2019 será un año difícil de olvidar. Los 365 días que terminan cierran una década de turbulencia, en la que mucho de lo que hemos conocido hasta ahora ha quedado en tela de juicio y nadie sabe qué va a pasar. Ni con la democracia, ni con las nuevas tecnologías, ni con las instituciones, ni con la inteligencia artificial, ni con las redes sociales. Son tiempos de incertidumbre. Los jóvenes no saben qué planeta les tocará y los viejos no saben si se van a pensionar. Para algunos, el personaje del año fue la estupidez, por la incapacidad de los líderes de encontrar un rumbo en medio de la tormenta. Para otros, lo fue la cacerola, como el símbolo más sonoro y popular de una protesta social que se ha tomado las calles. Para SEMANA, el gran protagonista de 2019 son esos miles que le dieron rostro a la rabia callejera y que desafiaron con inteligencia la estupidez de los gobernantes: el grito de la juventud. Este grito tiene un desencanto: la democracia. Un enemigo: las élites. Un arma: las redes sociales. Una condición: la clase media. Y una voz: los jóvenes. En 2019, una nueva generación sacudió los cimientos de la sociedad y de sus estructuras políticas. En Colombia, los estudiantes enarbolaron la defensa de la educación pública y lograron que se aprobara el presupuesto más alto en la historia de la educación. En Hong Kong, defienden la libertad. En Bolivia, la democracia. En Cataluña, la independencia. En Chile, un mejor nivel de vida. En Francia, los derechos adquiridos. En Líbano, Egipto, Irak e Irán, mejores servicios y menos corrupción. En las calles del mundo hay un grito ensordecedor de insatisfacción que corean, al unísono, empleados, sindicatos, profesores y amas de casa, pero cuyo protagonista fundamental, cuyo impulso vital, ha sido el ímpetu rebelde una juventud inconforme.
Los jóvenes chilenos estuvieron en la vanguardia de una protesta que parecía el estallido de una enorme olla a presión. Ya lograron una constituyente para cambiar la carta política de estirpe pinochetista. Hace medio siglo, en mayo de 1968, miles de estudiantes salieron a las calles en un movimiento contracultural para reivindicar sus utopías y luchar por sus libertades. Hoy, los nietos y bisnietos de esos baby boomers marchan contra un sistema político que ha sido incapaz de resolver los problemas esenciales de la gente. Esos hijos de la posguerra marcharon en Estados Unidos contra la guerra de Vietnam; en Praga, contra el yugo soviético; y en París y Berlín, esos vientos huracanados soplaron contra todo lo establecido, en una confluencia variopinta de feministas, ecologistas, marxistas y anarquistas. Ese volcán de hormonas, idealismo y convicciones que explotó aquella primavera fue la semilla de la liberación sexual, el rock, la píldora anticonceptiva, la psicodelia, el anticolonialismo, y alimentó más de una revolución. Charles de Gaulle renunció después de diez años en el poder; las tropas estadounidenses tardaron cinco años para salir de Vietnam; y Europa oriental tuvo que esperar dos décadas para que cayera el Muro de Berlín, colapsara el modelo comunista y pudieran respirar un aire de libertad.
Hoy nadie sabe a dónde nos llevará esta ola gigantesca de indignados. Lo cierto es que, por ahora, está dejando tras de sí una larga estela de cadáveres políticos. En menos de seis meses, en Líbano, Irak, Irán, Malta, Puerto Rico y Bolivia ese despertar le ha costado el puesto a los presidentes y primeros ministros de esos países. Y en Chile, la violenta efervescencia social va rumbo a una nueva constitución y una debacle económica, en un país que hace solo unos meses era visto como un oasis de paz, crecimiento y estabilidad. Es bastante claro que la protesta social tiene un solo objetivo: cambiar la política. Este grito tiene un desencanto: la democracia. Un enemigo: las élites. Un arma: las redes sociales. Una condición: la clase media. Y una voz: los jóvenes. Es bastante claro que la protesta social tiene un solo objetivo: cambiar la política. Porque quienes han gobernado las últimas décadas no han podido resolver las tres grandes causas que enarbola la calle: acabar con la desigualdad, luchar contra la corrupción y proteger el medioambiente. Y si a lo anterior le sumamos la crisis migratoria, el ascenso de los populismos, la guerra comercial y el apretón fiscal, estamos ante un coctel cuyos ingredientes pueden resultar explosivos.
