Lleno de revelaciones. Ese es el libro que 21 años después de la muerte de Pablo Escobar se animó a escribir su hijo, Juan Pablo. En 484 páginas, 'Pablo Escobar mi padre' cuenta detalles inéditos de la vida del jefe del cartel de Medellín. Pero, mucho más que eso. Cuenta por primera vez que en la muerte de su papá tuvo mucho que ver su familia paterna. “El lector se sorprenderá con el contenido de los primeros capítulos del libro porque revelo por primera vez el profundo conflicto que  hemos vivido con mis parientes paternos. Son 21 años de desencuentros que me han llevado a concluir que en la muerte de mi padre varios de ellos contribuyeron activamente”, dice Juan Pablo. El libro también presenta una versión diferente sobre los comienzos de Pablo Escobar como delincuente y como narcotraficante. Igualmente, relata detalles desconocidos de la guerra que le declaró al Estado y el declive de su organización. Luego de leer 'Pablo Escobar mi padre', no es descabellado pensar que en muchos pasajes del escrito el capo es peor de lo que imaginábamos. La traición El 19 de diciembre de 1993, dos semanas después de la muerte de mi padre, seguíamos recluidos y fuertemente custodiados en el piso veintinueve del aparta-hotel Residencias Tequendama en Bogotá. De repente recibimos una llamada desde Medellín en la que nos informaron sobre un atentado contra mi tío Roberto Escobar en la cárcel de Itagüí con una carta bomba. Preocupados, intentamos saber qué había pasado pero nadie nos daba razón. Los noticieros de televisión reportaron que Roberto abrió un sobre de papel enviado desde la Procuraduría, pero este explotó y le produjo heridas graves en los ojos y el abdomen. Al día siguiente llamaron mis tías y nos informaron que la Clínica Las Vegas, a donde fue trasladado de emergencia, no tenía los equipos de oftalmología que se requerían para operarlo. Y como si fuera poco, circulaba el rumor de que un comando armado se proponía rematarlo en su habitación. Entonces mi familia decidió trasladar a Roberto al hospital Militar Central de Bogotá porque no solo estaba mejor dotado tecnológicamente, sino porque ofrecía condiciones adecuadas de seguridad. Así ocurrió y mi madre pagó los tres mil dólares que costó el alquiler de un avión ambulancia. Una vez confirmé que ya estaba hospitalizado, decidimos ir a visitarlo con mi tío Fernando, hermano de mi madre. Cuando salíamos del hotel observamos extrañados que los agentes del CTI de la Fiscalía que nos protegían desde finales de noviembre habían sido reemplazados ese día y sin previo aviso por hombres de la Sijin, inteligencia de la Policía en Bogotá. No le dije nada a mi tío, pero tuve el presentimiento de que algo malo podía pasar. En otras áreas del edificio y cumpliendo diversas tareas relacionadas con nuestra seguridad también había agentes de la Dijin y el DAS. En la parte exterior la vigilancia estaba a cargo del Ejército. Un par de horas después de llegar a las salas de cirugía del Hospital Militar salió un médico y nos dijo que necesitaban la autorización de algún pariente de Roberto porque era necesario extraerle los dos ojos, que habían resultado muy dañados tras la explosión. Nos negamos a firmar y le pedimos al especialista que aunque las posibilidades fueran mínimas hiciera lo que estuviera a su alcance para que el paciente no quedara ciego, sin importar el costo. También le propusimos traer al mejor oftalmólogo, desde el lugar donde estuviera. Horas después, todavía anestesiado, Roberto salió de cirugía y lo trasladaron a una habitación donde esperaba un guardia del Instituto Carcelario y Penitenciario, Inpec. Tenía vendas en la cara, el abdomen y la mano izquierda. Aguardamos pacientemente hasta que empezó a despertar. Todavía embotado por la sedación nos dijo que veía algo de luz pero no identificaba ninguna figura. Cuando