El miedo que tienen muchos ciudadanos de perder en los saqueos lo que han trabajado y la impotencia del Estado para contener el espiral de violencia han abierto de nuevo la peligrosa puerta a personas armadas y a maleantes que salen a disparar contra civiles indefensos que participan pacíficamente en las marchas. Ese peligro se habría materializado con el repudiable ataque a tiros contra Lucas Villa, estudiante de la Universidad Tecnológica de Pereira, quien el miércoles pasado participó de manera tranquila en las manifestaciones y al caer la noche fue baleado ocho veces.
Este episodio hace revivir en el país las horribles épocas de la acción criminal de particulares contra civiles indefensos. En las ciudades estaría ocurriendo lo mismo que sucede en las zonas rurales desde que se firmó el acuerdo de paz: el ataque sistemático en contra de los líderes sociales que defienden el territorio y que tienen una filiación política de izquierda.
Las marchas han revelado que el país aún vive una disputa política que no se tramita en los marcos de la democracia. En el caso de Lucas Villa, lo que ha provocado inquietud fueron las declaraciones del alcalde de Pereira, Carlos Maya, el domingo 2 de mayo, después de una jornada de protestas en las que hubo actos vandálicos: “Vamos a convocar a los gremios de la ciudad y a los miembros de la seguridad privada para hacer un frente común junto a la Policía y el Ejército para recuperar el orden y la seguridad ciudadana”.
Aunque el alcalde dijo que fue malinterpretado, ya esta historia es bien conocida en Colombia, y suele suceder que esos discursos que promueven un bloque de defensa entre la seguridad privada, la ciudadanía y la fuerza pública pueden terminar en un coctel peligroso como el de las Convivir, que en Antioquia dejó a miles de víctimas en su rol de supuesta protección a comerciantes y empresarios.
Este fenómeno, que ha mostrado sus dientes con las marchas, deja casos preocupantes como el de Envigado, municipio del sur del área metropolitana de Medellín donde dos hombres estaban “patrullando” por orden de un llamado “patrón”, quien les ordenó dar “de baja” a todos los manifestantes que vandalizaran la ciudad. Y aunque la Policía logró identificar el vehículo y el hombre se allanó a la captura, en Antioquia es bien sabido que la justicia por mano propia no es algo ajeno; al contrario, puede recaer sobre los ciudadanos de manera impune.
Y, por si fuera poco, el alcalde de Medellín, Daniel Quintero, expuso un panfleto en el que un grupo denominado Autodefensas Unidas por Medellín pedía a comerciantes y ciudadanos apoyo económico para activar a más de 500 hombres que tenían reservados para proteger la propiedad privada. Además, indirectamente amenazaban al mandatario, a quien señalaban de pertenecer a un movimiento de izquierda.
Esta parece ser la evidencia de que un discurso peligroso comienza a extenderse por el país: pensar distinto es un crimen y, bajo esta lógica, hay ideologías que merecen ser borradas. Las redes sociales atizan esa hoguera. Las protestas de los últimos días han mostrado las tensiones de Colombia, que son las mismas de hace 50 años: radicalismos que buscan eliminar al contrario, una pobreza inusitada, desigualdad enraizada.
Los miles de ciudadanos que han inundado las calles de manera pacífica –al margen del coctel de vandalismo– han revelado que el país lo que necesita es un diálogo abierto y en paz. Nadie puede pretender reemplazar a las autoridades con la supuesta excusa de garantizar seguridad.