La activista suaeca Greta Thunberg, de 16 años, puso a pensar al mundo en el cambio climático y se convirtió en el símbolo de una nueva generación. Hasta ahora, el liderazgo político ha dejado mucho que desear, sobre todo, luego de la crisis financiera de 2008, en cuyas cenizas se empezó a gestar este movimiento de los indignados y que prendió fuego este año. Y donde quedo bastante claro que el pulso entre el poder económico y el poder político lo ganaron los primeros a expensas de las clases trabajadoras. O que lo diga el pueblo griego, que fue quizá el que más tiempo padeció el coletazo social de la codicia de Wall Street ante la impotencia de la clase política, inclusive bajo el carismático Barack Obama.
Pero también es cierto que en los últimos 20 años las sociedades han evolucionado más que nunca. Casi todos los indicadores de calidad de vida han mejorado, y la gran conquista social es, paradójicamente, la protagonista de la rabia: la clase media. La mayoría de los jóvenes que hoy vociferan por un cambio nacieron en familias que pudieron educar a sus hijos, que tienen conciencia política, que reivindican sus derechos, y que están a un clic de salir a la calle. Y que, una vez afuera, salen con una rabia exacerbada por los algoritmos, el macartismo y los prejuicios de las redes. La protesta se ha venido desdibujando entre las reivindicaciones añejas de las élites sindicales el oportunismo de la oposición, la negociación ideológica del modelo de desarrollo del país. ¿O qué más mensaje de impotencia del liderazgo político que la última cumbre de cambio climático en Madrid, en la que, a pesar del apocalipsis que se acerca y de los desastres naturales que ya nos aquejan, las delegaciones de los países no pudieron llegar a un acuerdo mínimo para cuidar el planeta? No importaron las cartas suplicantes y dramáticas de los científicos más respetados del mundo. ¿Qué pueden pensar, entonces, esos jóvenes si no es redoblar su lucha en el asfalto para que las cosas cambien? Greta Thunberg, la hija de 16 años de una cantante de ópera, se ha convertido en la nueva líder mundial del medioambiente, pero también en un símbolo de una generación que no se quiere dejar arrebatar su futuro.
En Colombia, el movimiento estudiantil también está lleno de símbolos. Alejandro Palacio y Jennifer Pedraza han sido las caras de este colectivo, pero nunca se han llevado el protagonismo del mismo. Ambos obtuvieron un cupo en la Universidad Nacional. Él, hijo de un odontólogo y una economista, hizo su carrera en Medellín. Y ella, hija de un ingeniero y una secretaria de juzgado, se ha graduado varias veces y en diferentes carreras de la universidad.
Los jóvenes dieron rienda suelta a su creatividad para protestar en la capital colombiana. Hace 50 años, los jóvenes franceses protagonizaron una revuelta histórica. Desde entonces, nunca una ola de protestas había atravesado al mundo como este año.
Jennifer se convirtió en una voz en defensa de la universidad pública por un hecho anecdótico y casi surreal. Un día a la facultad se le cayó el techo. Fue la gota que rebosó la copa de una infraestructura de la universidad pública que amenazaba ruina.
Este año, los jóvenes lograron dos temas estructurales: tumbar la cotización por horas para jóvenes, y lograr que el presidente objetara el artículo 44 que permitía usar los recursos de las universidades para pagar las demandas contra el Estado. En Mayo del 68, la consigna era ‘seamos realistas, pidamos lo posible‘. Hoy, para lograr cambios, la consigna debe ser ‘seamos realistas, pidamos lo posible‘. A pesar de que han logrado éxitos sin precedentes en una manifestación, está claro que en 2020 no dejarán de marchar. Su protesta, sin embargo, se ha venido desdibujando entre las reivindicaciones añejas de las élites sindicales, el oportunismo de la oposición política, la negociación ideológica del modelo de desarrollo y el bloqueo permanente y anárquico de la movilidad en las ciudades. La gente no quiere vandalismo ni encapuchados ni barricadas. Y respalda peticiones legítimas pero realistas. Porque lo que empezó como una seductora sinfonía de cacerolas y de expresiones lúdicas y juveniles de protesta va en un pliego de peticiones de 104 puntos, que incluyen hoy causas tan disímiles como la libertad inmediata de los presos políticos, desmonte del Esmad, sacar a Colombia de la Ocde, derogar las leyes naranja, eliminar el cuatro por mil, estatizar Ecopetrol y desmontar el paramilitarismo, entre muchos otros. Esa falta de realismo ha afectado la credibilidad de los convocantes del paro. Porque si en mayo del 68 la consigna era ‘Seamos realistas, pidamos lo imposible’, hoy para lograr hacer cambios la consigna debe ser ‘Seamos realistas, pidamos lo posible’.
