Son las 8:30 del jueves 29 de julio y el sol empieza a quemar como un dios salvaje en Necoclí. Aunque parezca extraño, miles de africanos y haitianos se pasean por las calles con pesadas chaquetas y pasamontañas, abrigados como si se tratara de un invierno blanco. Muchos durmieron hacinados en casas, y otros encontraron un rincón en la playa, en algún andén, en un parque.

Le temen al sol, y el clima del trópico los golpea fuerte, con gripas febriles –un temor en tiempos de pandemia–. En cuanto despiertan, salen rumbo al puerto para saber cuándo podrán cruzar el golfo de Urabá, llegar a Chocó y, entonces, atravesar una selva indómita de la que no conocen nada. No saben que está habitada por pequeños cerdos carnívoros que atacan en manada, por serpientes venenosas que matan en minutos, por ejércitos del narcotráfico y por quebradas que, de repente, se crecen llevándose toda vida por delante. El migrante, especialmente, ignora lo que trae el camino.

Alex es un haitiano al que, aun cuando vivió tres años en Chile, le cuesta el español. Las palabras se le quedan a medio camino; eso le ha dificultado todo en el viaje: conseguir un buen transporte, comprar comida, cambiar dinero, negociar. Viaja con su esposa y su hija, de apenas 18 meses. Cuando se le pregunta si sabe lo que le espera en el Tapón del Darién, afirma que no tiene la menor idea. “No saber nada”, responde, pero no piensa detenerse.

“Salí hace tres años de Haití, me fui a Chile, pero encontré que la vida no era fácil, porque todos los inmigrantes haitianos tienen problemas para trabajar. Ganaba 350.000 pesos chilenos al mes (cerca de 450 dólares), pero lo que menos gana un chileno son 450.000 pesos. Busqué que me dieran documentos y no tuve la oportunidad, por eso vine hasta aquí con mi esposa y mi hija, de 18 meses. Trabajaba con fotografía y videografía, yo soy un profesional en eso, soy periodista”, dice Alex, a quien le prometieron que lo llevarían hasta Ecuador por 200.000 pesos, pero todo resultó mentira.

“Por llegar hasta acá pagué tanto dinero que no sé cuánto fue, y el viaje está muy largo, aquí todo está muy caro, aquí todo está muy complicado… Y sigo sin tiquete para viajar, todo está muy complicado”, advierte. En su voz se percibe templanza más que angustia. Lo único que posee es un celular y a su familia. Tiene fe en que llegará a Panamá y, quizá, allá un milagro lo lleve en avión a Estados Unidos, pero los milagros ahora parecen demasiado lejanos.

En algunas ocasiones, dadas las malas condiciones de transporte, las embarcaciones han naufragado en el golfo. Otras veces, los coyotes obligaron a los migrantes a lanzarse al agua, por lo que terminan ahogándose.

Alex ya se está quedando sin el dinero que le costó tanto esfuerzo juntar en Chile. Lleva 22 días en Necoclí, a tan solo un viaje en lancha de empezar, tal vez, la travesía más difícil de todo el recorrido que tiene por delante.

Algunos coyotes le dicen que debe esperar una semana más para que le vendan el tiquete hasta Capurganá, aunque no sabe cómo hará para aguantar, pues en el pueblo todo es muy costoso: una botella de agua vale uno o dos dólares, una porción pequeña de aceite puede costar cinco dólares, dormir en una habitación con otras diez personas puede costar ocho, diez, quince dólares. El dólar es la cosa más preciada por los locales, que lo buscan a como dé lugar entre los migrantes, a quienes les escurren el dinero como sanguijuelas.

Entre la multitud agolpada en el puerto, en la calle cercana a la plata, William vende aguas y raspados. Pasa 18 horas al día ahí, afirma que no abusa de los migrantes y apunta ideas que parecen imposibles: dice que el Ejército y la Armada deberían ayudar a los migrantes, “que tomen cartas en el asunto, porque los migrantes se están quedando sin dinero y hay muchos niños. Aquí se violan los derechos humanos de estas personas… Entre ellos mismos hay confrontaciones, peleas por la desesperación, el sol los tiene agobiados. Necesitamos que la fuerza armada tome cartas en el asunto, que el presidente tome cartas en el asunto”.