vi que había recobrado algo de lucidez le dije que estaba desesperado porque si habían atentado contra él después de la muerte de mi padre, lo más seguro era que siguiéramos mi mamá, mi hermana y yo. Angustiado, le pregunté si mi papá tenía un helicóptero escondido para fugarnos. En medio de la charla, interrumpida por el ingreso de enfermeras y médicos para atenderlo, le pregunté varias veces cómo podríamos sobrevivir ante la evidente amenaza de los enemigos de mi padre. Roberto guardó silencio por unos segundos y luego me dijo que buscara papel y lápiz para apuntar un dato. —Anote esto, Juan Pablo: ‘AAA’; y váyase ya para la embajada de Estados Unidos. Pídales ayuda y dígales que va de parte mía. Guardé el papel en el bolsillo del pantalón y le dije a Fernando que fuéramos a la embajada pero en ese momento entró el médico que había operado a Roberto y nos dijo que estaba optimista, que había hecho todo lo posible para salvarle los ojos. Agradecimos la diligencia del médico y nos despedimos para regresar al hotel, pero me dijo tajante que yo no podía salir del hospital. —¿Cómo así, doctor. ¿Por qué? —Porque su escolta no ha venido —respondió. Las palabras del médico aumentaron mi paranoia porque si había estado en cirugía no tenía por qué estar tan enterado de lo que sucedía con nuestro esquema de seguridad. —Doctor, soy un hombre libre, o acláreme si estoy en calidad de detenido aquí, porque sea como sea me voy a ir. Creo que está en marcha un complot para matarme hoy. Ya cambiaron a los agentes del CTI que nos cuidaban —repliqué muy asustado. —Protegido, no detenido. En este hospital militar somos responsables de su seguridad y solo podemos entregarlo a la seguridad del Estado. —Los que tienen que responder por mi seguridad afuera, doctor, son justamente los que vienen a matarme —insistí—. Así que usted verá si me ayuda con la autorización para que pueda salir del hospital o si tengo que volarme de aquí. No voy a subir al carro de los que vienen a matarme. El médico debió ver mi cara de terror y en voz baja dijo que no tenía objeción y que inmediatamente firmaba la orden para que mi tío Fernando y yo saliéramos. Con mucho sigilo regresamos a Residencias Tequendama y decidimos ir al día siguiente a la embajada. Nos levantamos temprano y fui con mi tío Fernando a la habitación del piso 29 donde se alojaban los encargados de nuestra custodia. Saludé a ‘A-1’ y le dije que necesitábamos acompañamiento para ir a la embajada de Estados Unidos. —¿A qué va a ir allá? —respondió de mala manera. —No tengo por qué informarle a usted a qué voy. Dígame si nos va a dar protección o si tengo que llamar al fiscal general a decirle que usted no quiere protegernos. —En este momento no hay suficientes hombres para llevarlo allá —respondió el funcionario de la Fiscalía, molesto. —Cómo no va a haber gente, si aquí funciona un esquema permanente de seguridad de alrededor de cuarenta agentes de todo el Estado y vehículos asignados para nuestra protección. —Pues si quiere ir vaya, pero yo no lo voy a cuidar. Y me hace el favor y firma un papel donde renuncia a la protección que le estamos brindando. —Traiga el papel y lo firmo —respondí. ‘A-1’ fue a otra habitación a buscar en qué escribir y nosotros aprovechamos ese momento para salir del hotel. Bajamos corriendo y tomamos un taxi que tardó veinte minutos en llegar a la embajada estadounidense. A esa hora, ocho de la mañana, había una larga fila de personas esperando para ingresar al trámite de visas para viajar a ese país. Estaba muy nervioso. Me abrí paso entre la gente diciendo que iba a realizar un trámite distinto. Al llegar a la caseta de entrada saqué el papel con el Triple A que me dictó Roberto y decidí ponerlo contra el cristal oscuro y blindado. En un instante aparecieron cuatro hombres corpulentos y empezaron a