Desde los preparativos el viaje anunciaba ser arduo. La exigencia: botas de caucho, toldillo para protegerse en las noches de los millones de mosquitos, y sombrero para guarecerse del sol. Mientras un tendero de un céntrico almacén del puerto de Turbo, en el Golfo de Urabá, alcanza esta mercancía de los escaparates, un hombre moreno, no muy alto, que ha entrado al almacén, saca de su bolsillo dos fajos de billetes de 100 dólares y los cuenta con calma, sin inmutarse de los extraños. Luego un policía de la zona explica: "Es por los negocios en la frontera con Panamá", sin aclarar si se trata de ganancias del viejo contrabando de mercancías, de alguna transacción legal, o si son utilidades de narcotráfico, una actividad de la que todo el mundo habla en el puerto. Por años esta región ha sido codiciada por guerrilleros, paramilitares y narcotraficantes, para sus negocios ilícitos.Esta escena es el punto de partida del recorrido a la cuenca del río Jiguamiandó en el Bajo Atrato, al norte de Chocó, de los enviados especiales de SEMANA. Aprovechando que un grupo de diferentes organizaciones de la sociedad civil, internacionales y nacionales, y de religiosos, visitaban a las comunidades desplazadas del norte de Chocó, SEMANA quiso conocer en el terreno porqué un megaproyecto agrícola de cultivo de palma africana ha despertado tanta polémica. Algunos campesinos de la región aseguran que la agroindustria avanza sobre sus tierras, que antes les fueron usurpadas por los paramilitares. Las denuncias han tenido eco en la Defensoría del Pueblo, que en junio pasado ordenó suspender la siembra de nuevos cultivos, y el Incoder (Instituto Colombiano de Desarrollo Rural -antiguo Incora-) que tras una verificación en el terreno había concluido que algunos empresarios habían ocupado indebidamente esas tierras. El informe fue impugnado por las empresas palmicultoras que han adelantado este proyecto. Irving Bernal, vocero de la Asociación de Palmeros del Darién, dijo a SEMANA que están esperando a que en los próximos días se conozca la aclaración que haga el gobierno sobre los títulos de la tierras donde están los cultivos. "Queremos construir un escenario proactivo para hacer realidad un proyecto de palma en esta zona, que beneficie a las comunidades, a los colonos y lleve progreso a la región", explicó.Con las preguntas que suscita un debate tan delicado arrancamos la marcha aguas arriba del río Atrato. Nos esperaban cinco horas en panga por el Atrato, hasta la desembocadura del río Jiguamiandó y navegar por éste, hasta llegar a los caseríos que al sur del río han montado unas 1.000 personas, de las 3.000 que fueron desplazadas a la fuerza entre 1997 y 2001, desde los pueblos del norte del río, como Andalucía, Camelias y Puerto Lleras, entre otros. Después andaríamos por trochas bajo la selva casi tres horas hasta alcanzar los cultivos de palma, los atravesaríamos por otras cuantas horas y, finalmente, llegaríamos a Belén de Bajirá, la incipiente capital palmera, en límites entre Chocó y Antioquia.En ese momento ni siquiera imaginábamos lo que nos aguardaba más adelante. Como si fuera la materialización del mundo al revés, el río Jiguamiandó no se explaya al morir en el Atrato, sino que se hace angosto y pando. Pasar por 'El seco', como le dicen los lugareños, es una odisea de barro y calor. Para pasar sus víveres por allí, la gente que va con nosotros tiene que ponerlos sobre el casco de una canoa y arrastrarlos, caminando, por tres horas entre el fango hasta que el río se vuelve otra vez navegable. Cruzar 'El seco' es sólo parte del trayecto que deben hacer las comunidades que viven sobre el Jiguamiandó. Luego deben recorrer el río por otras tres horas, sorteando los troncos que bajan y los bancos de arena que se han ido sedimentando por la tala excesiva. Al fin llegamos a los pueblos de los desplazados: Bella Flor Remacho, Nueva Esperanza y Pueblo Nuevo, nombres con mayor ilusión a la que reflejan sus simples viviendas de palafitos de madera con techo de zinc. La primera pregunta obligada es si siempre han tenido que hacer un trayecto tan difícil para traer su comida y la gasolina. "Cuando vivíamos del otro lado del río, antes de ser desplazados, traíamos las cosas de Belén de Bajirá y tardábamos unas tres horas, responde espontáneo un hombre alto y sonriente. Ahora no nos atrevemos a cruzar". Algunos temen que algún grupo armado los ataque. Otros dicen que no se animan a pasar por las fincas de palma que se extienden al norte del río porque tiene letreros de propiedad privada. Por eso prefieren dar esa gran vuelta por el Jiguamiandó, pasar 'El seco' y salir al Atrato hasta Murindó o río Sucio a buscar sus víveres. No es sólo dinero y tiempo lo que pierden dando semejante rodeo. Varios, niños, ancianos y un adulto que necesitaban ayuda médica, no lograron