Esta semana, y luego de un largo silencio frente al paro, volvió a aparecer en el debate público el expresidente Juan Manuel Santos. Su agenda fue apretada en diferentes medios de comunicación; dio entrevistas en radio y en televisión. Su tono fue pacífico, pero su mensaje tiene una carga inmensa de profundidad. Para empezar, dejó ver su molestia porque el presidente Iván Duque no lo ha llamado en medio de la crisis, a pesar de que él se puso a su disposición. La actitud de Duque, pese a todo, es comprensible.
Santos, aunque prometió ser un expresidente al estilo de Belisario Betancur, no ha cumplido su promesa de no hacer política, y cada vez interviene más en la discusión mediática. De hecho, al fragor de las tensiones en la mesa de conversación con el Gobierno, decidió reunirse a solas con el Comité del Paro.
En su discurso, insistió en que la solución a buena parte de los problemas está en el acuerdo de paz que se pactó en La Habana con las Farc y hasta habló de querer darle la mano al expresidente Álvaro Uribe para mandarle un buen mensaje al país. Es el mismo Santos al que le llovieron rayos y centellas con la famosa frase “el tal paro no existe”, en 2013, cuando afrontó una gran protesta agraria.
Es el mismo que, además, usó a los agentes del Esmad para levantar un paro camionero que puso en jaque a la nación, tres años después. Hoy, frente a las movilizaciones y a la ola de terrorismo urbano que se desató, su posición es diferente, y está más inclinada hacia una negociación que tenga como hoja de ruta el proceso de paz con las Farc, rechazado por más de la mitad de los colombianos en el plebiscito de 2016 y al que muchos atribuyen gran parte de la polarización.
Por eso, a Santos le está pasando lo del niño que rompe la vajilla, llora y quiere arreglarlo todo, como si no hubiera pasado nada. Y en su caso la situación es más grave, porque en sus ocho años de gobierno ocurrieron cosas que cambiaron el rumbo de Colombia de manera drástica y que explican varios de los inconvenientes que ha tenido que capotear el Gobierno Duque, quien en todo caso tiene la obligación y el desafío de resolverlos.
La herencia de Santos se dimensiona en las siguientes cifras: dejó el país inundado en coca, con 208.000 hectáreas sembradas; con un aumento de la deuda, que llegó al 49 por ciento del PIB, cuando en 2010 la recibió en el 36 por ciento de manos de Uribe; con un crecimiento pírrico de la economía, de apenas 1,7 por ciento, que el Gobierno Duque logró remontar al 3,4 por ciento en 2019 antes de la pandemia; y con tres versiones de las Farc (una en el Congreso, otra en las disidencias y una más escondida en Venezuela).
Como si fuera poco, con la peor crisis migratoria en la historia de la nación; deudas sociales sin atender y un preocupante debilitamiento de la inteligencia, el pie de fuerza y la capacidad operacional, especialmente del Ejército y la Policía.
Igualmente, Duque recibió un acuerdo de paz con su implementación en pañales, pese a que el texto con las Farc se firmó dos años atrás. El desempeño de Santos en esa materia fue ineficiente. El hoy presidente, así mismo, se encontró con un Congreso integrado por exlíderes de la guerrilla sin pagar un día de cárcel por sus delitos de lesa humanidad, y con una JEP lenta que aún hoy, cuatro años después, no ha emitido las primeras condenas.
En el caso de la coca, el Gobierno ha tenido las manos amarradas a tal punto que no ha podido retomar las fumigaciones con glifosato, suspendidas en la anterior administración. Ante la inacción de Santos, las disidencias de las Farc se organizaron y coparon territorios que abandonaron los cuadros de Timochenko que firmaron la paz. Lo propio hicieron el ELN y demás bandas criminales. Actualmente, el país enfrenta una nueva amenaza de violencia urbana –que ha quedado en evidencia en medio del paro y los bloqueos–, con una capacidad de sembrar terror y cercar las ciudades, como se ha visto en Cali.
