Puede haber sido una coincidencia, pero el mismo día en que se hizo público el acuerdo sobre el punto de justicia del proceso de paz en La Habana, la Corte Suprema declaró la inocencia de Alfonso Plazas Vega. Aunque los dos hechos son independientes, su convergencia tiene un gran valor simbólico como la antesala del inicio de una era de reconciliación en el país. El fallo del coronel Plazas, pendiente desde hace meses, se había convertido en la decisión más esperada de la Justicia y en un punto de honor para el estamento militar respaldado por el uribismo. Pero no solo los uribistas, sino muchos colombianos consideraban injusta la condena a 30 años para un hombre que puso el pecho en lo que consideró la defensa de las instituciones. Por otro lado, para las víctimas, quienes han vivido una pesadilla de 30 años por la desaparición de sus familiares, alguien tenía que ser responsable por esa atrocidad. El caso de Plazas es emblemático en ambas causas y la sentencia de la Corte Suprema cayó en medio de esas posiciones antagónicas. El proceso del coronel puede ser uno de los más complejos en la historia reciente. Sin embargo, del fallo se pueden desprender tres conclusiones: es justo, es político y es simbólico. Al coronel lo habían acusado por la desaparición de 11 personas en la tragedia del Palacio de Justicia. El fallo del tribunal que ratificó su condena en 2012, sin embargo, estableció que solo existían pruebas de que salieron con vida dos de ellos: el administrador de la cafetería Carlos Rodríguez y la guerrillera Irma Franco. El coronel solo reconoce esta última, aunque siempre aclaró que no tuvo que ver con eso. El fallo de la Corte Suprema también reconoce que estas personas fueron desaparecidas durante la retoma del palacio, sin embargo, aclara que no existen pruebas de que el coronel fuera responsable. Para el alto tribunal “Plazas Vega no cumplió labores de inteligencia en la Casa del Florero… de modo que la identificación de las personas, su calificación de especiales (guerrilleros) y la remisión a otras unidades no eran su labor”. Agrega que esa misión estaba a cargo del coronel Edilberto Sánchez del B-2 del Ejército y no de la Escuela de Caballería que dirigía Plazas. Por otra parte, la Corte Suprema desestimó los testimonios que habían soportado la condena al coronel. En especial la sentencia destaca a cuatro personas: César Sánchez, Tirso Sáenz, Yolanda Santodomingo y Édgar Villamizar. La corte señala que no son testigos confiables pues hacen “manifestaciones vagas”, “se deja entrever el interés de acusar al procesado” y algunos buscaban “obtener beneficios jurídicos”. Santodomingo, la estudiante de la Universidad Externado que fue torturada, señaló que había visto a Plazas en la Casa del Florero la tarde del 6 de noviembre de 1985. Sin embargo, se probó que el coronel no estuvo allí, sino en el Palacio de Justicia. Sobre César Sánchez, quien aseguró ser víctima de amenazas por ver a Carlos Rodríguez salir con vida del palacio, la sentencia afirma que su versión fue claramente tergiversada y que es inexplicable que teniendo esa información se la hubiera ocultado a la familia de Rodríguez, su amigo por años. Tirso Sáenz, entonces cabo segundo, aseguró ver descender de un tanque entre seis y siete civiles que podían ser desaparecidos. La corte pudo probar que él no estaba bajo el mando de Plazas Vega, ni conducía uno de los tanques Cascabel como había dicho. El testimonio de Édgar Villamizar generó las mayores sospechas. El militar había sido clave en la condena de Plazas, pues aseguró que lo había escuchado decir “cuelguen a esos hijueputas”. La frase se convirtió en la prueba reina de que el coronel sabía el destino que tendrían las personas clasificadas como ‘especiales’ durante la retoma. Sin embargo, desde hace años, la intervención de este hombre en el proceso generó muchas sospechas. No se entendía por qué había decidido contar lo que sabía solo 21 años después y por qué su declaración estaba firmada con el apellido “Villarreal” en vez de “Villamizar”. La