salir con vida del duro recorrido.Unas 85 familias habitan Pueblo Nuevo, poblado sobre todo por comunidades negras. Al igual que los otros, se ha declarado 'zona humanitaria', y hace parte del consejo comunitario de la cuenca del Jiguamiandó. Se consideran a sí mismas comunidades en resistencia, pues buscan no tener contacto con ningún actor armado, ni siquiera con la Fuerza Pública y para lograrlo viven en predios privados, a donde las autoridades sólo pueden acceder con orden judicial. Aun así, en abril pasado, la guerrilla secuestró en sus predios a cinco miembros de la ONG Justicia y Paz, que brinda ayuda humanitaria en esta zona. A los nueve días los devolvió sin ninguna exigencia.A pesar de la apariencia bucólica de estos pueblos, sus habitantes viven con miedo. Muchos de ellos han sido desplazados hasta ocho veces. Doña Rosa, una mujer madura de mirada triste, que se había ido joven y enamorada detrás de su marido a colonizar la selva chocoana buscando una mejor vida que la que tenía en su natal Córdoba, tuvo que salir corriendo de su caserío 'No hay como Dios', luego de que los paramilitares asesinaron a su marido en 2001. Con sus hijos se escondió por semanas en la selva, a "vivir como animales. Tuvimos que amarrarle la boca al perro y comernos el gallo para que no nos encontraran".Un 'chilapo', del caserío vecino, que es el nombre que le tienen los nativos a los colonos, contó que un día, hace cinco años, su hija, embarazada de ocho meses, y su hijo inválido salieron al río y fueron atacados a tiros por paramilitares. "Todo el que salía decían que lo mataban por comprarle cosas para la guerrilla, dijo Juan*, pero mi hija solo iba del río a la casa y nunca se metió con nadie". Otro 'chilapo' de ojos claros llamado Mario* contó que a un hermano suyo "los paramilitares, que venían con gente de la Brigada XVI, lo amarraron a un palo y dijeron que si no trabajaba con ellos, lo mataban. Sólo seis días después de muerto pude buscar los restos para enterrarlo". Y las historias de horror siguen y siguen: que a un muchacho le molieron la cabeza a piedra, que a otro lo degollaron para dejar un escarmiento, que les incendiaron las casas y tuvieron que huir con lo que tenían puesto. Apenas cruzamos el río Jiguamiandó encontramos lo que quedaba del primer pueblo abandonado. La selva voraz crecía entre las ruinas de casas quemadas. Uno de sus fundadores, ahora refugiado al sur del río, nos había contado que este pueblo, fundado en 1985, tenía al momento del desplazamiento 36 casas, acueducto y planta eléctrica y había logrado organizar una asociación que llegó a producir 140.000 plátanos a la semana. Después de una incursión paramilitar no había quedado nada, todos salieron despavoridos.Seguimos el recorrido dos horas selva adentro hasta cuando de pronto el paisaje cambió abruptamente. De un tajo, como traspasando un umbral invisible, desaparecieron las telarañas que tejían despacio arañas negras y rojas, se acabó la sombra protectora de los árboles y aparecieron cientos de hileras perfectas de palma africana, recientemente sembradas. Los diversos sonidos de los insectos fueron reemplazados por un monótono y lejano ruido de motosierras. El suelo ya no estaba cubierto de hojas podridas, raíces de los árboles y miles de hormigas, sino de una naciente maleza. Paralelos a las palmas, cada tanto aparecía un caño, recto, hecho con retroexcavadora, para drenar la humedad de la tierra y permitir que la palma crezca sin dañarse.Desde el año 2000, 12 empresas han sembrado en la zona 3.160 hectáreas de palma, 900 de éstas ya en producción. Sólo una de las empresas, Urapalma, ya está produciendo 1.000 toneladas de aceite al mes. Según los empresarios, se generan 1.200 empleos directos y muchos más indirectos. La nueva agroindustria ha crecido tan rápido y genera tanta actividad comercial, que Belén de Bajirá, el principal poblado de la región, creció en cinco años de 700 habitantes a 7.000. Han financiado gran parte de su inversión con créditos de fomento apalancados con Finagro. Es tal su entusiamo con su idea de progreso, que aseguran que de poder expandir más sus cultivos, serían capaces de generar suficientes empleos para la cantidad de hombres desmovilizados de la guerra. De pronto, en medio de las plantaciones encontramos la finca El Paraíso, de un colono, Enrique Petro. Sobreviviente de las guerras por el dominio de la zona, perdió un hijo asesinado por las Farc y otro por las AUC. Es una de las voces que se han alzado contra la expansión de la palma. Asegura que tenía 150 hectáreas y buscó negociarlas con una empresa palmera, pero que ésta no le cumplió y ocupó ilegalmente casi todas su tierras. Hoy dice que tiene sólo 35 hectáreas. Cuenta que un día se encontró a los paramilitares entre la palma y los encaró diciéndoles: "Porque hay Dios en los cielos, no