El presidente Duque, quien ha tenido que enfrentar la crisis sanitaria para la que ningún dirigente en el mundo estaba preparado, y un estallido social inédito, recibió de Santos una nación en crisis. Y lo más grave: una sociedad fracturada y con un amplio sector que aún no le perdona a Santos sus concesiones a las Farc y haber ignorado el resultado del plebiscito por medio de una maniobra política en el Congreso y las altas cortes.
También es cierto que Duque, reconocido por amigos y detractores por su decencia y buenas intenciones, ha cometido errores en el ejercicio presidencial. Le ha faltado cálculo político, estrategia en el Congreso, conexión con los ciudadanos, un mejor manejo de las relaciones internacionales y escuchar más.
Es cierto: Colombia es un país con una inmensa desigualdad, que requiere reformas urgentes en materia de salud, empleo, educación, entre otros frentes. Pese a esto, no se puede olvidar lo que vivió la nación en el periodo inmediatamente anterior, porque muchas cosas que ocurren hoy son consecuencia de decisiones del pasado, especialmente del mandato de Santos, aunque para algunos resulte odioso poner el espejo retrovisor en estos momentos.
El expresidente, un hombre con origen en el establecimiento, que se hizo elegir con los votos de Uribe, que fue su ministro de Defensa y apoyó la salida militar a la guerra, asestando duros golpes contra las Farc, dio un giro radical ya en el poder y terminó alejado de su electorado, rompiendo con su mentor y sentado en La Habana con sus otrora peores enemigos. En últimas, Santos hizo la guerra con Uribe y la paz con Timochenko.
De hecho, su reelección, políticamente hablando, se soportó en la izquierda y en los defensores del acuerdo de paz. Santos, el antiguo político de derecha, el enemigo de Hugo Chávez, a quien en la primera semana como presidente llamó su “nuevo mejor amigo”, es considerado actualmente el padre del empoderamiento de una izquierda radical en Colombia.
El proceso de paz se convirtió en el mejor escenario para que esta corriente ideológica pudiese penetrar de manera legal en los territorios y en las zonas más deprimidas de las ciudades. Hoy en el país existe una generación de políticos nacidos al calor de lo dialogado en La Habana.
Santos se precipitó al final de su gobierno, buscando una fotografía y un rédito personal para tratar de pasar a la historia como un nobel de paz, tal como ocurrió, aunque el país no haya dejado de vivir en violencia ni un solo día. Pese al enorme costo político que han representado las concesiones para unos exguerrilleros que aún no reparan a sus víctimas ni aportan toda la verdad, un grupo importante liderado por Timochenko ha cumplido con el desarme.
No obstante, en Colombia la guerra mutó y se ha recrudecido, teniendo un combustible inagotable en el narcotráfico. Por eso, resultan ingenuas las tesis de algunos exnegociadores del acuerdo de paz, como Sergio Jaramillo, quienes creen que las disidencias nacieron porque “sintieron que estaban en riesgo y se fueron”. Lo extraño de esta tesis de Jaramillo es que fue en el mismo Gobierno Santos cuando miles de excombatientes decidieron rearmarse y volver al monte. Otros, incluso, se bajaron del bus de La Habana antes de la firma del acuerdo, o nunca se subieron.
En el Gobierno Duque, esa tendencia continuó y las disidencias están ya en todo el territorio nacional y en Venezuela, en cabeza de Iván Márquez y Gentil Duarte, quienes volvieron a la clandestinidad durante el mandato de Santos.
Por esta razón, llama la atención el expresidente que se quiere vender hoy como el nobel de paz mediador que cree tener la solución en sus manos para resolver el paro y los bloqueos, sin asumir ninguna responsabilidad por lo que hizo y dejó de hacer siendo presidente.
Las dos caras de Santos
Definitivamente, la vida política de Juan Manuel Santos está dividida en dos: el uribista y el antiuribista. Es imposible olvidar aquel día cuando ganó las elecciones presidenciales, en 2010, y aseguró ante una multitud que lo aplaudió: “Las próximas generaciones de colombianos mirarán hacia atrás y descubrirán, con admiración, que fue el liderazgo del presidente Uribe, un colombiano genial e irrepetible, el que sentó las bases del país próspero y en paz que vivirán”.