Hasta hace pocos días, William vivía en una casa de un barrio central de Necoclí, donde pagaba 300.000 pesos de alquiler; pero, de repente, los dueños le pidieron que desocupara pronto. “Me tocó abandonar la casa para que ellos metieran como 20 personas ahí; a cada uno le cobran entre 10 y 20 dólares. Claro, se hacen el dinero muy rápido y ganan muy bien. Así sucede con muchos comerciantes que están abusando”.

Bill, también haitiano, temeroso de que cualquier extraño lo grabe, lleva más de 20 días en Necoclí y paga ocho dólares diarios por hospedarse en una casa; pero la tarifa sube, pues viaja con su esposa y dos hijos de 7 y 3 años.

Así las cuentas, tiene que pagar 32 dólares cada día, casi 125.000 pesos colombianos. “Vine a buscar ayuda de un sacerdote –habla con el acento cantarín de los brasileños–, porque ya no me queda dinero. Uno de mis hijos tiene fiebre. Además, me robaron la plata de los tiquetes para viajar a Capurganá, pues los pagué y se desaparecieron. No sé cómo voy a solucionarlo”.

De hecho, se trata de una historia repetida: miles de personas que escaparon de sus países porque la pasaban mal, porque aguantaban hambre o dictaduras atroces. Bill no quería ir a Estados Unidos; de Haití viajó a Brasil, pues le prometieron un buen trabajo, pero se encontró con que el pago era muy malo. Sin embargo, aguantó tanto como pudo hasta que un amigo de un amigo le dijo que había logrado llegar a Estados Unidos después de una travesía por el continente: aunque era difícil, había pasado con familias enteras, con niños, con mujeres ya mayores. Bill se entusiasmó, pensó en el “american dream”, pero ahora está insolado en el Urabá antioqueño, una tierra de la que nadie le dijo nada, donde el clima parece arrasar con todo lo que sea extraño, extranjero. “No nos han tratado bien”, señala.

Ahora, muchos locales ven, en lo que antes parecía una forma controlada de hacer unos pesos –alquilando habitaciones, vendiendo comida o medicamentos–, un problema desbordado. Jorge Garzón, supervisor operativo en Necoclí de la empresa de aseo de Urabá, asegura que en las calles ya tienen problemas, pues un solo camión de basura pasó de recoger una tonelada de residuos a cuatro.

“La recolección de basura ha sido un tema muy complejo, porque se nos ha acrecentado la cantidad de residuos en el relleno sanitario El Tejar. Pasamos de hacer dos viajes a cuatro. Hemos necesitado apoyos de otros municipios, nos han mandado vehículos de capacidad de 14 toneladas y no dan abasto”.

A esto se suman las peleas, la certeza de que el negocio de mover a los migrantes es impulsado por bandas criminales, como el Clan del Golfo, y la incapacidad de poder ayudar, pues ya las autoridades han imputado cargos a civiles y funcionarios que dan posada o destinan recursos públicos para brindar comodidad y seguridad.

Alerta en Necoclí por la llegada de más de 10.000 migrantes que esperan continuar su viaje hacia Estados Unidos. En los próximos días podrían acumularse muchos más. | Foto: Cortesía

Los defensores de derechos humanos piden que se les entregue, como hasta hace dos años, un salvoconducto a los migrantes para que transiten sin problemas por el país; además, que los transporten a través del mar, pues las empresas de lanchas pueden terminar con investigaciones penales en la Fiscalía. Se anunciaron para los próximos días algunas reuniones entre los Gobiernos de Colombia y Panamá, una cita postergada durante varios periodos presidenciales, pues los habitantes del Urabá dicen que este problema empezó hace más de 15 años.

Entre los migrantes, se cuentan por cientos las historias de abuso y corrupción: funcionarios de fronteras que les quitan dinero, policías que los paran en el camino y tocan a las mujeres en sus genitales, les quitan el dinero para dejarlos pasar y llegar a la próxima ciudad.

En cada terminal, hablan poco, los llevan hasta los buses indicados, se montan y tratan de ahorrar lo más que pueden. Ahora los llena de impotencia encontrarse el mar, un mar en el que, ya saben –aquí se enteraron–, se han ahogado otros migrantes ante la inmisericorde mirada de los coyotes, capaces de obligarlos a tirarse al océano con maletas cargadas en sus espaldas y botas de caucho que terminan hundiéndolos. Pero todos creen que el paraíso está detrás de la próxima montaña.