le doy machete a esa palma".Colonos como Petro son sólo un tipo de propietarios de la región. Hay otros que obtuvieron sus títulos como fruto de procesos de reforma agraria realizados por el Incora. Y la mayoría tiene una propiedad colectiva. Buscando garantizarles a las comunidades negras e indígenas su derecho ancestral sobre estas tierras, el gobierno emitió una ley en los 90 que permite titular terrenos en forma colectiva. Hasta diciembre pasado ha titulado cerca de cinco millones de hectáreas. La principal característica de estos títulos es que son inembargables, inajenables e imprescriptibles, para garantizar que siempre estén en manos de las comunidades. Este es el conflicto mayor entre habitantes de las cuencas de los ríos de Jiguamiandó y Curvaradó. Los habitantes aseguran que luego de que fueron desplazados de sus tierras, las empresas palmeras las ocuparon y allí desarrollaron sus cultivos. Los empresarios, en cambio, sostienen que ellos negociaron títulos con propietarios individuales y colonos. Uno de ellos, que prefirió no ser citado, dijo que tienen "la mejor voluntad de que el gobierno evalúe los títulos porque pudo haber errores en las titulaciones colectivas, y éstas pudieron incluir terrenos que ya tenían propietarios particulares, y que son éstos los que han adquirido legalmente". No todas las tierras donde crece la palma están en litigio. Cerca de la casa de Petro, 20 minutos delante de un puesto militar, encontramos algunas de las poblaciones que fueron los hogares de los habitantes con los que habíamos conversado en Bella Flor y los otros caseríos al sur del río Jiguamiandó. Una de éstas es Andalucía. Quien fuera uno de sus habitantes, Pedro*, recuerda con nostalgia cómo la escuela donde estudió se quedó pequeña y el Ejército les construyó una más grande y bonita. Por eso les dolió tanto cuando llegaron paramilitares, con las caras tapadas, y los obligaron a dejar el pueblo. Hoy, mientras los desplazados sobreviven en caseríos improvisados o incluso, como dijo uno de ellos, "se volvieron recicladores en Chigorodó", la escuela de Andalucía sirve de alojamiento para los trabajadores de una de las empresas de palma, y su capilla, de bodega de aparejos de mulas. Y su cementerio le sirve de terreno fértil a un boyante cultivo de palma.Por esto las gentes de estas regiones se resisten a aceptar el progreso que ofrece la agroindustria palmera y exigen que se les devuelvan sus tierras y sus poblaciones. "No queremos ni vender ni asociarnos, dice una mujer canosa, de dientes rotos que vive hoy en un pueblo de desplazados. Nos ofendieron, nos han destruido, jamás se nos puede olvidar lo que nos pasó, ¿cómo vamos a hacer la amistad?". Y un joven enérgico dice con rabia: "Queremos que paguen hasta por cada mosquito que hayan matado los que nos sacaron de aquí". Por ahora, el Estado ha escuchado estas airadas denuncias y la Defensoría ha ordenado que los palmicultores cesen su expansión en la zona. Pero no todos han acatado esta disposición. En su recorrido por la cuenca del Jiguamiandó, SEMANA constató cómo habían desviado el cauce del caño Vijao, afluente de este río, para iniciar el proceso de desecación de la tierra y volverla apta para el cultivo. Los pobladores aseguraron que esto sucedió después de la resolución de la Defensoría. Del lado de los empresarios se escuchan voces de protesta por esta medida, pues aseguran que ésta los puede llevar a la quiebra. El gobierno debe pronunciarse en pocos días sobre el litigio de tierras. Es necesario que se esclarezca si ha habido un posible vínculo entre paramilitarismo y algunos empresarios de la palma en esta región, sobre todo después de que se conocieron las declaraciones del jefe de las AUC, Vicente Castaño, a esta revista, que dejan tantas preguntas: "En Urabá tenemos cultivo de palma. Yo mismo conseguí los empresarios para invertir en esos proyectos que son duraderos y productivos. La idea es llevar a los ricos a invertir en ese tipo de proyectos en diferentes zonas del país. Al llevar a los ricos a estas zonas, llegan las instituciones del Estado". Las gentes de la región están dolidas. El anunciado progreso no puede ser a costa de su sufrimiento. Necesitan protección y no sienten que la tengan. El comandante del Ejército del Batallón Voltìgeros, el general Luis Alfonso Zapata, quien llegó hace poco a la región, asegura que están allí para proteger a la población y no para cuidar los cultivos de palma. Un cultivo que en otras regiones ha demostrado ser una opción de desarrollo. Hay una oportunidad enorme para que el Estado haga justicia e impida que el ciclo vicioso de rabia y violencia se perpetúe. Mientras tanto, esperando, en la cuenca del Jiguamiandó hay cientos de familias que lo han perdido todo y aún no se atreven a cruzar el río.* Nombres cambiados por seguridad.