corte determinó que él sí era miembro de la Brigada XIII, pero que no participó en los operativos de retoma del palacio. Además, a la hora que él dijo haber escuchado esa frase ninguna persona había sido rescatada del edificio, por lo que era imposible que Plazas se refiriera a los trabajadores de la cafetería. Todos estos vacíos no son nuevos para la Justicia. El fallo que condenó a Plazas Vega a 30 años de cárcel tampoco encontró pruebas directas de que él ordenara o ejecutara la desaparición de esas personas. El coronel había sido condenado por una teoría alemana conocida como de “la autoría mediata y los aparatos organizados de poder” desarrollada por el jurista Claus Roxin. Esa teoría es muy conocida mundialmente pues se usó para condenar a líderes nazis como Adolf Eichmann, el coronel de la SS encargado de transportar a los judíos a los campos de concentración. Un tribunal de Jerusalén estableció que aunque él no había participado directamente ni había ordenado la “solución final” era responsable de ese Holocausto por ser parte de la cadena de mando. Lo sentenciaron a muerte, a pesar de que esa pena no existía en Israel. Con esa argumentación decenas de altos mandos han sido condenados, especialmente en América Latina. En Perú se utilizó en el juicio de Alberto Fujimori y en Colombia en la condena a Alberto Santofimio por la muerte de Luis Carlos Galán, a Álvaro García por la masacre de Macayepo y a Plazas por los hechos del Palacio de Justicia. La sentencia que absuelve al coronel en ese sentido es histórica y tiene un alto contenido político. En primer lugar, la corte revierte esa jurisprudencia que había utilizado por años y que había herido profundamente el orgullo militar. El alto tribunal asegura que no se puede “sostener que el Ejército sea un aparato organizado de poder, orientado a vulnerar el orden jurídico como lo sostiene el Tribunal con la inaceptable tesis que sentó en el fallo” de Plazas. Con esta nueva posición se espera que muchos altos mandos militares que están pendientes de una casación en la corte sean absueltos. Este puede ser el caso de los generales Jaime Uscátegui, Jesús Armando Arias Cabrales y otros, que también fueron condenados por la cadena de mando. Pero las condiciones políticas en este caso pesan tanto como las jurídicas. Muchos colombianos no tolerarían que los guerrilleros que cometieron atrocidades como la masacre de Bojayá y la bomba de El Nogal puedan pasar dos o tres años cuidando bosques, mientras quienes pusieron en peligro su vida por combatir la insurgencia puedan pasar el final de sus vidas en la cárcel con condenas de 37 y 35 años, como en el caso de Uscátegui y Arias. El tema es tan trascendental que incluso el acuerdo de justicia de La Habana dejó explícito que la teoría de los “aparatos organizados de poder” no se utilizará en la nueva jurisdicción. Eso significa que tampoco se aplicará el concepto de máximos responsables que existía en el Marco Jurídico para la Paz que dejaba en cabeza de los jefes la responsabilidad de cualquier cosa sucedida bajo su mando. El tratamiento de los militares será uno de los puntos más álgidos y no está del todo resuelto. Aunque se estableció que habrá simetría en los beneficios, pero que tendrán procesos diferenciados para no equiparar a los agentes de la ley con los guerrilleros, el requisito de contar la verdad no será fácil. Como se vio en el proceso de Plazas Vega, muchos militares prefieren seguir detenidos que reconocer alguna responsabilidad en delitos que según ellos no cometieron. El caso de Plazas Vega será un precedente fundamental para lo que viene en el proceso de paz. Y seguramente definirá a su favor muchos de los más de 4.000 procesos que hoy enfrentan los militares ante la justicia o animará a muchos otros a entrar a la justicia transicional. A pesar de que ese sector tiene reticencias con el proceso de paz, es muy poco probable que cometan el mismo error que llevó a que los miembros del M-19 desmovilizados tuvieran altos cargos en el Estado mientras ellos estaban en la cárcel.