Sin embargo, a dos días de la posesión, hubo la primera incomodidad para Uribe. Con sorpresa, la Casa Militar le informó que Hugo Chávez, su más duro contradictor, y a quien había denunciado por esa época ante la comunidad internacional por proteger a las Farc y al ELN en Venezuela, estaba invitado a la ceremonia en la que Santos asumiría el poder.
Uribe montó en cólera y dejó claro que, mientras él fuera el presidente, Chávez no pisaría la Casa de Nariño. El entonces mandatario venezolano no asistió, pero en la primera semana de gobierno se reunió con Santos en la Casa de San Pedro Alejandrino, en Santa Marta. Fue allí cuando, al terminar la reunión, después de haber sido su crítico mordaz, Santos dijo que Chávez era su “nuevo mejor amigo”.
Luego fue increíble ver cómo el nuevo presidente nombraba incluso a los más aguerridos críticos de Uribe en el gabinete, como ocurrió con Germán Vargas, Rafael Pardo, María Ángela Holguín y Juan Camilo Restrepo. Uribe, hasta ese momento molesto, trataba de entender lo que ocurría. No obstante, la paciencia empezó a agotarse cuando, en un giro de 180 grados, quien había sido su ministro de Defensa comenzó a hablar de conflicto en Colombia cuando en su momento hablaba de guerra contra las Farc. Nació la iniciativa de la ley de víctimas y una posición frente a los militares que era radicalmente opuesta a la que tenía cuando los comandaba en el ministerio.
Además, se movió muy rápido con los presidentes de izquierda de América Latina, como Néstor Kirchner en Argentina, y, apoyado en su hermano Enrique Santos, decidió buscar a las Farc con miras a una negociación.
La última vez que Uribe pisó Palacio en ese entonces fue recién posesionado Santos y, por supuesto, le reclamó por ese sorpresivo viraje. Santos, simplemente, sostuvo que había cambiado de opinión frente a esos temas. Después la grieta se fue ahondando entre los dos; declaraciones iban y venían, de uno contra el otro, al punto de que Uribe, en una oportunidad, lo llamó “canalla”, y Santos lo comparó con un “rufián de esquina”.
La distancia entre ambos era cada vez más grande. Uribe fue el primero en perder la paciencia ante una relación política y personal que se volvió insostenible. Se fue del Partido de la U, que Santos había creado para reelegirlo, y armó su propia colectividad; hizo una lista al Congreso y se convirtió en el mayor opositor del Gobierno.
Santos, por su parte, como todo un jugador de póquer, fue afianzando sus relaciones con la izquierda. Se dedicó a buscar el apoyo internacional y a consolidar el proceso de paz con las Farc. Santos fue muy hábil y calculador. Uribe, siendo el monstruo político que es, hasta le puso competencia en las elecciones presidenciales, y casi lo saca del poder por medio de Óscar Iván Zuluaga, quien ganó en la primera vuelta de 2014. El escándalo del hacker que surgió en plena campaña, durante la Fiscalía de Eduardo Montealegre, y los dineros de Odebrecht terminaron por permitirle a Santos ganar el pulso de la reelección.
La siguiente batalla entre Santos y Uribe fue el plebiscito sobre los acuerdos de La Habana. Aunque Uribe ganó con el No, Santos impuso el Sí, ignorando la voluntad popular y utilizando mucha mermelada con sus congresistas aliados. Al cabo de poco tiempo empezaron a agravarse los problemas judiciales de Uribe.
Hace apenas unas semanas, el abogado Jaime Lombana, que forma parte de la defensa de Uribe, decía que estaba completamente seguro de que detrás del encarcelamiento del expresidente y sus líos judiciales estaba la mano de Santos.
Ni el papa Francisco pudo arreglar las profundas diferencias entre ambos. Por todo esto, cualquier movida de Santos en medio de esta difícil coyuntura es vista con una entendible prevención por parte del Gobierno Duque y un amplio sector del país. La pregunta que todos se hacen es entonces: ¿a qué está jugando Santos?