fotografiarnos. Guardé silencio y un par de minutos después uno de los que tomaba fotos se acercó y me dijo que lo acompañara. No me pidieron el nombre ni documentos ni me requisaron y tampoco pasé por el detector de metales. Era claro que ‘Triple A’ era una especie de salvoconducto y me lo había dado mi tío Roberto. Estaba asustado. Tal vez por eso no se me ocurrió pensar qué tipo de contacto tenía el hermano de mi papá con los estadounidenses. Estaba por sentarme en una sala de espera cuando apareció un hombre ya mayor, con el cabello casi blanco y serio. —Soy Joe Toft, soy director de la DEA para América Latina. Acompáñeme. Me llevó a una oficina contigua y sin mayor preámbulo preguntó a qué había ido a la embajada. —Vengo a pedir ayuda porque están matando a toda mi familia… como usted sabe, vengo porque mi tío Roberto me dijo que contara que venía de parte de él. —Mi gobierno no puede garantizarle ningún tipo de ayuda—dijo Toft en tono seco y distante—. Lo máximo que puedo hacer es recomendarle un juez de Estados Unidos para que evalúe la posibilidad de darles residencia en mi país en virtud de una colaboración que usted pudiera dar. —¿Colaboración en qué? Yo todavía soy un menor de edad. —Usted sí nos puede colaborar mucho… con información. —¿Información? ¿De qué tipo? —Sobre los archivos de su padre. —Con su muerte ustedes mataron esos archivos. —No le entiendo —dijo el funcionario. —El día que ustedes colaboraron con la muerte de mi papá… Los archivos de él estaban en su cabeza y él está muerto. Él tenía todo en su memoria. Lo único que guardaba en archivos, en agendas, era información sobre números de placas de carros y direcciones de donde vivían sus enemigos del cartel de Cali, pero esa información hace rato la tiene la Policía colombiana. —No, el juez es el que decide si lo aceptan o no allá. —Entonces no tenemos más de qué hablar señor, me voy, muchas gracias —le dije al director de la DEA, que se despidió parco y me entregó una tarjeta personal. —Si algún día recuerda algo no dude en llamarme. Salí de la embajada estadounidense con muchos interrogantes. El inesperado y sorpresivo encuentro con el número uno de la DEA en Colombia y Latinoamérica no sirvió para mejorar nuestra difícil situación, pero sí dejó al descubierto algo que desconocíamos: los contactos de alto nivel de mi tío Roberto con los norteamericanos, los mismos que tres semanas antes ofrecían cinco millones de dólares por la captura de mi padre, los mismos que enviaron a Colombia todo su aparato de guerra para cazarlo. Me parecía inconcebible pensar que el hermano de mi padre estuviera ligado de alguna manera a su enemigo número uno. Esa posibilidad planteaba otras inquietudes, por ejemplo que Roberto, Estados Unidos y los grupos que integraban los Pepes (Perseguidos por Pablo Escobar) se hubieran aliado para atrapar a mi padre. La hipótesis no era descabellada. De hecho nos hizo pensar en un episodio sobre el que no reparamos en su momento y que se produjo cuando mi padre y nosotros estábamos escondidos en una casa campesina en el sector montañoso de Belén, la comuna 16 de Medellín. Fue cuando secuestraron a mi primo Nicolás Escobar Urquijo, hijo de Roberto, plagiado por dos hombres y una mujer en la tarde del 18 de mayo de 1993. Se lo llevaron del estadero Catíos, en la vía que comunica los municipios de Caldas y Amagá, en Antioquia. Nos enteramos por las noticias estando escondidos en esa caleta tras recibir la llamada de un familiar. Pensamos lo peor porque ya en ese momento y en su afán por localizar a mi padre, los Pepes habían atacado a numerosos integrantes de las familias Escobar y Henao. Por fortuna, el susto no pasó a mayores porque cinco horas más tarde, hacia las diez de la noche, Nicolás fue dejado en libertad, sin un rasguño, cerca del hotel Intercontinental de Medellín. Como