El cadáver del sacerdote Pedro María Ramírez, desenterrado el 20 de abril de 1948, estaba cubierto de andrajos y barro, y olía a lo que huele la cera que se derrite por los bordes de un cirio prendido.Eso fue lo que dijo el religioso Germán Guzmán, párroco de Fresno, al regresar de la diligencia de exhumación, esa que arremolinó apenas a unos curiosos en la mitad del cementerio de Armero, en cuya puerta habían dejado tirado el cuerpo diez días atrás.Ver también video: "Es mentira que el padre haya lanzado una maldición antes de que lo mataran"

“Estaba entero, salvo por la herida del cuello que era sumamente grande. Tenía las manos partidas y abiertas por en medio de los dedos”, le dijo Guzmán a la hermana Juana de San José Ramírez, una de las monjas que se salvó de la matazón.El médico legista –quien aparece con una firma reconocible en el archivo histórico de Ibagué- escribió en el informe que los despojos del padre Ramírez llevaban impresos los signos de dos heridas causadas por un arma cortante, contundente y pesada. En las últimas líneas del documento, fechado el 23 de abril de 1948, en Honda, Tolima, se lee: “debo agregar que todas las heridas sorprendieron al sacerdote por la espalda”. Toda esta historia continuaría extraviada en los libros que nadie consulta si no fuera porque 69 años después de ocurrido el crimen, el Vaticano anunció que el padre Ramírez sería beatificado por el papa Francisco en su visita a Colombia.Para la iglesia católica Ramírez es considerado un mártir, es decir, alguien que derramó su sangre por causa del evangelio. La beatificación implica, dice el sacerdote Jairo Yate, del tribunal eclesiástico de Ibagué, un paso previo a la santidad. En un país como Colombia, con una población de mayoría católica, la posibilidad de un nuevo santo es todo un acontecimiento. La madre Laura y el padre Marianito son los únicos religiosos que han alcanzado ese mérito.Pero más allá de lo místico, la historia del asesinato del padre Ramírez aun deja varios cabos sueltos que a muy pocos les ha interesado indagar. En Armero Guayabal aún se dice en las esquinas que antes de ser asesinado, el padre lanzó una maldición y de ahí suelen explicar, como si fuera una leyenda, el origen de la avalancha que en 1985 dejó más de 20.000 muertos.También hay quienes aseguran que el padre Ramírez era un activista conservador que incitaba a la muerte de liberales, en medio de la violenta pugna partidista que se libró en la década del cincuenta, antes y después del asesinato de Jorge Eliécer Gaitán. El mismo alcalde de Armero Guayabal, Carlos Alfonso Escobar, no quiso dar declaraciones para este reportaje de la beatificación del padre Ramírez. Aunque sí alcanzó a decir que algunos no estaban muy contentos en el pueblo con la noticia por comentarios que se han repetido de generación en generación.Pero, ¿qué pruebas hay de lo que se dice del padre Ramírez? El crimen del sacerdote se dio un día después del asesinato de Gaitán, en Bogotá. El padre vicentino Mario García Isaza, una especie de intelectual que da clases en el Seminario Mayor de Ibagué, recuerda que una vez ocurrido el Bogotazo en todo el país hubo incitaciones en contra de la Iglesia debido a que a los sacerdotes se les atribuía la muerte del caudillo.El artista Hernán Darío Nova, quien reside hoy en día en Armero Guayabal, dice que es preciso no desconocer que antes de la muerte de Gaitán la persecución hacia los liberales había sido sin tregua y que para nadie es un secreto que el clero estaba del lado del partido conservador. “Y Armero era un pueblo de avanzada, muy abierto”, dice.Pero hasta hoy no existen pruebas ni documentales ni testimoniales de primera mano que indiquen que el padre Ramírez hubiese arremetido en contra de quienes no eran afectos al partido conservador. Judith Álvarez tiene 100 años. Ella y su familia siempre fueron reconocidas liberales en el Tolima. Sentada en la sala de su casa en Ibagué, muestra una virgen que el padre Ramírez le regaló siendo ella apenas una jovencita. El afecto que sentía el sacerdote por los de su casa contrasta con las historias que aún rondan por las calles devastadas de Armero.