Una cosa es sentarse a oír, conversar y negociar en una mesa puntos concretos que generen consensos, y otra muy distinta pretender exigir el cambio del modelo de desarrollo por decreto. Sobre todo, cuando hace menos de dos meses el pueblo colombiano expresó su descontento en las elecciones de alcaldes y gobernadores, las más altas en la historia con 22 millones de votos, y que cambiaron el mapa político y demostraron el vigor de la democracia colombiana. Porque muchos de los insatisfechos que sacaron la cacerola fueron elegidos alcaldes en varias regiones del país derrotando a clanes políticos tradicionales. Es un aire fresco de cambio en el poder local, y el tiempo dirá si los nuevos gobernantes estuvieron a la altura de este desafío. Nada fácil gobernar hoy, en medio de la pasión de las redes, la posverdad y la indignación ciudadana. Y en un momento en el que los jóvenes quieren soluciones rápidas a problemas complejos: la corrupción, la desigualdad, el cambio climático, la deforestación, la pobreza, el desempleo… Y aún más difícil de resolver en momentos en que el país –y el mundo– está en tiempos de vacas flacas. La larga fiesta de los buenos precios de los commodities ya pasó, y la protesta social llega con la resaca fiscal, Trump, el brexit y la guerra comercial. Nadie quiere hacer sacrificios, y todos quieren defender y extender sus derechos. Esa ecuación para las finanzas del Estado no aguanta. Y para tratar de encontrar una solución aparecen grandes dilemas que ha tenido que enfrentar el Gobierno de Duque en Colombia, pero que aplica para casi todos los Gobiernos en distintas latitudes.
En Hong Kong la gente salió a protestar contra las intenciones de China de restringir la autonomía acordada para la isla desde que el Reino Unido la devolvió en 1997. Temen por su libertad. ¿Cómo incentivar la inversión, la empresa privada y el crecimiento de la economía sin que se abra un hueco fiscal y no sea visto como un privilegio a los más ricos? ¿Cómo hacer una reforma pensional que cobije a más personas y le dé una mesada digna al adulto mayor en una sociedad que está envejeciendo sin aumentar la edad de pensión? ¿Cómo generar más empleo sin incentivos tributarios y flexibilización laboral? ¿Cómo defender a los líderes sociales e indígenas en un Estado casi inexistente en zonas montañosas donde impera el gatillo del narcotráfico? ¿Cómo reducir los subsidios a la clase media para dárselos a los más vulnerables cuando es la clase media la que está en las calles? ¿Cómo menguar las pensiones más altas que son una gran fuente de inequidad social si cobijan a las Fuerzas Militares, el Magisterio, las Cortes y los jueces? Dilemas que tienen un gran costo político para los presidentes y en los que la inacción no es una opción. Y en los que toda acción generará más protestas. Como le ha ocurrido al presidente Macron en Francia con su firme decisión de reformar las pensiones, afectando a 42 regímenes especiales y que busca un sistema de seguridad social sostenible y más universal. Francia se paralizó. Ni los conductores de trenes, ni las enfermeras, ni los profesores, ni los militares, ni los miembros de la Marina, entre otros, quieren ver afectados sus derechos adquiridos, y todos están en la calle para defenderlos. El propio presidente francés, que llegó con el viento a su favor de ser el mandatario más joven de la historia, ha vivido ese revolcón. “Cuando eres un líder y cada semana tienes jóvenes que se manifiestan con un mensaje tan poderoso, no puedes permanecer neutral”, le aseguró a la revista Time. “Ellos me están ayudando a cambiar”. Colombia está en medio de esos mismos dilemas. El país está en un cruce de caminos que tiene a la sociedad angustiada y a la juventud empoderada. Existe un temor natural de los mayores de no revivir la historia de violencia, de las clases medias a no perder sus conquistas, de las industrias tradicionales a reinventarse porque están amenazadas por la era digital, de la justicia a no dejarse desplazar por la tiranía de la opinión en las redes sociales, de las universidades que no han sabido responder a unos jóvenes que tienen otras necesidades y otros anhelos, más efímeros y cambiantes. “Esta es la generación que no tiene nada que perder”, predican las pancartas que agitan las multitudes en las últimas semanas. Muchos esperan que sea la generación que, por el contrario, tiene mucho que ganar. Pero saben que para que eso sea posible no pueden permanecer callados. Por eso reclaman y por eso marchan. Es el grito de independencia de una generación en la que la democracia y el Gobierno tienen que oír. Pero también en la que los jóvenes y los marchantes tienen que entender que los grandes cambios en un mundo complejo no se hacen solo con reclamos utópicos, soluciones inmediatas y rabia en las redes sociales.