cada día que pasaba estábamos más incomunicados, el secuestro de Nicolás pasó al olvido, aunque mi padre y yo nos preguntábamos cómo había hecho para salir con vida de un secuestro que en la dinámica de aquella guerra equivalía a una sentencia de muerte. ¿Cómo se salvó Nicolás? ¿A cambio de qué lo liberaron los Pepes horas después de secuestrarlo? Es probable que Roberto decidiera hacer un pacto con los enemigos de mi padre a cambio de la vida de su hijo. La confirmación de esa alianza se produjo en agosto de 1994, ocho meses después de mi visita a la embajada de Estados Unidos. Por aquellos días, mi madre, Manuela mi hermana, mi novia Andrea y yo, fuimos a recorrer las ruinas y lo poco que quedaba en pie de la hacienda Nápoles. Teníamos autorización de la Fiscalía para ir hasta allá pues mi madre debía reunirse con un poderoso capo de la región para entregarle algunas propiedades de mi padre. Una de esas tardes, cuando recorríamos la vieja pista de aterrizaje de la hacienda, recibimos una llamada de mi tía Alba Marina Escobar en la que dijo que debía hablar con nosotros esa misma noche porque el asunto a tratar era muy urgente. Dijimos que sí de inmediato porque utilizó la palabra ‘urgente’, que en los códigos de nuestra familia significa que alguien está en peligro de muerte. Esa misma noche llegó a la hacienda y sin equipaje. La esperábamos en la casa del administrador, la única construcción que había sobrevivido a los allanamientos y a la guerra. Los agentes de la Fiscalía y la Sijin que nos cuidaban esperaron fuera de la casa y nosotros nos dirigimos al comedor, donde mi tía se comió un plato de sancocho. Luego, sugirió que solamente mi madre y yo escucháramos lo que iba a decir. —Les traigo un mensaje de Roberto. —¿Qué pasó, tía? —indagué, nervioso. —Él está muy contento porque existe una posibilidad para que a ustedes les den la visa para Estados Unidos. —Qué bueno, ¿y cómo consiguió eso? —preguntamos y se debió notar que nos cambió la expresión de la cara. —No se las van a dar pasado mañana. Pero hay que hacer una cosa antes —dijo y su tono me produjo desconfianza. —Es muy sencillo… Roberto estuvo hablando con la DEA y le pidieron un favor a cambio de visas para todos ustedes. Lo único que tienen que hacer es escribir un libro sobre el tema que quieran, siempre y cuando en ese libro se mencione a su papá y a Vladimiro Montesinos, el jefe de inteligencia de Fujimori en Perú. Además, en ese libro usted tiene que asegurar que lo vio aquí en Nápoles hablando con su papá y que Montesinos llegaba en avión. El resto del contenido del libro no importa. —No son tan buenas noticias, tía —interrumpí. —¿Cómo no, acaso no quieren las visas? —Una cosa es que la DEA pida que digamos algo que sea cierto y que yo no tenga problemas en contarlo, pero otra cosa es que me pida que mienta con la intención de hacer un daño tan grande. —Sí, Marina —intervino mi madre—, es muy delicado lo que nos están pidiendo, porque ¡cómo vamos a hacer nosotros para justificar unos dichos que no son ciertos! —¿Y eso qué les importa? ¿Acaso no quieren las visas? Si no conocen a Montesinos y a Fujimori qué les importa decir eso… si lo que ustedes quieren es vivir tranquilos. Esta gente les manda a decir que la DEA quedaría muy agradecida con ustedes y que nadie los molestaría en Estados Unidos a partir de ese momento. También ofrecen la posibilidad de llevar dinero para allá y usarlo sin problema. —Marina, no quiero meterme en problemas nuevos testificando cosas que no son ciertas. —Pobrecito mi hermano Roberto, con los esfuerzos que está haciendo para ayudarles y a la primera ayuda que les consigue ustedes dicen que no. Molesta, Alba Marina se fue esa misma noche de Nápoles. Pocos días después de ese encuentro y ya de regreso en Bogotá, recibí una llamada. Era la abuela Hermilda desde Nueva York, donde estaba de paseo con Alba Marina. Luego de explicar que había viajado en plan de turista me preguntó si necesitaba que me trajera algo de allá. Ingenuo y aún sin entender el enorme significado de lo que representaba que mi abuela estuviera en ese país, le pedí que comprara varios frascos del perfume que no podía conseguir en Colombia.  