Ante los micrófonos de la W, el fiscal Eduardo Montealegre hizo la semana pasada la siguiente declaración: “No se requiere ni desde el punto de vista constitucional ni desde el punto de vista legal ningún tipo de refrendación popular para darles legitimidad a los acuerdos de La Habana”. El revuelo no se hizo esperar. El jefe negociador del gobierno, Humberto de la Calle, reaccionó de manera inmediata y ratificó el compromiso del presidente Santos con una “refrendación que permita a cada colombiano expresar su auténtica convicción en el marco de la democracia”. Iván Márquez, contraparte de De la Calle en la mesa, escribió en su cuenta de Twitter: “La refrendación del acuerdo final es un paso fundamental si queremos lograr una paz estable y duradera”. Lo primero que habría que decir es que Montealegre tiene razón. Desde el punto de vista estrictamente jurídico, un acuerdo de paz no requiere refrendación. Hay sentencias de la Corte Constitucional que dejan claro que los referendos en ese caso son opcionales pero no obligatorios. En otras palabras, solo se requieren las facultades del presidente y la aprobación del Congreso para que un eventual acuerdo de paz sea una realidad jurídica. No obstante, un proceso de paz es más que un pacto jurídico. El presidente Santos prometió como uno de los pilares de su proceso que la decisión final quedará en manos de los colombianos. De ahí surgió la idea de convocar a un referendo que cumpliría la doble función de darles peso jurídico y legitimidad política a los acuerdos. De hecho, el pasado 26 de diciembre el presidente sancionó la Ley 1745 que permite convocar el referendo de paz el mismo día de las elecciones regionales y así ganar volumen en participación. El problema es que ahora resulta que el referendo no solo no es obligatorio sino que tampoco es viable. El acuerdo de paz puede tener 50 o más puntos y la Corte Constitucional ha ratificado que cada punto tiene que ser votado individualmente y superar el umbral para ser aprobado. Eso es imposible en la práctica. La cantidad de puntos contemplados, el requisito constitucional de que se pregunte en forma clara por ellos y el umbral de más de 8 millones volverían el proceso inmanejable. El texto sería un mamotreto denso y confuso para el votante y si algunos puntos llegan a superar el umbral, es seguro que otros no. El único referendo que ha llegado efectivamente a las urnas desde 1991, el convocado por el presidente Uribe en 2003, solo logró aprobar una de las 15 preguntas. El voto individual de cada punto en el cuestionario les daría la posibilidad a los votantes de aprobar o rechazar asuntos vitales para la paz como la participación política de los guerrilleros o las fórmulas de justicia transicional. Una negociación de esa naturaleza necesariamente incluye elementos que gustan mucho y otros que gustan menos, y la medición en las urnas tiene que ser sobre el promedio. Por lo tanto, para que una refrendación popular sobre los acuerdos tenga sentido, la votación tiene que ser en bloque, razón por la cual no puede haber un referendo. Sin embargo, el referendo no es el único mecanismo para que el pueblo se pronuncie sobre una decisión importante. Existen también la consulta popular y el plebiscito, pero ninguna de estas funciona para refrendar los acuerdos de paz. La consulta popular tiene lugar cuando se somete a los votantes una pregunta de carácter general sobre un asunto de trascendencia nacional que no modifique la Constitución. Como el texto final que se someta a los colombianos tendrá muchas más preguntas y, además, algunas de ellas seguramente necesitarán modificar la Carta Política, este mecanismo no sirve. Con el plebiscito la situación es igual de complicada. Mientras la consulta puede ser convocada por cualquier autoridad municipal o regional, el plebiscito solo puede ser llamado por el presidente. Sin embargo, tiene el mismo problema pues solo se permite una pregunta que tiene que versar sobre una decisión que no requiera aprobación del Congreso. Como el acuerdo de paz tendrá muchos puntos y requiere participación del Congreso, no hay caso. Además tiene un problema adicional y es que el umbral es mucho más alto pues se necesita que participe más de la mitad del censo electoral. En cifras de hoy esto significaría más de 15 millones de personas. Entonces, ¿qué va a pasar? A pesar de que no va a haber ni referendo, ni consulta popular, ni plebiscito, Santos tiene que buscar una fórmula para cumplir con su ofrecimiento de la refrendación popular. Una alternativa sería recurrir a un ejercicio similar al de la séptima papeleta. Esta fue una figura extralegal que utilizó el gobierno de César Gaviria para darle una validez política y simbólica a la convocatoria de la Asamblea Constituyente que derivó en la Constitución de 1991. Como la única manera de hacer una renovación institucional de fondo era a través del Congreso y nadie creía en ese mecanismo, la forma de hacerlo fue crear un mecanismo poco ortodoxo. Consistía en que la gente tuviera el derecho a depositar una papeleta adicional en las elecciones de marzo de 1990. Esta ni siquiera se llegó a contar pero hubo entusiasmo juvenil, fuertes vientos de cambio con las desmovilizaciones de los grupos guerrilleros para presentar como voluntad del constituyente primario, lo que en el fondo era un golpe de opinión para reemplazar la Constitución de 1886. Roy Barreras ya ha sugerido una fórmula parecida para la refrendación de los acuerdos de paz. Esta vez sería otro golpe de opinión. Aunque la iniciativa es bastante creativa, podría ser una fórmula transaccional siempre y cuando cuente con el apoyo de la mayoría política necesaria. Habría que incorporarle, sin embargo, una diferencia con la séptima papeleta de 1991. En esa ocasión solo se podía votar a favor del revolcón institucional pero no en contra, pues el propósito era mostrar un tsunami de apoyo popular. En el país politizado de la actualidad es poco probable que la oposición uribista le permita al gobierno ‘una papeleta por la paz’ donde solo se permita votar por el ‘sí’. Es seguro que de llegarse a aceptar esa fórmula exigirían el derecho al voto negativo. La propuesta del urbismo siempre ha sido la del ‘Congresito’, un órgano legislativo transitorio elegido por voto popular para avalar o modificar los textos de La Habana. Esa alternativa cuenta paradójicamente con el apoyo de las Farc que siempre han pedido una Constituyente al final del proceso. Esa solución, no obstante, tiene algo de haraquiri por lo cual el gobierno la ha rechazado desde el principio. En primer lugar, ¿cuál sería la lógica de pasar dos años negociando detalladamente los puntos de un acuerdo, si todos podrán ser revisados en una instancia posterior? ¿Qué sentido tendría entonces la palabra ‘acuerdo’ si todo es modificable? Por otra parte, el hecho de que el uribismo y las Farc coincidan en su apoyo, deja claro que las dos partes quieren jalar la cuerda para lados diametralmente opuestos. Es mejor evitar ese despelote. Por ahora la jalada de la cuerda no va a ser solamente alrededor del contenido de los acuerdos sino de la modalidad de la refrendación. Santos sabe que tiene que cumplir con su promesa y la mesa de Unidad Nacional va a tener que hacer uso de toda su creatividad para encontrar una solución. A qué mecanismo se llegará, todavía no se sabe. Lo único que sí se sabe es que el expresidente Álvaro Uribe no se va a quedar quieto.