Judith Álvarez, 100 años, asegura que el padre Ramírez también era afecto a los liberales. Foto: Cristian Leguizamón. Pero hay un testimonio que nunca fue consultado por quienes han escrito sobre el padre Ramírez. Se trata de una declaración que no fue escuchada ni si quiera por la Iglesia en el proceso de investigación para la beatificación.Al sacerdote lo mataron por la espalda cinco minutos después haberse topado, a la salida de la casa cural, con un muchacho desvaído y descamisado de nombre Juan Antonio Londoño, apodado Cocoy, quien se convertiría en uno de los testigos del crimen.Cocoy falleció el 13 de diciembre de 2016 a los 89 años. Pero antes de morir, alcanzó a decir todo lo que sabía del asesinato del padre, incluyendo el nombre del supuesto autor intelectual del crimen, en una entrevista que grabé el 4 de noviembre de 2009. La conversación nunca fue publicada.“Es que me parece ver al padre todavía con su sotana negra y su maletincito, caminando despacio como entregándose resignado a lo que le iba a ocurrir. Y yo, que había escuchado quién lo había mandado a matar, sin poder decir en ese momento nada, ni una palabra”, recordó Juan Antonio esa vez.

Juan Antonio Londoño, Cocoy, falleció el año pasado. Pero alcanzó a dejar su testimonio sobre la muerte de Ramírez. Foto: José Guarnizo.Aquel párroco que Juan Antonio vio pasar rumbo al cadalso el 10 de abril de 1948 –delgadito, carirredondo, muy al estilo de los huilenses: mitad indígena, mitad blanco-; no parecía el mismo que había llegado a Armero dos años atrás, en 1946. Desde que fue nombrado en la Parroquia, los feligreses lo interpretaron como un personaje recio, templado, que desde el púlpito se atrevía a expulsar a las mujeres que llegaban a rezar con ropas poco pudorosas. “El padre, aunque me apreciaba mucho, me dio una vez unos cocotazos porque me estaba riendo en la silla, escuchando la homilía”, añadió Cocoy.En otra ocasión el padre echó de la iglesia a la esposa de un médico llamado Enrique Guerra. Dicen que ella, que se había educado en Francia y era dueña de una belleza portentosa, se había ido vestida con un escote pronunciado. Pero no se quiso salir del templo. Entonces Ramírez interrumpió la eucaristía, se bajó de la tribuna, tomó del brazo a la mujer y la sacó él mismo. ¡Esta es la casa del señor y no un centro de exhibición de modas!”, gritó el padre. Aquel episodio fue el inicio, según Cocoy, de lo que desembocaría en su asesinato.Antes del 9 de abril, Armero era un pueblo próspero poblado de bulevares. Era un municipio floreciente. Era el centro agrícola y la despensa más grande que tenía el país en ese tiempo, sobre todo en cultivos de arroz. Era lleno de gente, la plata brillaba por montones.

Juan Antonio Londoño, Cocoy, en sus épocas de joven. Foto: José Guarnizo.Pero ya existían asomos de revolución. En Armero estaban matriculados 80 conservadores y 4.800 liberales, de los cuales la mayoría se decían comunistas, como se puede hojear todavía en lo que sobrevive de los archivos públicos.Al lado de la casa cural, cuyo suelo en baldosas incluso sobrevivió a la avalancha de 1985, estaba un convento. Una de las religiosas dejó consignado en un libro los momentos previos al asesinato de Ramírez.  “El día 9 de abril, a eso de las 2:30 p.m., supimos por las niñas del colegio de la muerte del doctor Gaitán. En medio del bullicio, y a pesar de tanta algarabía causada por las manifestaciones, nuestras clases marchaban como de costumbre. Sin embargo, notábamos en el alumnado un estupor muy grande, como indicando que algo muy grave iba a suceder”.Y luego escribe: “Más tarde vinieron a tocar a la casa cural para decir que necesitaban que el padre fuera a darle una boleta de defunción a una jovencita que había acabado de fallecer. Nosotras no queríamos que fuera por miedo a que le pasara algo, pero nos tranquilizó, nos dijo que era su obligación ir a ver a los enfermos y que Dios velaría por él. Ya de regreso el padre contó que habían amenazado con meterlo a la cárcel, pero no manifestó ninguna alarma”.Según la religiosa, la madre superiora y por petición del padre, les ordenó que arreglaran maletas y así lo hicieron, dejándolas preparadas en los dormitorios por si tenían que huir. Mientras tanto el padre estaba disponiendo su retirada y mandó al sacristán a que pusiera una escalera sobre la casa vecina que daba al techo del colegio.Como a las 10:00 de la mañana, Ramírez llamó a la madre superiora y, afanado, le pidió la llave del sagrario y el roquete y mandó a que se encendieran las velas y se reuniera a la comunidad.  