Colgué desconcertado. ¿Cómo era posible que la abuela estuviera en Estados Unidos siete meses después de la muerte de mi papá, si hasta donde yo sabía a las familias Escobar y Henao les habían cancelado la visa? Ya eran varios los eventos en los que mis parientes aparecían con vínculos no claros con los enemigos de mi padre. Sin embargo, en la lucha por conservar la vida dejamos que el tiempo pasara sin indagar más allá de las simples suspicacias. Transcurrieron varios años y ya radicados en Argentina, donde habíamos ido a parar tras el exilio, no pudimos salir del asombro al ver en un noticiero de televisión la noticia de que el presidente de Perú, Alberto Fujimori, había escapado a Japón y notificado su renuncia vía fax. La sorpresiva dimisión de Fujimori, tras diez años de Gobierno, se había producido una semana después de que la revista Cambio publicó una entrevista en la que Roberto afirmaba que mi padre había aportado un millón de dólares a la primera campaña presidencial de Fujimori en 1989. También aseguraba que el dinero había sido enviado a través de Vladimiro Montesinos, que según él viajó varias veces a la hacienda Nápoles. Mi tío agregó a la revista que Fujimori se había comprometido a facilitar que mi padre traficara desde su país cuando asumiera la Presidencia. En la parte final de la entrevista aclaró que no tenía pruebas de lo que estaba afirmando porque según él la mafia no dejaba huella de sus acciones ilegales. Semanas después salió al mercado el libro Mi hermano Pablo, de Roberto Escobar, con 186 páginas, de la editorial Quintero Editores, que ‘recreó’ la relación de mi padre con Montesinos y Fujimori. En dos capítulos Roberto narró la visita de Montesinos a la hacienda Nápoles, la manera como traficaba cocaína con mi padre, la entrega de un millón de dólares para la campaña de Fujimori, las llamadas de agradecimiento del nuevo presidente a mi padre y el ofrecimiento de colaboración por la ayuda económica prestada. Al final, una frase me llamó la atención: “Montesinos sabe que yo lo sé. Y Fujimori sabe que yo lo sé. Por eso se cayeron los dos”. Roberto relató episodios en los que aseguró haber estado presente, pero que mi madre y yo jamás vimos ni escuchamos. No sé si se trata del mismo libro que nos sugirieron escribir para obtener las visas a Estados Unidos. La única certeza sobre este asunto llegó de manera accidental en el invierno de 2013, con la llamada de un periodista extranjero a quien le había expresado mis sospechas en algunas ocasiones. —Sebas, Sebas, ¡tengo que contarte algo que me acaba de ocurrir y no puedo aguantar hasta mañana! —Cuéntame, ¿qué pasó? —Recién acabo de cenar aquí en Washington con dos antiguos agentes de la DEA que participaron en la persecución a tu padre; Me reuní con ellos para hablar sobre la posibilidad de estar contigo y con ellos en una futura serie de televisión para Estados Unidos sobre la vida y muerte de Pablo. —Bueno, ¿pero qué fue lo que sucedió? —insistí. —Saben mucho del tema, y se dio la posibilidad de que yo les mencionara tu teoría sobre la traición de tu tío, de la que tanto hemos hablado. ¡Pues es cierto! Yo no lo podía creer cuando me confesaron la existencia de su colaboración directa en la muerte de tu viejo. —¿Ves que yo tenía la razón? Si no, ¿cómo explicar que los únicos exiliados en la familia de Pablo Escobar somos nosotros? Roberto siempre ha vivido tranquilo en Colombia, lo mismo que mis tías, sin que nadie los toque ni los persiga.