Trece años de vida y tres días de sufrimiento es como se puede definir la angustia y agonía de Omayra Sánchez, la niña que sin desearlo se convirtió en el rostro de Armero y la tragedia que lo sepultó el 13 de noviembre de 1985.
Aunque esta catástrofe natural, originada por la erupción del volcán nevado del Ruiz –que mezclado con los ríos aledaños creó una corriente de lodo que arrasó con todo a su paso–, dejó más de 25 mil víctimas mortales.
Para la historia, Omayra será aquella en la que se puede registrar todo el dolor de un pueblo que se fue a descansar en la noche de un miércoles de noviembre de 1985, pero que no tenía idea de la pesadilla que se le avecinaba.
Así lo demuestra la ira que se sentía, días después de la tragedia en el ambiente ante la imposibilidad de sacar a Omayra entre los escombros, que sujetaban la parte baja de su cuerpo como si un hoyo se hubiese abierto en la tierra y un demonio la sujetara hacia un destino fatal.
“No sé cómo explicarlo, cuando uno ve eso es un choque, como un temblor en mi cabeza que arrasó con todo, mis valores, la religión, mi educación. Todo queda trastornado y ya no tiene ningún valor ante la intensidad que uno está enfrentando. Esa pobre niña sufría tanto. Los años pasan y nada se borra”, le relató a SEMANA en 2010 el francés Frank Fournier, quien tomó la icónica foto de Omayra sujetada a un trozo de madera que le servía de apoyo en medio de su dolor.
Según explicaron los equipos de socorro, aunque la niña pudo haberse salvado, lo cierto es que las ‘maromas’ necesarias para liberarla de su prisión de lodo y escombros de su propia casa eran demasiado arriesgadas: en caso de halarla, los espectadores podrían ver de forma trágica cómo las piernas se separaban del tronco, lo que, por supuesto, le provocaría una muerte instantánea.
Por esto, la mejor solución era recurrir a una motobomba con la cual drenar el agua alrededor de Omayra; una idea que, aunque posible y aseguraba un porcentaje bastante alto de salvar su vida, carecía de un elemento muy importante: la motobomba.
Al conocerse la falta de esta herramienta, las autoridades –con ayuda de algunos civiles– corrieron contra el tiempo en busca de una de estas máquinas con la cual poder extraer el “lago” que succionaba a la niña y así, con el terreno libre, tratar de liberarla de su prisión de tejas, ladrillo y barro.
Desde Bogotá llegó la ayuda y, al colocar la motobomba en la zona, las tareas de rescate nunca se hicieron fáciles: el barro hacía que la máquina se obstruyera, lo que convertía esta empresa en una misión imposible.
Al ver esta realidad, los médicos, en busca de una solución con la cual cumplir su juramento hipocrático y poder salvar la vida de la niña, aseguraron que la única alternativa que quedaba era cortar sus piernas. Sí, no sería una vida “normal”, pero al menos la palabra “esperanza” seguiría presente durante el tiempo que ella pudiera permanecer viva.
Sin embargo, la razón superó los anhelos y, en un punto de la historia, rescatistas, médicos e incluso periodistas llegaron a la triste conclusión: la mejor forma de salvar a Omayra era dejar que partiera en paz. Sí, en algunos momentos la muerte es la mejor forma de colaborar a una vida en sufrimiento y esta ocasión es ejemplo de esto.
Los expertos aseguraron que, en caso de cortar las piernas, ante la falta de un equipo de cirugía que suturara rápidamente las heridas abiertas, solo sería cuestión de minutos para que la niña perdiera la vida. De una u otra forma, Omayra fallecería, por lo que sus cuidadores decidieron que no serían ellos los culpables de alargar su dolor.
A las 10:05 de la mañana del 16 de noviembre de 1985, después de un último suspiro y un estremecimiento que también movió el alma de los presentes, Omayra Sánchez murió. Con ella se fue la risa y resiliencia que solo una adolescente puede mostrar en medio del dolor.
Sus constantes frases de aliento, dichas en medio de su agonía, solo fueron entendidas tiempo de después: en un punto de su sufrimiento, lo más seguro es que la niña supiera que la muerte llegaría más temprano que tarde, por lo que sabía que su misión era tratar de consolar a los espíritus adoloridos que observaban cómo poco a poco la vida se le iba.
“Váyanse a descansar y vuelvan a sacarme”, fueron las palabras de Omayra horas antes de su muerte. Tristemente, ni la niña pudo ser sacada del lodo, haciendo de esa zona su lugar de descanso eterno, ni las personas que observaron sus tres agonizantes días han podido descansar.
Aún así, unas pocas personas han logrado encontrar el reposo en la ayuda ‘divina’ de esta niña que desde el más allá podría ayudar a quienes, como ella estuvo algún día, hoy se encuentran en un estado de dolor. De hecho, SEMANA reportó hace 11 años la iniciativa que se pronunció por parte de la Diócesis de Líbano – Honda de recopilar historias de personas que aseguraran haber recibido un milagro con intervención de Omayra, con el fin de acrecentar su imagen e importancia en la recreación de la historia de Armero.
36 años han pasado desde este fatídico momento en el que la muerte y la debilidad humana se hicieron presentes en un mundo en el que la humildad llega junto con el dolor y la desesperación vividas.