El padre, a lo mejor presintiendo que la muerte se acercaba, procedió a darles la comunión a las monjas. Les pasó hasta diez hostias para cada una, unas ocho o diez veces. “Sentíamos una fuerza sobrehumana al recibir ese precioso alimento, nos sentíamos transportadas a los primeros siglos de la iglesia y dispuestas a morir por Cristo. Solo dejó una hostia para que nos acompañara”, continuó la religiosa en el libro.Sería el asesinato de Gaitán, pero en Armero se sentía una atmósfera de venganza. La gente se fue juntando hasta formar una turba. Cocoy, al ser conservador, agarró un caballo e intentó huir del pueblo. Pero llegando a un sitio conocido como Frías, recordó que su hermano aún estaba en Armero. Y se devolvió. Se bajó por la calle principal y llegó hasta la esquina de un negocio al que conocían como Codecón. Ahí mismo tenía el consultorio el médico Enrique Guerra, el esposo de la joven a la que el padre Ramírez había echado del templo. En ese momento, dice Cocoy, bajaba la chusma, como llamaban a los liberales.-¿Qué hacemos con el cura?- gritaron.-¡Mátenlo! – contestó una voz que a Cocoy le sonó familiar.En 2009, el día de la entrevista, “Cocoy” ya no era ese muchacho que escuchó ordenar que asesinaran a Ramírez. En ese momento era un anciano de 84, que estaba sentado en una banca intentando espantar con sus manos el sopor de la tarde, mientras refunfuñaba y le gritaba a sus dos perros –Chiqui y Niño-, que se fueran de la casa, que necesitaba silencio para contar algo que solo él sabía, algo de lo que fue testigo, un algo que nunca le preguntaron, ni siquiera un juez, un algo que mantuvo atenazado durante seis décadas en su recuerdo, un algo que no estaba escrito ni en los libros fervorosos que intentaron desentrañar la muerte del padre Pedro María: el nombre del autor intelectual de un crimen que se volvió leyenda y que en tal medida se fue deformando con el paso de las generaciones.Pero, ¿de qué valía contar esta historia tantos años después? ¿No había prescrito ya el homicidio? ¿A quién le podía importar ya? –le pregunté a Cocoy, mientras nos bogábamos una Colombiana, sentados en una tienda del barrio Las Mercedes, de Ibagué. “Vea, mijo –y se acomodó las gafas-  puede que haya pasado mucho tiempo, más de sesenta años, si quiere, pero es que aquí no se ha dicho toda la verdad”.Apenas Cocoy escuchó “¡mátenlo!” volteó la mirada. Era la voz del médico Guerra. “Luego bajé a la plaza principal y me paré al lado del restaurante Armero”, prosigue. En esas salía el padre Ramírez de ponerle los santos oleos a un señor conservador llamado Manuel Coronado, a quien habían herido en la cabeza. Pasó caminando a unos cinco metros de Cocoy. Lo saludó. Luego cruzó la calle y fue cuando recibió el primer machetazo. Cocoy se quedó parado al lado de un palo de mamoncillo, en silencio, llorando.“Lo vi arrodillado. Trataba de coger la sangre con las manos y miraba hacia el cielo. Estaba en esa posición cuando vino otro hombre a darle otro machetazo por detrás. La gente solo miraba. Salí corriendo y me encerré en la pieza en la que estaba mi hermano con la mujer. De ahí nos sacaron como a las nueve de la noche para la cárcel”.-¿Es verdad que arrastraron el cuerpo?“Amarraron el cuerpo a unas bestias y lo llevaron al lado de la acequia. Lo dejaron al pie de la puerta del cementerio, ahí donde llegó años después la avalancha de Armero”.-¿Es verdad que el padre lanzó una maldición?“No, el padre lo único que dijo era que los perdonaba”. FIN