi persona contra lo que Lleras calificara de "acostarse con la inflación". Elevar los intereses a las tasas que se alcanzaron con las Upac en los últimos años, permitieron encauzar el ahorro hacia bienes de consumo, como los apartamentos, y las oficinas, cuando lo sano era enderezar el ahorro nacional, público y privado, hacia los bienes de capital, es decir, los medios de producción. Al iniciarse el 'Mandato claro', estaba en vilo la permanencia del Upac, por haber tenido su origen no en una ley sino en un decreto, en desarrollo del artículo de la Constitución sobre el ahorro, y fue necesario, para conjurar una crisis inminente, decretar la emergencia económica, contemplada en el artículo 122 de la Constitución, para revestir de legalidad lo que estaba en vísperas de ser declarado inconstitucional por el propio Consejo de Estado. Pero sería pueril desconocer que el experimento era interesante y sigue siéndolo. No es cosa de poca monta haber vinculado su nombre a índices de crecimiento como los correspondientes al período comprendido entre 1970-1974 y haber creado una fuente de empleo no calificado en momentos en que comenzaba el desplazamiento de los campos hacia las ciudades y la demanda de mano de obra se hacía patente en los barrios periféricos de nuestras capitales. No me corresponde inmiscuirme en los asuntos internos del Partido Conservador, al cual perteneció el doctor Pastrana. No es menos cierto que fue el ex presidente quien le devolvió su estatus internacional a la colectividad que lo contaba como su jefe. Su interés por la paz y un laudable apego a los temas ecológicos lo llevaron a establecer relaciones personales muy estrechas con los voceros de la derecha en Europa y en nuestro continente, empezando por los propios Estados Unidos de Norteamérica. Pocos colombianos han emulado con sus pares ideológicos, como pudo hacerlo el ex presidente Pastrana en sus últimos años. Era estimado y consultado por los dirigentes derechistas de las grandes democracias occidentales y, en no menor grado, por instituciones como el Club de Roma, cuya principal preocupación ha sido la protección de los recursos naturales no renovables y el medio ambiente. Se me antoja que en el concierto de los hombres de Estado no dividía sino que propiciaba la unión y tendía puentes, como lo había hecho en Colombia en los años del Frente Nacional. Sería lamentable que la imagen que se conservara del ex presidente Pastrana se circunscribiera exclusivamente a sus últimos años, cuando, por voluntad propia, se había convertido en la figura más polémica dentro del panorama político nacional. Con una gallardía que lo enaltece se despidió de este mundo en un reportaje radial en el que deplora poder haber causado heridas inmerecidas a sus malquerientes ocasionales. Estaba mucho dentro de su carácter cristiano y republicano practicar el perdón para consigo mismo y retractarse de sus propios errores sectarios en momentos de obnubilación. Con la perspectiva de los años me parece que su vida quedó tajantemente dividida en dos períodos: antes y después de su magistratura. En el primero, todo le llegó naturalmente en virtud de las condiciones morales e intelectuales que lo adornaban. En el segundo, sufrió, seguramente, grandes desengaños que lo llevaron a transformarse en un luchador aguerrido, constantemente en trance de enfrentarse a quienes, en el seno de su partido y en el contrario, no compartían sus ideas o no le reconocían sus méritos sobresalientes. Pasó de estar a los 40 años au dessus de la mêlee, como dicen los franceses (por encima de las trifulcas), para vivir enfrentado violentamente al partido contrario, a sus propios copartidarios, a sus amigos de la víspera, traspasada la frontera de los 50 años.Frente a su tumba, recién abierta, me embarga el sentimiento de no haber podido recuperar nunca los vínculos de amistad que nos unieron durante los primeros años de nuestro respectivo periplo público. Una situación familiar sui géneris me hacía estimarlo como un miembro de mi familia. En la Colombia de comienzos de siglo, cuando Bogotá contaba con menos de 200.000 habitantes, un vínculo de vecindad domiciliaria unió la familia de doña María Cristina de Pastrana a la familia Michelsen. Doña María Vega de Arango se hizo cargo, por un tiempo, de mi persona, cuando aún no contaba yo los tres años de edad y ella debía llegar apenas a los 20. Fue este un factor determinante en mi afecto por ella y por los suyos, al que sólo vino a poner término su muerte, factor que desempeñó un papel significativo en mis primeros encuentros con el futuro presidente. Paradójicamente, quien en la vida pública aparecía como el más aguerrido y enconado entre mis contradictores, siempre me mereció la estimación y el respeto del cual quiero dejar testimonio en esta nota.